Jung Chang - Cisnes Salvajes

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Una abuela, una madre, una hija. A lo largo de esta saga, tan verídica como espeluznante, tres mujeres luchan por sobrevivir en una China sometida a guerras, invasiones y revoluciones. La abuela de la autora nació en 1909, época en la que China era aún una sociedad feudal. Sus pies permanecieron vendados desde niña, y a los quince años de edad se convirtió en concubina de uno de los numerosos señores de la guerra.

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Había cine todos los sábados por la tarde. En 1962, ya con una atmósfera más relajada, llegaban incluso algunas películas de Hong Kong, en su mayor parte historias de amor. En ellas podían obtenerse atisbos del mundo exterior, por lo que resultaban muy populares. Por supuesto, había también ardientes películas revolucionarias. Las proyecciones se realizaban en dos lugares diferentes según el nivel de los asistentes. La élite número uno ocupaba una espaciosa sala dotada de asientos grandes y confortables. La otra se amontonaba en un gran auditorio situado en un complejo distinto. En cierta ocasión, acudí allí debido a que daban una película que me interesaba ver. Los asientos estaban ya ocupados desde mucho antes de que empezara la película, y los que llegaban en último lugar aparecían provistos de sus propios taburetes. Había mucha gente de pie. Si uno se quedaba en el fondo era necesario subirse a una silla para poder ver algo. Personalmente, ignoraba que aquello iba a ser así, por lo que no me había llevado nada. Al fin, me vi atrapada en la aglomeración de la parte posterior, incapaz de ver nada en absoluto. Alcancé a ver a un cocinero que conocía y que se había encaramado a un pequeño banco en el que hubieran podido acomodarse dos personas. Cuando me vio intentando escurrirme entre la muchedumbre me dijo que subiera y lo compartiera con él. Era muy estrecho, y yo sentía que mi equilibrio era terriblemente precario. Numerosas personas seguían desfilando a nuestro alrededor, y no tardé en verme derribada por una de ellas. Caí con fuerza, partiéndome la ceja con el borde de un taburete. Aún hoy conservo la cicatriz.

En nuestra sala de élite se proyectaban películas restringidas que no podía ver nadie más, ni siquiera los empleados del auditorio grande. Se conocían con el nombre de «películas de referencia» y en su mayor parte se componían de recortes de películas occidentales. Recuerdo que en una aparecía un mirón de playa al que las mujeres que había estado espiando duchaban con un cubo de agua. Otro extracto de uno de los documentales mostraba a varios pintores abstractos que habían enseñado a un chimpancé a aplicar tinta sobre una hoja y a un hombre que tocaba el piano con el trasero.

Imagino que ambas habían sido seleccionadas para mostrar la decadencia de Occidente. Se proyectaron exclusivamente para altos funcionarios del Partido, aunque incluso a éstos les era negada la mayor parte de la información procedente de allí. De vez en cuando se proyectaban películas occidentales en una pequeña sala de visionado en la que no se permitía la entrada de niños. Yo experimentaba una enorme curiosidad, y solía suplicar a mis padres que me llevaran. Éstos me complacieron en un par de ocasiones. Para entonces, mi padre se había vuelto más tolerante con nosotros. Había un guardia en la puerta, pero al ver que iba con mis padres no puso objeción alguna. Ambas películas, sin embargo, me resultaron totalmente incomprensibles. Una parecía girar en torno a un piloto norteamericano que enloquecía después de arrojar una bomba atómica sobre Japón. La otra era un largometraje en blanco y negro. En una de las escenas, un líder sindical era golpeado por dos matones en el interior de un automóvil, y me sentí horrorizada al advertir que un hilo de sangre resbalaba de sus labios. Era la primera vez en mi vida que contemplaba un acto de violencia con derramamiento de sangre (los comunistas habían abolido los castigos corporales en las escuelas). En aquellos días, las películas chinas eran producciones amables, sentimentales y optimistas; cualquier sugerencia de actos violentos aparecía estilizada, como en la ópera china.

Me desconcertaba el modo de vestir de los obreros occidentales: llevaban elegantes trajes que ni siquiera mostraban remiendos y que no encajaban ni por asomo con mi idea de lo que debían probablemente vestir las masas oprimidas de los países capitalistas. Después de la película, pregunté a mi madre sobre aquello y ella me respondió diciendo algo acerca de «niveles de vida relativos». No comprendí qué quería decir con ello, y pensé que la pregunta seguía sin responder.

De niña, mi idea de Occidente era la de un pozo de pobreza y miseria similar al que rodea a la vagabunda cerillera del cuento de Hans Christian Andersen. Cuando en el jardín de infancia había rehusado terminar mi plato, la profesora había exclamado: «¡Piensa en todos los niños que mueren de hambre en el mundo capitalista!» En la escuela, cuando intentaban hacernos trabajar más, los profesores solían decir: «Tenéis suerte de poder ir a una escuela y tener libros para leer. En los países capitalistas los niños tienen que trabajar para mantener a sus hambrientas familias.» A menudo, cuando los adultos querían que aceptáramos algo, afirmaban que en Occidente la gente ansiaba poseer eso pero que no podía conseguirlo, y que por tanto debíamos alegrarnos de nuestra buena fortuna. Al final, comencé a pensar de ese modo automáticamente. En cierta ocasión en que una niña de mi clase apareció luciendo una nueva clase de impermeable rosado y traslúcido que nunca había visto antes, pensé en lo estupendo que sería que me lo cambiara por mi viejo paraguas de papel encerado. Inmediatemente, sin embargo, me reprendí por aquel impulso burgués y escribí en mi diario: «Piensa en todos los niños del mundo capitalista: ¡ni siquiera pueden soñar con poseer un paraguas!»

Interiormente, imaginaba a los extranjeros como seres terroríficos. Todos los chinos tienen el cabello negro y los ojos castaños, por lo que cualquier otro colorido de pelo y de ojos les resulta extraño. Mi imagen de los extranjeros coincidía más o menos con el estereotipo oficial: un hombre de cabellos rojos y enmarañados, con ojos de un color extraño y una nariz muy, muy larga que va por ahí borracho, dando tumbos, bebiendo Coca-Cola a morro y afianzándose sobre sus piernas abiertas de un modo nada elegante. Los extranjeros decían constantemente «hola» con una entonación peculiar. Yo ignoraba qué significaba «hola»; pensaba que se trataba de una palabrota. Cuando los niños jugaban a la «guerra de guerrillas» (que venía a ser su propia versión de indios y vaqueros), los del bando enemigo se pegaban una espina sobre la nariz y exclamaban «hola» sin parar.

Durante mi tercer año en la escuela primaria, cuando contaba nueve años de edad, mis compañeros y yo decidimos decorar el aula con plantas. Una de las niñas sugirió que podría obtener algunas especies poco corrientes de un jardín que cuidaba su padre en la iglesia católica de la calle del Puente Seguro. Antaño había habido un orfanato adosado a la iglesia, pero habían terminado por cerrarlo. La iglesia aún funcionaba bajo control del Gobierno, el cual había obligado a los católicos a romper con el Vaticano y unirse a una organización «patriótica». Debido a la propaganda acerca de la religión, la idea de la iglesia me resultaba misteriosa e inquietante. La primera vez que había oído mencionar la violación había sido en una novela en la que se atribuía una a un sacerdote extranjero. Por otra parte, los sacerdotes adoptaban invariablemente la imagen de espías imperialistas y malvados que utilizaban a los bebés de los hospitales para realizar experimentos médicos.

Todos los días, camino del colegio y de regreso de él, solía pasar junto al comienzo de la calle del Puente Seguro, bordeada de árboles seculares, y distinguía el perfil de la puerta de la iglesia. Acostumbrada a la estética china, sus pilares se me antojaban sumamente extraños ya que, a diferencia de los nuestros, tallados en madera y posteriormente pintados, estaban tallados en mármol blanco y acanalados al estilo griego. Me moría por visitar el interior, y había pedido a aquella niña que me invitara un día a ir a su casa. Ella, sin embargo, repuso que su padre no quería que llevara visitas, lo que no sirvió sino para acrecentar aún más su misterio. Cuando se ofreció a traer algunas plantas de su jardín, me ofrecí calurosamente a acompañarla.

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