Jung Chang - Cisnes Salvajes

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Una abuela, una madre, una hija. A lo largo de esta saga, tan verídica como espeluznante, tres mujeres luchan por sobrevivir en una China sometida a guerras, invasiones y revoluciones. La abuela de la autora nació en 1909, época en la que China era aún una sociedad feudal. Sus pies permanecieron vendados desde niña, y a los quince años de edad se convirtió en concubina de uno de los numerosos señores de la guerra.

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De niña, Xiao-hong era sumamente terca. Por algún motivo, siempre se negó a viajar y a asistir a proyecciones de cine u obras de teatro. Asimismo, había montones de cosas que le disgustaba comer: ponía el grito en el cielo cada vez que le servían leche o carne de vaca o de cordero. Yo, de pequeña, solía seguir su ejemplo, lo que hizo que me perdiera numerosas películas y gran variedad de deliciosos alimentos.

Yo tenía un carácter muy distinto al suyo, y la gente comenzó a calificarme de muchacha sensible y prudente (dong-shi) mucho antes de que alcanzara la adolescencia. Mis padres jamás me pusieron la mano encima ni tuvieron que hablarme con severidad. Incluso las leves críticas que me hacían eran pronunciadas en tono extremadamente delicado, como si fuera una persona adulta a la que resultara fácil herir. Me proporcionaron mucho afecto, sobre todo mi padre, quien siempre me llevaba consigo a dar su paseo de sobremesa y a menudo contaba con mi compañía cuando tenía que ir a visitar a algún amigo. La mayoría de sus amigos íntimos eran revolucionarios veteranos tan inteligentes como capaces, pero todos parecían tener algún fallo en su pasado a los ojos del Partido, por lo que se les habían asignado cargos de menor importancia. Uno de ellos había pertenecido a una rama del Ejército Rojo a las órdenes de Zhang Guo-tao, uno de los rivales de Mao. Otro era un donjuán cuya esposa -una funcionaría del Partido a quien mi padre siempre había intentado evitar- era de una severidad insufrible. Yo lo pasaba bien en aquellas reuniones de adultos, pero nada me gustaba tanto como que me dejaran sola con mis libros, a los que dedicaba el día entero durante mis vacaciones escolares sin dejar en ningún momento de roerme las puntas de los cabellos mientras leía. Además de la literatura y de algunos poemas clásicos razonablemente sencillos, me encantaban la ciencia-ficción y los relatos de aventuras. Recuerdo un libro sobre un hombre que, creo, pasaba unos días en otro planeta y regresaba a la Tierra en el siglo veintiuno para descubrir que todo había cambiado desde su partida. La gente se nutría con cápsulas alimenticias, viajaba en aerodeslizadores y tenía teléfonos con pantallas de vídeo. Yo entonces anhelaba poder vivir en el siglo XXI y disponer de todos aquellos aparatos mágicos.

Mi niñez transcurrió como una carrera hacia el futuro en la que yo me apresuraba por convertirme en adulta y soñaba despierta constantemente en lo que haría cuando fuera mayor. Desde el mismo momento en que aprendí a leer y a escribir, preferí aquellos libros en los que la narración predominaba sobre las imágenes. Mi impaciencia se manifestaba en todos los aspectos: si tenía un caramelo, nunca lo chupaba, sino que rápidamente lo mordía y lo masticaba. Masticaba hasta las pastillas para la tos.

Mis hermanos y yo nos llevábamos sorprendentemente bien. Tradicionalmente, los niños y las niñas rara vez jugaban juntos, pero los cuatro éramos buenos amigos y nos cuidábamos los unos a los otros. Apenas existían entre nosotros celos o competitividad, y rara vez nos peleábamos. Siempre que mi hermana me veía llorando, rompía también ella en lágrimas. No le importaba escuchar las alabanzas que me dedicaba la gente. Todo el mundo comentaba la espléndida relación que llevábamos, y los padres de otros niños no cesaban de preguntar a mis padres cómo se las habían arreglado para conseguirlo.

Entre mis hermanos, mis padres y mi abuela, se había creado una afectuosa atmósfera familiar. Nunca asistíamos a las peleas de mis padres, sino tan sólo a sus momentos de ternura. Mi madre nunca nos dejaba percibir el desencanto que a veces experimentaba con mi padre. Tras la época del hambre, mis padres -al igual que la mayoría de los funcionarios- no se mostraron tan apasionadamente entregados a su trabajo como lo habían estado durante la década de los cincuenta. La vida familiar adquirió una mayor preponderancia, y su disfrute ya no se equiparaba con la deslealtad. Mi padre, superada ya la cuarentena, se volvió más apacible y estrechó sus lazos con mi madre. Ambos pasaban cada vez más tiempo juntos, y a medida que crecía pude advertir muestras inequívocas del amor que ambos se profesaban.

Un día oí a mi padre comentar con mi madre un piropo dedicado a ésta por uno de sus colegas cuya esposa tenía fama de ser una belleza. «Somos ambos afortunados por tener esposas tan excepcionales -había dicho a mi padre-. Mira a tu alrededor: destacan entre todas las demás.» Mi padre sonreía mientras recordaba la escena con mal disimulado orgullo. «Yo, claro está, sonreí cortésmente -dijo-, pero lo que en realidad pensaba era, ¿cómo puedes comparar a tu mujer con la mía? ¡Mi mujer es única en su género!»

En cierta ocasión, mi padre partió en un viaje de turismo de tres semanas en el que habría de acompañar a los distintos directores de los departamentos de Asuntos Públicos de China por todo el país. Durante toda su carrera jamás se había organizado un viaje semejante, y se suponía que había de considerarse un privilegio especial. El grupo, acompañado por un fotógrafo encargado de obtener las imágenes del viaje, disfrutaría durante todo el trayecto del tratamiento reservado a las personalidades. Mi padre, sin embargo, no dejaba de mostrarse inquieto. A comienzos de la tercera semana, cuando el grupo ya había alcanzado Shanghai, añoraba tanto su hogar que dijo que no se encontraba bien y regresó en avión a Chengdu. A partir de entonces, mi madre no dejó de llamarle «viejo tonto». «Tu casa no iba a desaparecer, y yo tampoco. Al menos, no en una semana. ¡Qué oportunidad desperdiciada para habértelo pasado bien!» Cada vez que la oía decir eso, no podía evitar la sensación de que en realidad le había complacido considerablemente la «tonta nostalgia» de mi padre.

En la relación de mis padres con sus hijos parecían imperar dos factores sobre todos los demás: el primero era nuestra educación académica. Por muy preocupados que estuvieran por sus propios trabajos, siempre revisaban los deberes del colegio con nosotros. Permanecían en constante contacto con nuestros profesores, y grabaron a fuego en nuestras mentes que debíamos hacer del éxito académico el principal objetivo de nuestras vidas. Su grado de intervención en nuestros estudios aumentó después de la época del hambre, ya que contaban con más tiempo libre. Casi todas las tardes se turnaban para darnos clases particulares.

Mi madre era nuestra profesora de matemáticas, y mi padre se encargaba de enseñarnos lengua y literatura chinas. Aquellas tardes constituían para nosotros ocasiones solemnes en las que se nos permitía leer los libros de mi padre en su despacho, revestido desde el suelo hasta el techo de gruesos tomos de tapa dura y clásicos chinos encuadernados a mano. Antes de tocar las páginas de aquellos libros debíamos lavarnos las manos. Leíamos a Lu Xun, el gran escritor chino contemporáneo, así como poemas de la edad dorada de la poesía china que se consideraban difíciles incluso para los adultos.

La atención que nuestros padres prestaban a nuestros estudios era sólo comparable a su preocupación por nuestra educación ética. Mi padre quería que nos convirtiéramos en ciudadanos honorables y de principios, ya que lo consideraba un aspecto fundamental de la revolución comunista. De acuerdo con la tradición china, bautizó a cada uno de mis hermanos con un nombre que representaba sus ideales: Zhi, que significa «honesto», para Jin-ming; Pu, esto es, «modesto», para Xiao-hei; y Fang o «incorruptible» como parte del nombre de Xiao-fang. Mi padre creía que tales cualidades eran las que habían escaseado en la antigua China y las que los comunistas estaban llamados a restaurar. La corrupción había contribuido especialmente a desangrar la antigua China. En cierta ocasión, reprendió a Jin-ming por fabricar un avión de papel sirviéndose para ello de una hoja oficial de su departamento. Cada vez que queríamos utilizar el teléfono en casa teníamos que pedirle permiso. Dado que sus responsabilidades incluían los medios de comunicación, recibía gran cantidad de periódicos y revistas. Aunque nos animaba a que los leyéramos, no se nos permitía sacarlos de su despacho, ya que a final de mes los devolvía todos al departamento para que fueran vendidos y reciclados. De pequeña, pasé más de una aburrida tarde de domingo ayudándole a comprobar que no faltaba ninguno.

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