Jung Chang - Cisnes Salvajes
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Jin-ming tan sólo arrancó hierba durante unos pocos días. Los miembros de su Hermandad de Hierro Forjado no soportaban verle sufrir. Sin embargo, había sido ya clasificado como simpatizante de los enemigos de clase y no volvió a requerírsele para que participara en ningún asalto, cosa que le alegró profundamente. Al poco tiempo, partió con los miembros de su hermandad en un viaje de turismo por toda China para admirar sus ríos y sus montañas. No obstante, a diferencia de la mayoría de los guardias rojos, Jin-ming nunca hizo el peregrinaje a Pekín para ver a Mao. No regresó a casa hasta finales de 1966.
Mi hermana Xiao-hong, de quince años de edad, era uno de los miembros fundadores de la Guardia Roja de su escuela. Sin embargo, no era sino una más entre cientos, ya que ésta se hallaba repleta de hijos de funcionarios, muchos de los cuales competían por mostrarse a cual más activo. Mi hermana temía y odiaba a la vez aquella atmósfera de militancia y violencia, hasta el punto de que no tardó en encontrarse al borde de una crisis de nervios. A comienzos de septiembre vino a casa para pedir ayuda a mis padres y se encontró con que no estaban: mi padre seguía detenido y mi madre estaba en Pekín. La ansiedad de mi abuela aumentó sus temores, por lo que regresó a la escuela. Se ofreció como voluntaria para custodiar la biblioteca de la escuela, la cual había sufrido los mismos asaltos y saqueos que la de la mía. Pasaba los días y las noches leyendo, y procuraba devorar cuantos frutos prohibidos encontraba. Aquello fue lo que mantuvo su equilibrio. A mediados de septiembre, partió con sus amigas en un recorrido por todo el país y, al igual que Jin-ming, no regresó hasta finales de año.
Mi hermano Xiao-hei tenía casi doce años, y pertenecía a la misma escuela «clave» de primaria a la que había asistido yo. Cuando se formó la Guardia Roja de las escuelas de enseñanza media, Xiao-hei y sus amigos se mostraron entusiasmados por alistarse en la misma. Para ellos, la Guardia Roja equivalía a poseer libertad para vivir fuera de casa, quedarse levantados toda la noche y tener poder sobre los adultos. Acudieron a mi escuela y suplicaron ser admitidos en la Guardia Roja. Para librarse de ellos, un guardia rojo dijo distraídamente: «Si queréis, podéis formar la Primera División Militar de la Unidad 4969.» Así, Xiao-hei se convirtió en jefe del Departamento de Propaganda de una tropa de veinte chiquillos, entre los que se distribuyeron otros cargos tales como los de «comandante», «jefe de estado mayor», etcétera. No había cabos. Xiao-hei participó en dos ocasiones en el apaleamiento de profesores. Una de las víctimas era un profesor de deportes que había sido condenado por «mal elemento». Algunas de las muchachas de la edad de Xiao-hei le habían acusado de tocarles los pechos y los muslos durante las lecciones de gimnasia, lo que desencadenó su castigo por los chicos, por otra parte deseosos de impresionarlas. El otro fue el tutor de ética. Dado que el castigo corporal estaba prohibido en las escuelas, había optado siempre por quejarse a los padres de sus alumnos, quienes posteriormente los habían pegado al llegar a casa.
Un día, los jóvenes salieron a realizar un asalto domiciliario. Se les había ordenado acudir a una hacienda de la que se rumoreaba que pertenecía a una familia antiguamente perteneciente al Kuomintang. No sabían con exactitud qué se esperaba de ellos. Tenían la cabeza llena de vagas nociones acerca de la posibilidad de encontrar algo así como un diario en el que se afirmara cuánto detestaba la familia al Partido Comunista y cuánto anhelaban sus miembros el regreso de Chiang Kai-shek. La familia tenía cinco hijos, todos ellos corpulentos y de aspecto duro. Alineándose frente a la puerta con los brazos en jarras, adoptaron su expresión más intimidatoria y fijaron su mirada en los recién llegados. Tan sólo uno de los chiquillos intentó tímidamente entrar en la casa, ante lo cual uno de los hijos le asió por el cogote y lo echó al exterior con una sola mano. Aquello puso fin a cualquier futura «acción revolucionaria» por parte de la «división» de Xiao-hei.
Así, durante la segunda semana de octubre, con Xiao-hei viviendo en su escuela y disfrutando de su libertad, Jin-ming y mi hermana de viaje y mi madre y abuela en Pekín, estaba yo viviendo sola en casa cuando un día, de improviso, apareció mi padre en el umbral.
Fue un regreso extraño e inquietante. Mi padre era otra persona. Se mostraba abstraído y permanentemente sumido en sus pensamientos, y no me dijo dónde había estado ni qué le había ocurrido. Numerosas noches le oí pasear insomne arriba y abajo, sintiéndome demasiado preocupada y atemorizada para dormir tampoco yo. Para mi inmenso alivio, dos días más tarde regresó mi madre de Pekín en compañía de mi abuela y de Xiao-fang.
Mi madre acudió inmediatamente al departamento de mi padre y entregó la carta de Tao Zhu a un director adjunto. Al punto, mi padre fue enviado a un sanatorio de recuperación, y mi madre fue autorizada a acompañarle.
Fui a visitarles. Se trataba de un precioso lugar situado en el campo y flanqueado en dos de sus costados por un hermoso riachuelo de aguas verdes. Mi padre tenía una suite con salón en la que se veían varios estantes vacíos, un dormitorio dotado de una amplia cama de matrimonio y un cuarto de baño de relucientes baldosas blancas. Frente a su balcón, varios olivos olorosos esparcían su aroma embriagador. Cuando soplaba la brisa, sus diminutos capullos dorados flotaban lentamente hasta posarse sobre el suelo desprovisto de hierba.
Tanto mi padre como mi madre parecían encontrarse a gusto. Mi madre me dijo que iban todos los días a pescar al río. Considerando que se hallaban a salvo, les dije que planeaba viajar a Pekín para ver al presidente Mao. Al igual que casi todo el mundo, hacía tiempo que deseaba realizar aquel viaje, pero no había ido todavía porque sentía que debía estar disponible para ayudar a mis padres.
Se animaba a todas las personas a que realizaran el peregrinaje a Pekín, y para ello el Gobierno proporcionaba comida, alojamiento y transporte gratuitos. Sin embargo, no estaba organizado. Partí de Chengdu dos días después en compañía de las otras cinco muchachas de la oficina de recepción. Mientras el tren avanzaba silbando en dirección Norte, mis sentimientos eran una mezcla de excitación y de punzante inquietud por mi padre. Por la ventanilla podíamos ver la llanura de Chengdu, en la que aparecían algunos campos de arroz cultivados. Varios cuadriláteros de tierra negra brillaban sobre un fondo dorado formando un pintoresco conjunto de retazos. A pesar de las repetidas instigaciones de la Autoridad de la Revolución Cultural, encabezadas por la señora Mao, la campiña se había visto tan sólo parcialmente afectada por la agitación política. El presidente Mao quería que la población estuviera alimentada para que pudiera hacer la revolución, por lo que no prestó a su esposa todo su apoyo. Tras la experiencia de la hambruna sufrida pocos años atrás, los campesinos habían aprendido que si intervenían en la Revolución Cultural y dejaban de producir alimentos, ellos serían los primeros en morirse de hambre. Las cabañas que salpicaban los verdes bosquecillos de bambú mostraban el aspecto apacible e idílico de siempre. El viento ondulaba ligeramente el humo y formaba una corona sobre las gráciles copas de los bambúes y las chimeneas que éstos ocultaban. Hacía menos de cinco meses que había comenzado la Revolución Cultural, pero mi mundo había cambiado ya completamente. Mientras contemplaba la silenciosa belleza de la llanura, me sentí invadida por una sensación de melancolía. Por fortuna, no tenía que preocuparme de ser criticada por sentirme nostálgica, lo cual se consideraba burgués, ya que ninguna de las otras muchachas era de talante acusador. Con ellas, sentía que podía relajarme.
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