Jung Chang - Cisnes Salvajes

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Una abuela, una madre, una hija. A lo largo de esta saga, tan verídica como espeluznante, tres mujeres luchan por sobrevivir en una China sometida a guerras, invasiones y revoluciones. La abuela de la autora nació en 1909, época en la que China era aún una sociedad feudal. Sus pies permanecieron vendados desde niña, y a los quince años de edad se convirtió en concubina de uno de los numerosos señores de la guerra.

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Con objeto de llenarnos de odio hacia los enemigos de clase, los colegios iniciaron sesiones regulares de «memoria de la amargura y reflexión acerca de la felicidad» en las que los adultos nos relataban las calamidades cotidianas en la China precomunista. Nuestra generación había nacido «bajo la bandera roja» de la nueva China, e ignoraba cómo había sido la vida bajo el Kuomintang. Se nos dijo que Lei Feng sí la había conocido, motivo que le permitía odiar tan profundamente a los enemigos de clase y amar al presidente Mao con todo su corazón. Se contaba que cuando Lei Feng tenía siete años su madre se había ahorcado tras ser violada por un terrateniente.

A nuestra escuela venían obreros y campesinos a dar charlas: escuchamos el relato de infancias dominadas por el hambre, gélidos inviernos sin zapatos y muertes prematuras y dolorosas. Se nos hablaba del ilimitado agradecimiento que sentían hacia el presidente Mao por haber salvado sus vidas y haberles dado ropas y alimentos. Uno de los oradores era miembro de un grupo étnico -los yi- en el que había existido un sistema de esclavitud hasta finales de la década de los cincuenta. Él mismo había sido un esclavo, y nos mostró las cicatrices de las escalofriantes palizas a que le habían sometido sus antiguos amos. Cada vez que los oradores describían las vicisitudes que habían soportado, aquella sala llena de gente se inundaba de sollozos. Yo salía de aquellas asambleas sintiéndome a la vez abrumada por las acciones del Kuomintang y apasionadamente devota hacia la figura de Mao.

Para mostrarnos lo que sería la vida sin Mao, la cantina del colegio preparaba de vez en cuando algo que denominaban «almuerzo amargo» y que había supuestamente constituido la dieta de los pobres bajo el Kuomintang. Se componía de extrañas hierbas, y siempre me pregunté en secreto si no se trataría de una broma pesada que nos gastaban los cocineros ya que, realmente, aquello era indescriptible. Las primeras dos veces que lo probé, vomité.

Un día nos llevaron a una exposición de «educación de clase» acerca del Tíbet: constaba de fotografías de mazmorras inundadas de escorpiones y horribles instrumentos de tortura, incluyendo una herramienta destinada a vaciar ojos y cuchillos para cortar los tendones de los tobillos. Un hombre que acudió a la escuela a pronunciar una conferencia nos dijo que era un antiguo siervo del Tíbet al que habían cortado los tendones de los tobillos por una falta sin importancia.

Desde 1964, muchas casas grandes se habían habilitado como «museos de educación de clase» para mostrar el lujo en el que habían vivido los enemigos de clase -tales como los terratenientes- a base del sudor y la sangre de los campesinos hasta la llegada de Mao. Durante la fiesta del Año Nuevo chino de 1965, mi padre nos llevó a una célebre mansión situada a dos horas y media de trayecto en automóvil. Bajo su justificación política, aquel viaje era en realidad una excusa para dar un paseo primaveral por el campo de acuerdo con la tradición china de «caminar sobre la tierna hierba» (ta- qing) para así dar la bienvenida a la estación. Se trataba de una de las pocas ocasiones en que mi familia salía a dar una vuelta por el campo.

A medida que el automóvil atravesaba la verde llanura de Chengdu a lo largo de la carretera de asfalto bordeada de eucaliptos yo miraba atentamente por la ventanilla, contemplando los deliciosos bosquecillos de bambúes que rodeaban las granjas y el hilo de humo que pendía sobre las chozas de paja que asomaban entre las hojas de bambú. De vez en cuando, los riachuelos que rodeaban con sus meandros casi todos aquellos bosquecillos reflejaban en sus aguas una rama de ciruelo tempranamente florecida. Mi padre nos había dicho que después del viaje todos tendríamos que escribir una redacción describiendo los paisajes, por lo que procuraba observar todo con sumo cuidado. Una cosa me extrañaba: los escasos árboles que salpicaban los campos aparecían completamente desnudos de hojas excepto en la parte superior de su copa. Parecían pértigas desnudas rematadas por un casquete verde. Mi padre explicó que la leña escaseaba en la llanura de Chengdu, una zona intensamente cultivada, por lo que los campesinos habían cortado tantas ramas como habían podido alcanzar. Lo que no nos dijo es que pocos años antes habían existido muchos más árboles pero que la mayoría habían sido talados para alimentar los hornos del acero durante el Gran Salto Adelante.

La campiña parecía sumamente próspera. La población con mercado en la que nos detuvimos para almorzar hervía de campesinos ataviados con vistosos trajes nuevos. Los ancianos llevaban relucientes turbantes blancos y limpios delantales de color azul oscuro. En los escaparates de los abarrotados restaurantes refulgían dorados patos asados. Las ollas de bambú de los puestos de aquellas calles atestadas dejaban escapar nubes de un delicioso aroma. Nuestro automóvil atravesó lentamente el mercado hasta llegar a las oficinas locales del Gobierno, situadas en una mansión cuya puerta aparecía adornada con dos leones de piedra en actitud reclinada. Mi padre había vivido en aquel condado durante la época del hambre, en 1961, y ahora, cuatro años después, los funcionarios locales quisieron mostrarle cuánto había cambiado todo. Nos llevaron a un restaurante en el que se nos había reservado un comedor privado. Mientras nos abríamos paso a través del local los campesinos nos miraban, intrigados por aquellos forasteros a los que tan respetuosamente conducían los jefes locales. Observé que las mesas aparecían cubiertas de platos raros y apetitosos. Yo apenas había probado en mi vida otra cosa que lo que nos daban en la cantina, y los alimentos que vi en aquella ciudad constituían una sorpresa detrás de otra. Sus nombres también eran nuevos para mí: «Bolas de perla», «Tres disparos», «Cabezas de león»… Más tarde, el director del restaurante salió a la acera para despedirnos mientras los campesinos locales contemplaban nuestro séquito con expresión embobada.

De camino hacia el museo, nuestro automóvil adelantó a un camión abierto en el que viajaban algunos niños y niñas de mi escuela. Evidentemente, también ellos se dirigían a la mansión para la «educación de clase». Les acompañaba una de mis profesoras. Al verme, me sonrió y yo, avergonzada por la diferencia entre nuestro automóvil con chófer y aquel camión abierto que rebotaba sobre los baches de la carretera bajo el aire frío del inicio de la primavera, me encogí en mi asiento. Mi padre ocupaba el asiento delantero con mi hermano pequeño en el regazo. Reconoció a mi profesora y le devolvió la sonrisa. Cuando miró hacia atrás para captar mi atención, comprobó que había desaparecido y sonrió de placer. Mi turbación demostraba mis buenas cualidades, dijo: era bueno que me sintiera avergonzada de mis privilegios en lugar de hacer ostentación de ellos.

El museo me impresionó profundamente. Contenía esculturas de campesinos desprovistos de tierra y forzados a pagar unas rentas exorbitantes. Uno de los conjuntos mostraba cómo el terrateniente se servía de dos medidas distintas: una de gran tamaño para recoger el grano y otra, mucho más pequeña, para prestarlo a un interés desmesurado. Había también una cámara de torturas y una mazmorra en la que se veía una jaula de hierro que reposaba en un charco de aguas inmundas. La jaula era demasiado pequeña para que un hombre pudiera ponerse de pie, y demasiado estrecha para permitirle sentarse. Se nos dijo que el terrateniente la utilizaba para castigar a los campesinos que no podían pagar la renta. Se decía que una de las estancias había albergado a tres nodrizas que le proveían de leche humana, la más nutritiva en opinión del señor. También se afirmaba que su concubina número cinco había devorado treinta patos en un solo día, pero no la carne, sino tan sólo las patas, consideradas un manjar exquisito.

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