Jung Chang - Cisnes Salvajes
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No se nos dijo que el hermano de aquel terrateniente supuestamente inhumano era para entonces ministro del Gobierno en Pekín, cargo que había obtenido como premio por rendir Chengdu a los comunistas en 1949. A lo largo de todo aquel recorrido de instrucción acerca de los «días de aniquilación del Kuomintang», se nos recordaba una y otra vez que debíamos estar agradecidos a Mao.
El culto a Mao constituía un proceso paralelo a la manipulación de los tristes recuerdos que la gente conservaba de su pasado. Los enemigos de clase eran presentados como crueles malhechores que querían arrastrar de nuevo a China a la época del Kuomintang, lo que significaría que los niños perderíamos nuestras escuelas, nuestro calzado de invierno y nuestros alimentos. A ello se debía que hubiera que aplastar a tales enemigos, decían, añadiendo que Chiang Kai-shek, en un intento por regresar al poder, había lanzado un ataque sobre el continente en 1962, durante el «período difícil» (eufemismo con el que el régimen se refería a la hambruna).
A pesar de toda aquella charla y actividad, los enemigos de clase continuaron siendo para mí y para gran parte de los miembros de mi generación poco más que unas sombras oscuras e irreales. Pertenecían al pasado, estaban demasiado lejanos. Mao no había logrado proporcionarlesun aspecto material cotidiano y, paradójicamente, uno de los motivos de ello era lo concienzudamente que había borrado el pasado. No obstante, lograron que anidara en nosotros la expectación de cierta figura enemiga.
Al mismo tiempo, Mao esparcía la semilla de su propia deificación, y tanto mis contemporáneos como yo nos vimos inevitablemente inmersos en aquel tosco pero eficaz adoctrinamiento, que funcionaba en parte debido a que Mao se aseguró hábilmente de adjudicarse personalmente la autoridad moral: del mismo modo que el hecho de mostrarse implacable con los enemigos de clase se presentaba como una muestra de lealtad al pueblo, la sumisión total al líder se disfrazaba con el engañoso manto del altruismo. Resultaba muy difícil penetrar en aquella retórica, especialmente cuando no existía un punto de vista alternativo por parte de la población adulta. De hecho, los adultos aunaban sus esfuerzos en el desarrollo del culto a Mao.
Durante dos mil años, China había contado con una figura imperial que encarnaba simultáneamente el poder del Estado y la autoridad espiritual. En China, los sentimientos religiosos que los habitantes de otras partes del mundo experimentan hacia su dios siempre han estado dirigidos hacia el Emperador, y mis padres, al igual que cientos de millones de chinos, se hallaban bajo la influencia de dicha tradición.
Mao reforzó su imagen divina rodeándose de misterio. Siempre aparecía como una figura remota y situada fuera del alcance de los humanos. Evitaba la radio, y entonces no existía televisión. A excepción de los miembros de su corte, pocas personas tenían contacto alguno con él. Incluso sus colegas de las altas esferas tan sólo le veían durante audiencias formales. Desde la época de Yan'an, mi padre sólo le había visto en una ocasión, y aun entonces había sido en el curso de una asamblea multitudinaria. Mi madre sólo le vio una vez en su vida, cuando el Presidente viajó a Chengdu en 1958 y reunió a todos los funcionarios de nivel superior al 18 para fotografiarse en grupo con ellos. Tras el fiasco del Gran Salto Adelante había desaparecido casi por completo.
Mao, el emperador, encajaba con uno de los modelos de la historia china: era el líder de una rebelión campesina a nivel nacional que barría una dinastía podrida y se convertía en un sabio y nuevo emperador dotado de autoridad absoluta. En cierto modo, podía decirse que Mao se había ganado a pulso su categoría de dios-emperador. Era, efectivamente, quien había logrado poner término a la guerra civil y traer la paz y la estabilidad, algo que los chinos siempre habían anhelado hasta el punto de que decían que «es preferible ser un perro en tiempo de paz que un ser humano en tiempo de guerra». Con Mao, China se había convertido en una potencia que inspiraba el respeto del resto del mundo, y numerosos chinos dejaron de sentirse avergonzados y humillados de su nacionalidad, lo que significó mucho para ellos. En realidad, Mao había devuelto a China a los días del Imperio Medio y, ayudado por los Estados Unidos, la había aislado del mundo. Logró que los chinos volvieran a sentirse importantes y superiores a base de cegarles frente a la realidad del mundo exterior. A pesar de todo, el orgullo nacionalista era tan importante para los chinos que gran parte de la población se sintió sinceramente agradecida a Mao, y no encontró ofensivo el culto a su personalidad, especialmente al principio. La casi absoluta falta de acceso a información alguna y el constante suministro de desinformación implicaban que los chinos no tenían modo de establecer diferencia alguna entre los éxitos y los fracasos de Mao, ni tampoco de identificar el mérito relativo que correspondía a Mao y al resto de sus líderes en los logros comunistas.
El miedo siempre estuvo presente en la edificación del culto a Mao. Muchas personas se habían visto reducidas a un estado tal que ya no se atrevían siquiera a pensar por temor a que fueran a escapárseles involuntariamente sus reflexiones. Incluso entre aquellos que acariciaban ideas poco ortodoxas, había pocos que hicieran mención de ello a sus hijos, ya que éstos podrían revelar algo a otros niños y buscar con ello su propia ruina y la de sus padres. Durante los años del «Aprendamos de Lei-feng», se le metía en la cabeza a los niños que su primera y única lealtad debía ser hacia Mao. Una canción popular rezaba: «Tu padre está próximo, tu madre está próxima, pero a nadie tienes tan próximo como al presidente Mao.» Se nos adiestraba para contemplar como enemigo a cualquier persona -incluidos nuestros padres- que no se mostrara totalmente leal a Mao. Numerosos padres animaban a sus hijos a que crecieran aprendiendo a ser conformistas, ya que ello constituía el mejor modo de asegurar su futuro.
La autocensura cubría incluso la información básica. Yo jamás oí hablar de Yu-lin ni del resto de los parientes de mi abuela. Tampoco se me habló de la detención de mi madre en 1955 ni de la época del hambre; de hecho, no se me habló de nada que pudiera hacer anidar en mí una semilla de duda acerca del régimen o de Mao. Al igual que la práctica totalidad de los progenitores chinos, mis padres nunca dijeron ante sus hijos nada que se apartara de la ortodoxia.
En 1965, mi propósito de Año Nuevo fue que obedecería a mi abuela, lo que constituye un modo tradicional chino de hacer votos por una buena conducta. Mi padre meneó la cabeza: «No deberías decir eso. Deberías decir tan sólo “Obedezco al presidente Mao”.»
El día de mi décimo tercer aniversario -en marzo de aquel mismo año- el regalo de mi padre no fue uno de los habituales libros de ciencia-ficción, sino un volumen que contenía las cuatro obras filosóficas de Mao.
Tan sólo un adulto me dijo en cierta ocasión algo opuesto a la propaganda oficial, y fue la madrastra de Deng Xiaoping, quien pasaba algunas temporadas en el bloque de apartamentos contiguo al nuestro en compañía de su hija, empleada del Gobierno provincial. Le gustaban los niños, y yo acudía con frecuencia a su apartamento. Cuando mis amigas y yo cortábamos flores y plantas del jardín del complejo o robábamos pepinillos en vinagre de la cantina, nunca los llevábamos a casa por miedo a que nos regañaran sino que llevábamos nuestro botín a su apartamento y ella nos los lavaba y freía. Todo ello resultaba doblemente emocionante debido a que sabíamos que estábamos consumiendo un producto ilícito. Para entonces contaba unos setenta años de edad, aunque con sus diminutos pies y su rostro amable y suave, a la vez que enérgico, parecía mucho más joven. Llevaba siempre una chaqueta gris de algodón y unos zapatos de algodón negro que confeccionaba personalmente. Era una mujer apacible, y nos otorgaba un trato de absoluta camaradería. A mí me encantaba sentarme en su cocina a charlar con ella. En cierta ocasión -tendría yo entonces trece años- acudí directamente a ella después de una emotiva sesión de «memoria de la amargura». En aquel momento me sentía llena de compasión hacia cualquiera que hubiera tenido que vivir bajo el Kuomintang, y dije:
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