Jung Chang - Cisnes Salvajes

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Una abuela, una madre, una hija. A lo largo de esta saga, tan verídica como espeluznante, tres mujeres luchan por sobrevivir en una China sometida a guerras, invasiones y revoluciones. La abuela de la autora nació en 1909, época en la que China era aún una sociedad feudal. Sus pies permanecieron vendados desde niña, y a los quince años de edad se convirtió en concubina de uno de los numerosos señores de la guerra.

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Mi padre fue siempre sumamente severo con nosotros, lo que constituía un constante motivo de tensión para él, tanto frente a la abuela como frente a nosotros mismos. En 1965, una de las hijas del príncipe Sihanuk de Camboya vino a Chengdu a presentar un espectáculo de danza. Tal acontecimiento representaba una novedad especial para una sociedad entonces prácticamente aislada. Yo me moría de ganas de acudir al ballet. En consideración al puesto que ocupaba, mi padre recibía gratuitamente las mejores entradas para todos los estrenos, y frecuentemente me llevaba con él. Aquella vez, por algún motivo, no iba a poder acudir. Me dio una entrada, pero me dijo que se la cambiara a alguien de las localidades posteriores para que nadie me viera en el mejor sitio.

Aquella tarde me situé junto a la entrada del teatro sosteniendo la entrada en la mano mientras la multitud entraba en el local. De hecho, todos contaban con entradas gratuitas de calidad equivalente a su rango. Transcurrió así un cuarto de hora largo, y yo aún seguía junto a la puerta. Me daba demasiada vergüenza pedirle a nadie que me las cambiara. Por fin, fue disminuyendo el número de personas que entraban, y la función estaba ya a punto de comenzar. Me encontraba al borde de las lágrimas, y deseando haber nacido con un padre distinto. En ese momento, vi a un joven funcionario del departamento de mi padre. Haciendo acopio de todo mi valor, le tiré por detrás del borde de la chaqueta. El muchacho sonrió e inmediatamente aceptó cederme su localidad, situada al fondo de la sala. No se mostró sorprendido. En el complejo en que habitábamos, la severidad de mi padre para con sus hijos era ya legendaria.

Con motivo del Año Nuevo chino de 1965 se organizó una representación especial destinada a los profesores. Aquella vez, mi padre acudió a ella conmigo pero, en lugar de permitirme que me sentara a su lado, cambió mi entrada por otra situada asimismo al fondo. Dijo que no era correcto que yo me sentara delante de los profesores. Desde donde estaba, apenas podía ver el escenario, lo que me hizo sentir profundamente desdichada. Más tarde, me enteré por los profesores hasta qué punto habían apreciado aquella deferencia de mi padre, pues se habían sentido irritados al ver a los hijos de otros altos funcionarios ocupando los asientos delanteros con una actitud que se les había antojado irrespetuosa.

La historia de China se hallaba impregnada de una tradición según la cual los hijos de los funcionarios solían ser arrogantes y abusaban de sus privilegios, lo que era motivo de resentimiento general. En cierta ocasión, uno de los nuevos guardias del complejo no reconoció a una adolescente que vivía allí y se negó a dejarla entrar. Ella se puso a gritar y le golpeó con su cartera. Algunos niños tenían la costumbre de dirigirse a los cocineros, los chóferes y el resto del personal en tono maleducado e imperioso. Los llamaban por sus nombres, cosa que un menor jamás debe hacer en China, ya que se considera algo en extremo irrespetuoso. Nunca olvidaré la expresión dolorida de los ojos del cocinero de nuestra cantina cuando el hijo de uno de los colegas de mi padre le devolvió un plato de comida y, tras gritarle su nombre a la cara, le dijo que no estaba buena. Aquello hirió profundamente al cocinero, pero no dijo nada. No quería disgustar al padre del muchacho. Algunos padres no hacían nada por evitar aquel tipo de conductas, pero mi padre estaba indignado. A menudo, decía: «Estos funcionarios no tienen nada de comunistas.»

Mis padres consideraban sumamente importante que sus hijos aprendieran a comportarse de modo cortés y respetuoso con todo el mundo. Nos dirigíamos a los empleados aplicándoles el tratamiento de «Tío» o «Tía» y, a continuación, su nombre, lo que tradicionalmente se consideraba la forma educada en que los menores debían dirigirse a los adultos. Cuando habíamos terminado de comer, siempre llevábamos personalmente los cuencos y los palillos sucios a la cocina. Mi padre decía que debíamos hacerlo como muestra de cortesía hacia los cocineros, quienes, de otro modo, se verían obligados a recoger la mesa ellos mismos. Aquellos pequeños detalles lograron que nos granjeáramos el profundo afecto de los empleados del complejo. Si llegábamos tarde, los cocineros nos reservaban algo de comida caliente. Los jardineros nos obsequiaban con flores y frutas, y el chófer no tenía inconveniente alguno en dar un rodeo para recogerme y dejarme en casa, si bien -claro está- a espaldas de mi padre, quien jamás me hubiera permitido utilizar el automóvil sin estar él presente.

Nuestro moderno apartamento estaba en el tercer piso, y nuestro balcón daba a una estrecha callejuela adoquinada y llena de barro que rodeaba el muro del complejo. Uno de los costados de la calle estaba formado por la muralla de piedra que abrigaba el complejo, mientras que el otro consistía en una hilera de delgadas casas de madera de una sola planta que no representaban sino la vivienda típica de las familias pobres de Chengdu. Aquellas casas tenían suelos de barro y carecían de agua corriente e instalaciones sanitarias. Sus fachadas estaban construidas de tablones verticales, dos de los cuales se utilizaban a modo de puerta. La habitación principal daba directamente a otra estancia que, a su vez, conducía a una tercera, y así sucesivamente, de tal modo que todas aquellas habitaciones formaban la casa. La habitación del fondo se abría a otra calle. Dado que los muros laterales eran compartidos con las casas de los vecinos, se trataba de casas desprovistas de ventanas. Sus habitantes tenían que dejar abiertas ambas puertas para dejar pasar la luz y el aire. A menudo, especialmente en los veranos más calurosos, solían sentarse en la estrecha acera para leer, coser o charlar. Desde allí podían contemplar los amplios balcones de nuestros apartamentos y sus brillantes ventanales de cristal. Mi padre decía que no debíamos ofender los sentimientos de las personas que vivían en la callejuela y, en consecuencia, nos prohibía jugar en el balcón.

En las tardes de verano, los niños de las cabañas del callejón solían recorrerlo esparciendo incienso antimosquitos. Para ello, solían canturrear un soniquete con el que pregonaban su actividad, y mis lecturas vespertinas solían verse acompañadas de aquellas melodías tristes y monótonas. Mi padre no cesaba de recordarme que el hecho de poder estudiar en una estancia amplia y fresca, dotada de un suelo de tarima y de una ventana con mosquitera constituía un enorme privilegio. «No debes pensar que eres superior a ellos -decía-. Sencillamente, tienes la suerte de vivir aquí. ¿Sabes para qué necesitábamos el comunismo? Para que todo el mundo pueda vivir en casas tan buenas como la nuestra e incluso mejores.»

Mi padre decía aquellas cosas tan a menudo que crecí avergonzada de los privilegios que disfrutaba. Algunas veces, los muchachos que vivían en el complejo se asomaban a sus balcones y remedaban la melodía que cantaban aquellos jóvenes desharrapados, lo que a mí me avergonzaba profundamente. Siempre que salía con mi padre en coche, me sentía turbada cada vez que el chófer tocaba la bocina para abrirse camino entre la multitud. Si la gente intentaba mirar el interior del coche, me hundía en el asiento para evitar sus ojos.

En los comienzos de la adolescencia, tenía fama de ser una muchacha sumamente formal. Me gustaba estar sola y me gustaba pensar, a menudo, sobre aquellas cuestiones morales que más me confundían. Me había vuelto bastante escéptica en lo que se refería a juegos, atracciones y diversiones con otros niños, y rara vez cotilleaba con mis amigas. Aunque era un personaje sociable y popular, siempre parecía existir cierta distancia que me separaba de los demás. En China, la gente entabla relación con relativa facilidad, especialmente cuando se trata de mujeres. Yo, sin embargo, había preferido la soledad desde niña.

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