Jung Chang - Cisnes Salvajes
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Una cuestión constantemente repetida era que no debíamos permitir que China cambiara de color o, en otras palabras, que sustituyera el comunismo por el capitalismo. La ruptura entre China y la Unión Soviética, que en un principio se había mantenido en secreto, había salido a la luz a comienzos de 1963. Se nos había dicho que desde el ascenso de Kruschev al poder tras la muerte de Stalin en 1953, la Unión Soviética se había rendido al capitalismo internacional, y que los niños de Rusia habían sido arrojados de nuevo al sufrimiento y la miseria que habían sufrido antaño los niños chinos bajo la dominación del Kuomintang. Un día, tras advertirnos por enésima vez de la maldad del camino emprendido por Rusia, nuestro profesor de política dijo: «Si no tenéis cuidado,vuestro país irá cambiando gradualmente de color. Primero pasará de un rojo intenso a un rojo apagado; luego, al gris y, por fin, al negro.» Ocurría que en Sichuan la expresión «rojo apagado» se pronunciaba exactamente igual que mi nombre (er-hong). Al oírla, mis compañeras de clase dejaron escapar risas disimuladas, y pude observar que me lanzaban miradas furtivas. Decidí que debía librarme inmediatamente de aquel nombre, y aquella misma noche rogué a mi padre que me diera otro. Él sugirió Zhang, apelativo que significaba al mismo tiempo «prosa» y «mayoría de edad precoz» y con el que pretendía expresar su deseo de que me convirtiera en una buena escritora a edad temprana. Lo rechacé. Le dije que quería algo que sonara a militar. Muchas de mis amigas se habían cambiado el nombre para incorporar vocablos referentes al ejército y a los soldados. La elección de mi padre fue un reflejo de su erudición clásica. Mi nuevo nombre, Jung (pronunciado «Yung»), era una palabra antigua y recóndita que significaba «asuntos militares» y que tan sólo aparecía en la poesía clásica y en unas pocas frases ya anticuadas. Evocaba una imagen de remotas batallas libradas entre caballeros con relucientes armaduras equipados con lanzas de borlas y relinchantes corceles. Cuando me presenté en la escuela con mi nuevo nombre, hubo incluso algunos profesores que se mostraron incapaces de reconocer el carácter
Para entonces, Mao había pedido al país que abandonara las enseñanzas de Lei Feng para aprender fundamentalmente del Ejército. Bajo el mandato del ministro de Defensa Lin Biao, sucesor del mariscal Peng Dehuai en 1959, el Ejército se había convertido en el pionero del culto a Mao. El líder deseaba asimismo regimentar aún más la nación. Acababa de escribir un poema ampliamente difundido en el que exhortaba a las mujeres a abandonar su feminidad y vestir el uniforme. Se nos dijo que los norteamericanos estaban esperando una oportunidad para invadirnos y reinstaurar el Kuomintang, y que para derrotarlos Lei Feng se había entrenado día y noche para superar su debilidad física y convertirse en un campeón en el lanzamiento de granadas. De pronto, el entrenamiento físico adquirió una importancia vital. Todos comenzaron compulsivamente a correr, nadar, practicar el salto de altura, hacer barras paralelas, practicar el tiro al blanco y arrojar granadas de mano simuladas con trozos de madera. Además de las dos horas semanales dedicadas a la práctica de los deportes, se decretó la obligatoriedad para este fin de un período diario de cuarenta y cinco minutos después de las horas de clase.
Yo siempre había sido un desastre para los deportes, y los odiaba todos con excepción del tenis. Hasta entonces no me había importado, pero ahora la cuestión había adquirido connotaciones políticas, con consignas tales como: «Desarrollemos la fortaleza física para la defensa de la madre patria.» Desgraciadamente, aquella insistencia no hizo sino aumentar mi aversión por ellos. Cuando intentaba nadar, siempre me asaltaba la imagen mental de estar siendo perseguida por invasores norteamericanos hasta la orilla de un río turbulento. Como no sabía nadar bien, sólo podía elegir entre ahogarme o dejarme capturar y torturar por los norteamericanos. El temor me producía frecuentes calambres en el agua, y un día creí ahogarme en aquella piscina. A pesar de las horas de natación obligatorias que había cada semana durante el verano, no logré aprender a nadar durante el tiempo que viví en China.
La práctica en arrojar granadas de mano se consideraba asimismo sumamente importante por motivos evidentes, pero yo siempre era la última de la clase. Tan sólo lograba arrojar las granadas de madera con las que practicábamos a una distancia de unos pocos metros. Sabía que mis compañeros de clase debían de poner en duda la fuerza de mi decisión para combatir a los imperialistas estadounidenses. Un día, durante nuestra asamblea política semanal, alguien comentó mi constante incompetencia en el lanzamiento de granadas de mano. Podía sentir los ojos de toda la clase taladrándome como agujas, como diciendo: «¡No eres más que una lacaya de los norteamericanos!» A la mañana siguiente, me retiré hasta un rincón del campo de deportes y me situé con los brazos extendidos sosteniendo un ladrillo en cada mano. En el diario de Lei Feng -que había llegado a saberme de memoria- había leído que así era como el héroe había endurecido sus músculos para el lanzamiento de granadas. Al cabo de pocos días, tenía los brazos hinchados y enrojecidos, y me rendí. A partir de entonces, cada vez que alguien me alargaba el pedazo de madera que hacía las veces de granada, me ponía tan nerviosa que me acometía un temblor incontrolado.
Un día, en 1965, se nos ordenó inesperadamente salir y arrancar toda la hierba de los jardines. Mao había dicho que la hierba, las flores y los animales domésticos constituían hábitos burgueses que había que eliminar. Los jardines de la escuela poseían un tipo de hierba que nunca he visto crecer fuera de China. Su nombre chino significa «ligada al suelo». Sus hojas se extienden sobre la dura superficie y esparcen miles de raíces que perforan el terreno como garras de acero. Una vez bajo tierra, se abren y producen aún más raíces que se diseminan en todas direcciones. Al cabo de poco tiempo han generado dos entramados, uno superficial y otro subterráneo, cuyos brazos se entrelazan y aferran a la tierra como alambres anudados de metal que hubieran sido clavados al terreno. A menudo, las víctimas eran mis propios dedos, que siempre terminaban acribillados por largos y profundos cortes. Sólo cuando las atacábamos con azadas y palas algunas de las raíces se decidían a ceder a regañadientes. Sin embargo, cualquier resto que quedara atrás volvía triunfalmente a la carga con el más leve aumento de la temperatura o incluso con una leve llovizna, lo que nos obligaba a reanudar la batalla.
Resultaba mucho más fácil enfrentarse a las flores, pero fue mucho más difícil erradicarlas, ya que nadie quería hacerlo. Mao ya había atacado las flores y la hierba en varias ocasiones, diciendo que debían ser sustituidas por coles y algodón. Hasta ahora, sin embargo, no había conseguido ejercer la presión suficiente como para lograr que se pusiera en práctica su orden, y ello tan sólo hasta cierto punto. La gente amaba sus plantas, y algunos macizos de flores pudieron sobrevivir a la campaña de Mao.
Aunque la desaparición de tan hermosas plantas me apenaba profundamente, no experimentaba rencor hacia Mao. Por el contrario, me odiaba a mí misma por alimentar pensamientos tristes. Para entonces, la «autocrítica» ya se había convertido en mí en un hábito, y me reprochaba automáticamente cualquier instinto contrario a las instrucciones de Mao. De hecho, tales sentimientos me atemorizaban. Comentarlos con alguien era algo que estaba fuera de toda cuestión, por lo que intentaba suprimirlos y adquirir una filosofía correcta. Vivía en un estado de autoacusación permanente.
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