Jung Chang - Cisnes Salvajes

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Una abuela, una madre, una hija. A lo largo de esta saga, tan verídica como espeluznante, tres mujeres luchan por sobrevivir en una China sometida a guerras, invasiones y revoluciones. La abuela de la autora nació en 1909, época en la que China era aún una sociedad feudal. Sus pies permanecieron vendados desde niña, y a los quince años de edad se convirtió en concubina de uno de los numerosos señores de la guerra.

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Había numerosos «enemigos de clase» que no habían sido ejecutados ni enviados a campos de trabajo, sino que habían permanecido bajo observación. Antes de la Revolución Cultural, a la policía sólo le estaba permitido proporcionar información acerca de ellos al personal autorizado. Dicha política, sin embargo, cambió. Xie Fuzhi, jefe de policía y uno de los vasallos de Mao, ordenó a sus hombres que entregaran a los «enemigos de clase» a la Guardia Roja y le informaran de aquellos crímenes que hubieran cometido, tales como intentar derrocar el Gobierno comunista.

A diferencia del tormento legal, la tortura había permanecido abolida hasta el comienzo de la Revolución Cultural. Ahora, Xie ordenó a sus policías «que no se sintieran limitados por las antiguas normas, independientemente de que éstas hubieran sido dictadas por las autoridades policiales o por el Estado». Tras anunciar que «Yo no estoy a favor de apalear a las personas hasta la muerte», añadió: «Sin embargo, si algunos [guardias rojos] detestan tanto a los enemigos de clase que desean su muerte, no hay necesidad de detenerles.»

El país se vio asolado por una ola de palizas y torturas, la mayor parte de las cuales tenían lugar durante los saqueos domiciliarios. Casi invariablemente, las familias eran obligadas a arrodillarse en el suelo y saludar a los guardias rojos con un kowtow, tras lo cual eran azotadas con los cinturones de cuero de los guardias rojos, rematados por hebillas de latón. Por fin, se afeitaba a todos sus miembros un lado de la cabeza, lo que se consideraba un humillante castigo conocido con el nombre de «cabeza yin y yang» debido a que recordaba el símbolo clásico chino del lado oscuro (yin) frente al lado iluminado (yang). La mayor parte de las pertenencias eran destrozadas o confiscadas.

En Pekín, donde la Autoridad de la Revolución Cultural podía incitar de cerca a los jóvenes, la situación fue incluso peor. Varios cines y teatros del centro fueron transformados en cámaras de tortura. Las víctimas eran arrastradas hasta ellos desde todas las zonas de Pekín, y los peatones evitaban pasar demasiado cerca, pues en las calles resonaban continuamente sus alaridos.

Los primeros grupos de guardias rojos se componían de hijos de altos funcionarios. Tan pronto como a éstos se unieron personas procedentes de otras categorías, algunos de los primeros ingeniaron el modo de conservar sus propios grupos especiales, tales como los denominados Piquetes. Mao y su camarilla adoptaron ciertos pasos calculados para incrementar su sensación de poder. En la segunda asamblea de masas de la Guardia Roja, Lin Biao apareció luciendo su brazalete, con lo que quería indicar que se sentía como uno de ellos. El 1 de octubre, Día Nacional, la señora Mao los nombró guardias de honor frente a la Puerta de la Paz Celeste de la plaza de Tiananmen. Como resultado, algunos de ellos desarrollaron una infame «teoría de la estirpe sanguínea» claramente resumida en la letra de una canción: «El hijo de un héroe siempre es un gran hombre; ¡un padre reaccionario no produce otra cosa que bastardos!» Armados con aquella «teoría», algunos hijos de altos oficiales se dedicaron a tiranizar e incluso torturar a aquellos jóvenes que tenían antecedentes «indeseables».

Mao permitió todo aquello con objeto de generar el clima de caos y terror que necesitaba. No se mostraba escrupuloso acerca de quiénes ejercían o sufrían la violencia. Aquellas primeras víctimas no eran su verdadero objetivo, y por otra parte Mao no apreciaba especialmente a su Guardia Roja ni tampoco confiaba en ella. Sencillamente, se limitaba a utilizarlos. Los vándalos y torturadores, por su parte, no siempre eran devotos de Mao sino que simplemente se dedicaban a disfrutar del permiso recibido para poner en práctica sus peores instintos.

Tan sólo una pequeña proporción de guardias rojos fue directamente responsable de actos de crueldad y violencia. Muchos pudieron evitar tomar parte en ella gracias a que la Guardia Roja era una organización aún tan desdibujada que no podía forzar físicamente a sus miembros a cometer atrocidades. De hecho, el propio Mao nunca ordenó a la Guardia Roja que matara, y sus instrucciones con referencia a los procedimientos violentos fueron siempre contradictorias. Uno podía admirar a Mao sin necesidad de cometer actos de maldad o violencia, y aquellos que gustaban de hacerlo podían, sencillamente, no echarle la culpa a él.

Sin embargo, el insidioso estímulo de Mao para la comisión de aquellas atrocidades era innegable. El 18 de agosto, con motivo del primero de una serie de ocho gigantescos mítines a los que, en total, asistieron trece millones de personas, el líder preguntó a una guardia roja cómo se llamaba. Cuando ésta respondió «Bin-bin», que significa «amable», Mao repuso en tono desaprobatorio, «Sé violenta» (yao-wu-ma). Mao rara vez hablaba en público, y aquella observación, ampliamente difundida, fue por supuesto aceptada como un evangelio. En el tercer mitin, celebrado el 15 de septiembre, en un momento en que la barbarie de la Guardia Roja se hallaba en su punto culminante, el portavoz oficial de Mao, Lin Biao, anunció situado junto al líder: «Soldados de la Guardia Roja: vuestras batallas siempre han seguido la dirección correcta. Habéis castigado como se merecían a los seguidores del capitalismo, a las autoridades burguesas reaccionarias, a las sanguijuelas y a los parásitos. ¡Habéis hecho lo correcto! ¡Y lo habéis hecho maravillosamente bien!» Al oír aquello, la multitud que llenaba la enorme plaza de Tiananmen prorrumpió en vítores histéricos, gritos ensordecedores de «Viva el presidente Mao», lágrimas incontrolables y juramentos de lealtad. Mao agitó la mano con ademán paternal, aumentando aún más el frenesí.

Mao controlaba a los guardias rojos de Pekín a través de su Autoridad de la Revolución Cultural, y posteriormente los envió a las provincias para instruir a los jóvenes locales acerca de lo que tenían que hacer. En Jinzhou, Manchuria, Yu-lin -hermano de mi abuela- y su esposa fueron apaleados y hubieron de exiliarse junto con sus dos hijos a una árida comarca del país. Yu-lin había caído bajo sospecha nada más llegar los comunistas por encontrarse en posesión de un carnet del servicio de inteligencia del Kuomintang, pero hasta entonces nada les había ocurrido a él ni a su familia. En aquella época, mis parientes no llegaron a enterarse de lo sucedido, ya que la gente evitaba intercambiar noticias. Tratándose de acusaciones tan voluntariosamente preparadas y consecuencias tan terribles, uno nunca sabía qué catástrofe podría abatir sobre sus corresponsales o éstos sobre él.

Los habitantes de Sichuan no podían imaginar el grado a que había llegado el terror en Pekín. En Sichuan se cometían menos fechorías, en parte porque los guardias rojos que allí había no habían sido directamente incitados por la Autoridad de la Revolución Cultural. Adicionalmente, la policía de Sichuan hacía oídos sordos a su ministro de Pekín, el señor Xie, y se negaba a entregar a los guardias rojos los «enemigos de clase» que mantenía bajo su control. No obstante, y al igual que en otras provincias del país, los guardias rojos de Sichuan terminaron por copiar las acciones de sus compañeros de Pekín. Se extendió por toda China un caos de características similares: un caos controlado. Los guardias rojos saqueaban las casas que se les autorizaba a asaltar, pero rara vez robaban de las tiendas. La mayor parte de los sectores, incluidos el comercio, los servicios postales y el transporte, funcionaban con normalidad.

En mi escuela se formó una organización de guardias rojos el 16 de agosto con la ayuda de algunos militantes procedentes de Pekín. Yo me había quedado en casa fingiendo estar enferma para así eludir las asambleas políticas y las terroríficas consignas, por lo que no me enteré de la creación del grupo hasta dos días después, cuando recibí una llamada telefónica en la que se reclamaba mi presencia para participar en la Gran Revolución Cultural del Proletariado. Cuando llegué a la escuela, advertí que muchos alumnos ostentaban orgullosamente brazaletes rojos inscritos con caracteres dorados en los que podían leerse las palabras guardia roja.

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