Jung Chang - Cisnes Salvajes
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En aquella época tenía catorce años de edad, sentía una aversión instintiva hacia toda actividad militante y no sabía qué escribir. Me asustaban las sobrecogedoras manchas de la tinta negra sobre las gigantescas hojas de papel que formaban los carteles y el lenguaje violento y extravagante que empleaban, proclamando cosas como «Aplastemos la cabeza de perro de fulano» o «Aniquilemos a mengano si no se rinde». Comencé a hacer novillos y a quedarme en casa, actitud que me reportó constantes críticas por «anteponer a la familia» durante las interminables asambleas que habían pasado a constituir la mayor parte de nuestra vida escolar. Yo odiaba aquellas reuniones, en las que me sentía acosada por una sensación de imprevisible peligro.
Un día, mi director delegado, el señor Kan, un hombre alegre y rebosante de energía, fue acusado de ser un seguidor del capitalismo y de proteger a los profesores condenados. Toda su labor en la escuela a lo largo de los años fue tachada de capitalista, incluida su dedicación a las obras de Mao, ya que había empleado menos horas en ella que en sus estudios académicos.
Similar conmoción me produjo ver al alegre secretario de la Liga Juvenil Comunista de la escuela, el señor Shan, acusado de ser anti-presidente Mao. El señor Shan era un hombre arrebatador cuya atención me había esforzado por atraer, ya que podría haberme ayudado a ingresar en la Liga Juvenil cuando alcanzara los quince años de edad mínima requerida para ello.
Hasta entonces, había estado impartiendo un curso de filosofía marxista a los jóvenes de dieciséis a dieciocho años de edad, a los que había encargado escribir ciertas redacciones. Posteriormente, había subrayado algunas partes de las mismas que consideró especialmente bien escritas, y sus alumnos habían unido aquellas partes desconectadas entre sí para formar un pasaje -evidentemente sin sentido- que los carteles proclamaron como anti-Mao. Años después, me enteré de que aquel método de fabricar acusaciones a base de unir arbitrariamente frases no relacionadas entre sí se remontaba nada menos que a 1955, año en que mi madre había sido detenida por los comunistas por primera vez. Ya entonces, algunos escritores se habían servido de él para atacar a sus colegas.
También algunos años después, el señor Shan me dijo que el verdadero motivo por el que tanto él como el tutor habían sido escogidos como víctimas era que no habían estado presentes en aquel momento, ocupados como estaban por su condición de miembros de otro grupo de trabajo. Ello los había convertido en chivos expiatorios sumamente propicios. El hecho de que no se llevaran bien con el director, quien había permanecido en su puesto, empeoraba las cosas. «De haber estado nosotros allí y él fuera, ese hijo de mala madre no hubiera sido capaz de subirse los pantalones de tanta mierda como iba a tener en ellos», me dijo el señor Shan en tono apesadumbrado.
El señor Kan -el director delegado- había sido un devoto miembro del Partido, y sintió que se le había tratado de un modo terriblemente injusto. Una tarde, escribió una nota de despedida y se cortó la garganta con una navaja. Su esposa, que ese día llegó a casa antes de lo habitual, lo trasladó a toda prisa al hospital. El equipo de trabajo procuró no divulgar la noticia de su intento de suicidio, ya que en un miembro del Partido se hubiera considerado un acto de traición, pues equivalía a una pérdida de fe en el Partido y a un intento de chantaje. Por todo ello, el desdichado no merecía compasión alguna. Los miembros del equipo, sin embargo, se sintieron nerviosos. Sabían muy bien que habían estado inventándose víctimas sin la menor justificación.
Cuando mi madre se enteró de lo ocurrido con el señor Kan, se echó a llorar. Le gustaba mucho aquel hombre, y sabía que siendo, como era, un hombre de inmenso optimismo debía de haberse visto sometido a una presión inhumana para actuar de aquel modo.
Mi madre se negó a dejarse arrastrar en su propia escuela por el impulso de crear víctimas del pánico. Sin embargo, los adolescentes del colegio, exaltados por los artículos del Diario del Pueblo, comenzaron a atacar a sus profesores. El Diario del Pueblo exhortaba a aplastar los sistemas de exámenes que (citando a Mao) «trataban a los alumnos como enemigos» y formaban parte de los nefastos designios de los «intelectuales burgueses», término que (citando una vez más a Mao) cabía aplicar a la mayoría de los profesores. El periódico denunciaba también a los «intelectuales burgueses» por envenenar las mentes de los jóvenes con basura capitalista en un intento de prepararlos para un futuro regreso del Kuomintang. «¡No podemos permitir que los intelectuales burgueses sigan dominando nuestras escuelas!», clamaba Mao.
Un día, cuando mi madre llegó al colegio a lomos de su bicicleta descubrió que los alumnos habían reunido al director, al supervisor académico, a los profesores graduados -los cuales, según la prensa oficial, debían ser considerados autoridades burguesas reaccionarias- y a todos los demás profesores que no les gustaban. A continuación, los habían encerrado en un aula y habían puesto un cartel en la puerta con las palabras «clase de los demonios». Los profesores se lo habían permitido debido al estado de estupefacción en el que la Revolución Cultural los había sumido: efectivamente, los alumnos parecían contar ahora con cierta clase de autoridad tan indefinida como inequívoca. Las instalaciones se llenaron de consignas gigantes extraídas en su mayor parte de los titulares del Diario del Pueblo.
Para llegar al aula, ahora convertida en prisión, mi madre hubo de atravesar una muchedumbre de alumnos. Algunos mostraban un aspecto feroz; otros parecían avergonzados; otros preocupados, y algunos dubitativos. Desde el momento de su llegada, otros alumnos habían comenzado a seguirla. Como líder del equipo de trabajo, en ella recaía la autoridad suprema, pues constituía la encarnación del Partido. Los alumnos la contemplaban en espera de órdenes. Una vez organizada su cárcel, ignoraban qué hacer a continuación.
Mi madre anunció enérgicamente que la «clase de los demonios» quedaba disuelta. Ello produjo cierto revuelo entre los alumnos, pero ninguno osó desafiar su orden. Algunos comenzaron a murmurar entre sí, pero guardaron silencio cuando mi madre les pidió que dijeran lo que tuvieran que decir en voz alta. A continuación, les dijo que era ilegal detener a alguien sin autorización, y que no debían maltratar a sus profesores, ya que éstos eran merecedores de su gratitud y respeto. La puerta del aula se abrió y los prisioneros fueron puestos en libertad.
Aquel modo de enfrentarse a la corriente que entonces imperaba constituyó un acto de notable valentía por parte de mi madre. Muchos otros equipos de trabajo se dedicaban a convertir en víctimas a personas completamente inocentes para así salvar su propia piel. De hecho, ella misma tenía más motivos de preocupación que la mayoría. Las autoridades provinciales habían castigado ya a numerosos chivos expiatorios, y mi padre tenía el poderoso presentimiento de que él habría de ser el siguiente. Un par de colegas suyos le habían comentado discretamente que en algunas de las organizaciones a su cargo la gente comenzaba a decir que convendría considerarle sospechoso.
Mis padres nunca nos decían nada de todo aquello a mis hermanos y a mí. El pudor que hasta entonces les había impedido hablar de política aún lograba evitar que nos abrieran su mente. Ahora, además, les resultaba aún más difícil hablar. La situación era tan complicada y confusa que ni siquiera ellos mismos la comprendían. ¿Qué podrían habernos dicho para que la entendiéramos nosotros? ¿Y de qué hubiera servido, en cualquier caso? Nadie podía hacer nada. Es más, la propia información resultaba peligrosa. Como resultado, mis hermanos y yo no nos hallábamos en absoluto preparados para la Revolución Cultural, aunque sí intuíamos vagamente la proximidad de una catástrofe.
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