Jung Chang - Cisnes Salvajes
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Antes de la fundación del Plátano existía en Chengdu un colegio interno para los hijos de altos oficiales del Ejército al que también enviaban a sus retoños algunos funcionarios de alto rango. Poseía un nivel académico pobre y adquirió fama de esnob, ya que los internos se pasaban la vida compitiendo acerca de la importancia de sus progenitores. A menudo se les oía decir cosas tales como: «¡Mi padre es jefe de división, y el tuyo sólo es general de brigada!» Los fines de semana podían verse en el exterior largas hileras de automóviles repletos de niñeras, guardaespaldas y chóferes que esperaban para llevar a los niños a sus casas. Mucha gente juzgaba aquella atmósfera contraproducente para los pequeños, y mis propios padres siempre habían mostrado una profunda aversión hacia aquella escuela.
El Plátano no había sido concebida como una escuela elitista y, tras entrevistarse con el director y algunos de los profesores, mis padres se convencieron de que se trataba de una institución comprometida con el logro de elevados niveles de ética y disciplina. Tan sólo daba cabida a unos veinticinco alumnos por curso, cuando en mi escuela anterior había tenido cincuenta compañeros en la misma clase. Evidentemente, las ventajas del Plátano estaban proyectadas en parte para los funcionarios de alto rango que vivían junto a la escuela, pero mi padre, cada vez más apaciguado, optó por pasar por alto este hecho.
La mayoría de mis compañeros de clase eran hijos de funcionarios del Gobierno provincial. Algunos de ellos vivían en el mismo complejo que yo. Aparte de la escuela, el complejo constituía mi único mundo. Contaba con jardines rebosantes de flores y de plantas exuberantes. Había palmeras, pitas, adelfas, magnolias, camelias, rosas, hibiscos e incluso dos raros álamos temblones chinos que habían crecido el uno hacia el otro y entrelazaban sus ramas como una pareja de amantes. Eran sumamente sensibles. Si se rascaba suavemente uno de los troncos, ambos árboles comenzaban a temblar y sus hojas se agitaban débilmente. En verano, a la hora de comer, solía sentarme en un banco de piedra de forma cilindrica situado bajo un enrejado de glicinia y, apoyando los codos sobre una mesa también de piedra, leía un libro o jugaba al ajedrez. A mi alrededor se extendían los radiantes colores del terreno y, a no mucha distancia, un insólito cocotero señalaba arrogantemente el cielo. Mi planta favorita, sin embargo, era un jazmín de intenso perfume que también trepaba por un enrejado. Cuando florecía, mi dormitorio se llenaba con su aroma, y a mí me encantaba sentarme junto a la ventana contemplándolo e impregnándome de sus deliciosos efluvios.
Cuando nos trasladamos al complejo, vivimos al principio en una encantadora casa de una sola planta separada del resto y dotada de su propio patio. Estaba construida al estilo chino tradicional, y carecía de comodidades modernas: no disponía de agua corriente en su interior y no tenía retrete de cisterna, ni tampoco bañera de porcelana. En 1962, se construyeron en un extremo del complejo algunos apartamentos modernos de estilo occidental dotados de todos aquellos adelantos, y a mi familia le fue asignado uno de ellos. Antes de mudarnos, acudí a visitar aquel país de las maravillas y a examinar la novedad de aquellos grifos mágicos, aquellas cisternas y aquellos armarios de espejo en las paredes. Deslicé mis manos sobre las brillantes baldosas blancas de los muros de los cuartos de baño: resultaban frescas y agradables al tacto.
Había trece edificios de apartamentos en el complejo. Cuatro de ellos estaban destinados a los directores de departamento, y el resto era para los jefes de sección. Nuestro apartamento ocupaba una planta entera, pero en el caso de los jefes de sección, cada planta era compartida por dos familias. Nuestras habitaciones eran más espaciosas. Teníamos mosquiteras en las ventanas, cosa que ellos no tenían; y dos cuartos de baño, cuando ellos sólo tenían uno. Teníamos agua caliente tres días a la semana, pero ellos carecían de ella. Teníamos un teléfono, algo sumamente inusual en China, y ellos no. Los oficiales de menor rango ocupaban los bloques de un complejo más pequeño situado al otro lado de la calle, y sus comodidades eran aún más escasas. La media docena de secretarios del Partido que constituían el núcleo de las autoridades provinciales disfrutaban de un complejo propio emplazado dentro del nuestro. Aquel santuario interior se extendía entre dos puertas permanentemente vigiladas por guardias militares armados, y tan sólo se autorizaba la entrada de personal especialmente autorizado. Al otro lado de las puertas se alzaban diversas casas independientes de dos plantas, una para cada uno de los secretarios del Partido. Junto al umbral del primer secretario, Li Jing-quan, montaba guardia otro soldado. Yo crecí considerando normal la jerarquía y el privilegio.
Todos los adultos que trabajaban en el complejo principal tenían que enseñar sus pases cuando atravesaban la puerta principal. Los niños no teníamos pases, pero los guardias nos conocían. Las cosas se complicaban cuando recibíamos visitantes, ya que éstos se veían obligados a rellenar un formulario, tras lo cual llamaban a nuestro apartamento desde el pabellón del portero para que alguien fuera a buscarlos hasta la puerta principal. A los guardias no les agradaban las visitas de otros niños. Decían que no querían que fueran a estropear los jardines. Aquello dificultaba el invitar a compañeros a casa, y durante los cuatro años que pasé en la escuela «clave» muy rara vez invité a mis amigas.
Apenas salía del complejo, si no era para acudir a la escuela. Alguna que otra vez acudí a unos grandes almacenes con mi abuela, pero nunca experimenté el deseo de comprar nada. El concepto de compra era algo ajeno a mí, y mis padres sólo me daban dinero de bolsillo en ocasiones especiales. Nuestra cantina era como un restaurante, y la comida que servía era excelente. Exceptuando la época del hambre, siempre tuvimos al menos siete u ocho platos entre los que escoger. Los chefs eran especialmente seleccionados, y todos pertenecían al grado uno o al grado especial: al igual que los profesores, los mejores eran clasificados en niveles. En casa siempre había fruta y caramelos, pero yo me hubiera contentado con alimentarme exclusivamente de polos. Una vez, un 1 de junio en que se celebraba el Día del Niño, recibí algo de dinero de bolsillo y devoré veintiséis de ellos de una sentada.
La vida en el complejo era autosuficiente. El complejo tenía sus propias tiendas, peluquerías, cines y salas de baile, así como sus propios fontaneros e ingenieros. El baile era una afición muy popular. Los fines de semana se celebraban fiestas de baile para los distintos niveles de funcionarios del Gobierno provincial. El que tenía lugar en la antigua sala de baile de oficiales del Ejército norteamericano era para las familias situadas a partir del nivel de jefe de sección. Tenía siempre una orquesta y contaba con varios actores y actrices del Grupo Provincial de Música y Danza que le prestaban colorido y elegancia. Algunas de las actrices solían venir a nuestro apartamento para charlar con mis padres; tras lo cual me llevaban a dar un paseo por el complejo. A mí me enorgullecía enormemente que me vieran en su compañía, ya que en China tanto los actores como las actrices ejercen una inmensa fascinación en la gente. Unos y otras gozaban de un grado especial de tolerancia y se les permitía vestir más ostentosamente que el resto de las personas e, incluso, tener aventuras amorosas. Dado que el grupo pertenecía a su departamento, consideraban a mi padre como su jefe. Sin embargo, no le trataban con el exagerado respeto que mostraban ante él otras personas. Por el contrario, solían bromear con él y le llamaban «el bailarín estrella», ante lo cual mi padre se limitaba a sonreír con aire de timidez. Los bailes eran acontecimientos informales de salón en los que las parejas se deslizaban recatadamente arriba y abajo sobre la reluciente pista. Mi padre era, de hecho, un gran bailarín, y resultaba evidente que disfrutaba haciéndolo. A mi madre no se le daba bien: le resultaba imposible captar el ritmo, por lo que no le gustaba. Durante los intervalos, se permitía que los niños bailasen sobre la pista, y nosotros nos tirábamos de las manos y nos dedicábamos a practicar una especie de esquí sobre suelo. La atmósfera, el calor, los perfumes, las damas elegantemente vestidas y los sonrientes caballeros formaban para mí un mágico mundo de ensueño.
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