Jung Chang - Cisnes Salvajes
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Aquellos autoexámenes y autocríticas constituían un rasgo fundamental de la China de Mao. Se nos decía que nos convertiríamos en personas nuevas y mejores, pero en realidad se trataba de una instrospección destinada al propósito de crear un pueblo desprovisto de pensamiento propio.
El aspecto religioso del culto a Mao no habría sido posible en una sociedad tradicionalmente seglar como China de no haberse obtenido impresionantes logros económicos. El país había experimentado una recuperación espectacular desde la época del hambre, y el nivel de vida mejoraba a pasos agigantados. Aunque en Chengdu aún existía racionamiento de arroz, abundaban la carne, los vegetales y las aves de corral. Frente a las tiendas se apilaban sobre la acera montañas de melones, calabazas y berenjenas debido a que en el interior ya no había lugar para almacenarlas. Aunque se dejaran allí durante la noche, no había casi nadie que se las llevara, y los comercios las vendían a un precio irrisorio. Los huevos, en otro tiempo tan preciados, se pudrían en enormes cestos: había demasiados. Apenas unos años antes había resultado difícil hallar un único melocotón, pero ahora el consumo de melocotones había sido promocionado como patriótico, y los funcionarios recorrían los domicilios de los ciudadanos e intentaban persuadirlos para que los adquirieran a un precio poco menos que simbólico.
Comenzaron a conocerse cierto número de historias optimistas que enardecieron notablemente el orgullo nacional. En octubre de 1964, China hizo detonar su primera bomba atómica, acontecimiento que fue ampliamente difundido y presentado como la demostración de sus avances científicos e industriales, especialmente en lo que se refería al «enfrentamiento con los matones imperialistas». La explosión de la bomba atómica coincidió con la caída de Kruschev, lo que parecía probar que Mao había estado en lo cierto una vez más. En 1964, Francia fue la primera nación occidental que otorgó a China un reconocimiento diplomático completo, y la ocasión fue recibida con delirio por la nación, que la consideró una victoria sobre los Estados Unidos, aún reacios a reconocer el legítimo lugar que el país ocupaba en el mundo.
Por si fuera poco, habían terminado las persecuciones políticas, y la gente gozaba de un relativo bienestar. Todo el mérito de ello recayó sobre Mao. Aunque los otros líderes de la nación sabían en qué había consistido la contribución de éste, el pueblo continuaba ignorándolo. Recuerdo haber escrito a lo largo de aquellos años apasionados elogios en los que agradecía a Mao todos sus éxitos y le juraba lealtad eterna.
En 1965 cumplí los trece años. La tarde del 1 de octubre -décimo sexto aniversario de la fundación de la República Popular – hubo un enorme despliegue de fuegos artificiales en la plaza central de Chengdu. En el costado norte de la plaza se abría una puerta que conducía a un antiguo palacio imperial recientemente restaurado a la grandeza que poseyera en el siglo III, época en la que la próspera ciudad amurallada de Chengdu había sido capital de reino. La puerta era muy similar a la Puerta de la Paz Celeste de Pekín -entonces entrada de la Ciudad Prohibida – si exceptuábamos su color, ya que tenía amplios tejados de tejas verdes que descansaban sobre muros grises. Bajo el tejado barnizado del pabellón se elevaban enormes pilares de secoya. Las balaustradas estaban construidas de mármol blanco. Tras ellas, mi familia y yo, acompañados por los altos dignatarios de Sichuan, ocupábamos un palco de observación y disfrutábamos del ambiente festivo en espera de que comenzaran los fuegos. En la plaza que se extendía frente a nosotros, cincuenta mil personas cantaban y bailaban.
¡Bang! ¡Bang! A pocos metros de nosotros se dio la señal para que comenzaran los fuegos artificiales y, de repente, el cielo se convirtió en un jardín de formas y colores espectaculares, un océano cuyas olas «de esplendor se sucedían sin descanso. La música y el ruido se elevaron desde el pie de la puerta imperial para unirse al espectáculo. Al cabo de un rato, el cielo permaneció claro unos segundos hasta que, de pronto, una súbita explosión desencadenó un magnífico abanico seguido por el despliegue de una inmensa y alargada red de sedosas ramificaciones. Tras extenderse en medio del firmamento oscilando suavemente con la brisa otoñal, las luces que la componían comenzaron a brillar mostrando la leyenda: «¡Larga vida a nuestro gran líder, el presidente Mao!»
Las lágrimas afloraron a mis ojos. «¡Qué afortunada! ¡Qué increíblemente afortunada soy de poder vivir en la era del gran Mao Zedong! -repetía para mí misma una y otra vez-. ¿Cómo pueden los niños de los países capitalistas continuar viviendo sin tener cerca al presidente Mao ni albergar la esperanza de verle algún día en persona?» Sentía deseos de hacer algo por ellos, de salvarles de su situación. Allí y entonces me juré solemnemente a mí misma que trabajaría sin descanso para construir una China más fuerte que pudiera apoyar una revolución mundial. También tendría que trabajar duramente para hacerme merecedora de ver al presidente Mao, objetivo que se convirtió en el propósito de mi vida.
15. «Destruid primero; la reconstrucción llegará por sí misma»
A comienzos de los años sesenta, y a pesar de todas las calamidades ocasionadas por Mao, éste era aún el líder supremo de China, idolatrado por la población. Sin embargo, dado que eran los pragmáticos quienes aún manejaban efectivamente las riendas del país, existía una relativa libertad artística y literaria. Tras una larga hibernación, surgieron numerosas obras teatrales, óperas, películas y novelas. Ninguna de ellas atacaba abiertamente al Partido, y era rara la ocasión en que versaban acerca de temas contemporáneos. En aquella época, Mao se mostraba a la defensiva, y comenzó a recurrir cada vez más a su esposa, Jiang Qing, quien había sido actriz durante la década de los treinta. Ambos decidieron que los temas históricos estaban siendo utilizados para transmitir insinuaciones en contra del régimen y del propio Mao.
En China existía una poderosa tradición de emplear alusiones históricas como voz de la oposición, y algunas de ellas, aparentemente esotéricas, eran inequívocamente comprendidas como referencias disfrazadas a la época actual. En abril de 1963 Mao prohibió todas las «obras de fantasmas», un género rico en antiguos relatos de venganza por parte de los espíritus de las víctimas hacia aquellos que las habían perseguido. Para Mao, aquellos vengadores fantasmales aparecían incómodamente cercanos a los enemigos de clase que habían sucumbido bajo su mandato.
A continuación, los Mao dedicaron su atención a otro género, el de las «obras del Mandarín Ming», cuyo protagonista era Hai Rui, un mandarín de la dinastía Ming (1368-1644). Considerado una célebre personificación de la valentía y la justicia, el mandarín Ming protestaba ante el Emperador en nombre del atribulado pueblo llano aun a riesgo de su propia vida, tras lo cual era destituido y condenado al exilio. Los Mao sospechaban que el mandarín Ming estaba siendo utilizado para representar al mariscal Peng Dehuai, antiguo ministro de Defensa que en 1959 había denunciado la catastrófica política de Mao que había causado la penuria en todo el país. Casi inmediatamente después de su destitución, se había producido un notable resurgimiento del género del mandarín Ming. La señora Mao intentó suprimir las obras, pero tanto los escritores como los ministros de las artes hicieron oídos sordos a su requisitoria.
En 1964, Mao redactó una lista de treinta y nueve artistas, escritores e intelectuales que serían denunciados. Los calificó de autoridades burguesas y reaccionarias, estableciendo así una nueva categoría de enemigos de clase. Entre los nombres más prominentes de la lista destacaban Wu Han, un célebre dramaturgo del género del mandarín Ming, y el profesor Ma Yin-chu, quien había sido el primer economista de prestigio que recomendara la práctica del control de natalidad, motivo por el que ya en 1957 había sido tachado de derechista. Desde entonces, Mao se había dado cuenta de la necesidad del control de natalidad, pero guardaba rencor al profesor Ma por ponerle en evidencia demostrando que estaba equivocado.
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