Jung Chang - Cisnes Salvajes

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Una abuela, una madre, una hija. A lo largo de esta saga, tan verídica como espeluznante, tres mujeres luchan por sobrevivir en una China sometida a guerras, invasiones y revoluciones. La abuela de la autora nació en 1909, época en la que China era aún una sociedad feudal. Sus pies permanecieron vendados desde niña, y a los quince años de edad se convirtió en concubina de uno de los numerosos señores de la guerra.

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No obstante, la categoría de cada familia resultaba a menudo una cuestión ambigua: un obrero podía haber trabajado anteriormente en una oficina del Kuomintang, y un empleado no pertenecía a categoría alguna. Un intelectual era un indeseable aunque, ¿y si ocurría que se trataba de un miembro del Partido? ¿Cómo debía clasificarse a los hijos de tales progenitores? Numerosos funcionarios del departamento de solicitudes e ingresos optaron por no correr riesgos, y por ello dieron preferencia a aquellos jóvenes cuyos padres eran funcionarios del Partido. La mitad de los alumnos de mi clase pertenecían a dicha categoría.

Mi nueva escuela, conocida como Escuela de Enseñanza Media Número Cuatro, era la principal escuela «clave» de la provincia, y tan sólo admitía a aquellos alumnos que habían obtenido las mayores calificaciones de todos los exámenes de ingreso realizados en Sichuan. Durante los años anteriores, el ingreso de los alumnos se había decidido basándose exclusivamente en los resultados de sus exámenes. Para mi curso, las notas y los antecedentes familiares resultaban igualmente importantes.

En las dos hojas de que constaba el examen obtuve una calificación del ciento por ciento en matemáticas y un desacostumbrado ciento por ciento «positivo» en lengua china. Mi padre me había advertido insistentemente que nunca debía servirme del nombre de mis progenitores, por lo que aborrecía pensar que mi «línea de clase» hubiera podido contribuir a mi ingreso en la escuela. Sin embargo, no tardé mucho en abandonar la idea. Si tales eran los deseos del presidente Mao, sin duda estaba bien.

Fue en aquella época cuando los «hijos de altos funcionarios» (gao-gan zi-di) adquirieron lo que casi podía considerarse una categoría única en su género. Desarrollaron una actitud que los identificaba de modo inconfundible como miembros de un grupo de élite, y rezumaban un aire de poder e inviolabilidad. Muchos de ellos se volvieron más arrogantes y altivos que nunca, el propio Mao incluido, y las autoridades de todos los niveles comenzaron a expresar inquietud por su comportamiento. La cuestión se convirtió en un objetivo permanente de la prensa, lo que no hacía sino reforzar la idea de que se trataba de un grupo especial de personas.

Mi padre me advertía con frecuencia que no debía adoptar tal actitud ni asociarme en exclusiva con los hijos de otros funcionarios. El resultado fue que apenas tuve amigos, ya que rara vez tenía ocasión de conocer a niños procedentes de otros entornos, y cuando lograba establecer contacto con ellos todos descubríamos que nos encontrábamos tan condicionados por la importancia de los antecedentes familiares y la falta de experiencias conjuntas que poco parecíamos tener en común unos con otros.

Cuando ingresé en la nueva escuela, vinieron dos profesores a ver a mis padres y les preguntaron qué lengua extranjera preferían que aprendiese. Ambos escogieron inglés en lugar de ruso (no había otra opción disponible). También quisieron saber si en mi primer año asistiría a clase de física o de química a lo que mis padres respondieron que dejaban dicha elección al criterio de la propia escuela.

Me encantó desde el primer día que puse el pie en ella. Poseía una entrada grandiosa dotada de un amplio tejadillo de tejas azules y canalones labrados a la que se accedía subiendo un tramo de escalones, y el porche se sostenía sobre seis columnas de madera de secoya. Varias hileras de cipreses de color verde oscuro contribuían a reforzar la atmósfera de solemnidad que envolvía el trayecto hacia su interior.

Había sido fundada en el año 141 a. C, y era la primera escuela construida por un gobierno local de China. En su centro destacaba un magnífico templo dedicado antiguamente a Confucio. Aparecía bien conservado, pero ya no cumplía su función original. En su interior se habían instalado una docena de mesas de ping-pong separadas por las enormes columnas que lo soportaban. Frente a las puertas talladas a las que se llegaba tras ascender un largo tramo de escaleras se extendían amplios terrenos diseñados para proporcionar un acceso majestuoso al templo. Se había edificado un bloque de aulas de dos plantas que los separaba de un arroyo atravesado por tres pequeños puentes arqueados y adornados en sus bordes de arenisca con esculturas sedentes de leones y otros animales. Más allá de los puentes se extendía un bellísimo jardín rodeado de plátanos y melocotoneros. Al pie de la escalinata situada frente al templo se habían instalado dos gigantescos incensarios de bronce, pero sobre ellos no flotaban ya las habituales y azuladas ondulaciones del humo. Los terrenos situados a ambos costados del templo habían sido convertidos en canchas de baloncesto y voleibol. Algo más allá, se extendían dos campos de césped en los que solíamos sentarnos o tumbarnos en la primavera para tomar el sol durante la hora del almuerzo. Detrás del templo había otra superficie de hierba que lindaba con un gran huerto emplazado al pie de una colina cubierta de árboles, viñas y arbustos.

Alrededor, había diversos laboratorios en los que estudiábamos biología y química, aprendíamos a utilizar los microscopios y diseccionábamos cadáveres de animales. En las salas de conferencia asistíamos a la proyección de películas educativas. En lo que se refiere a actividades extraescolares, yo escogí unirme al grupo de biología, cuya actividad habitual consistía en pasear por la colina y los jardines posteriores en compañía del profesor aprendiendo los nombres y características de las distintas especies de plantas. Había incubadoras dotadas de control de temperatura que nos permitían observar cómo los renacuajos y los patitos abandonaban el huevo. En primavera, el florecimiento de los melocotoneros convertía la escuela en un océano rosado. Sin embargo, lo que más me gustaba era la biblioteca, cuyas dos plantas habían sido edificadas al estilo tradicional chino. Ambas se hallaban rodeadas por largos porches, a su vez circundados por una hilera de asientos en forma de ala y lujosamente decorados. Yo había seleccionado mi rincón favorito entre aquellos «asientos de ala» (fei-lai-yi) , y solía sentarme en él durante horas para leer, extendiendo de cuando en cuando el brazo para acariciar las hojas abanicadas de un extraño árbol, el ginkgo, del que dos ejemplares elegantes y encumbrados crecían frente a la puerta principal de la biblioteca. Aquellos árboles constituían el único espectáculo capaz de distraerme de mis lecturas.

Mi recuerdo más preciso es el que conservo de mis profesores, considerados todos ellos como los mejores en sus respectivos campos. Muchos de ellos pertenecían al nivel uno o nivel especial, y sus clases constituían un auténtico placer del que nunca hubiera podido saciarme.

Sin embargo, la vida escolar iba viéndose cada vez más impregnada de adoctrinamiento político. Gradualmente, las asambleas matinales iban dedicándose cada vez más al culto de las enseñanzas de Mao, y se instituyeron sesiones especiales en las que todos leíamos documentos redactados por el Partido. Nuestro libro de texto de lengua china contenía ahora menos literatura clásica y más propaganda, y la política -basada fundamentalmente en las obras de Mao- se convirtió en parte del programa cotidiano.

Se habían politizado prácticamente todas las actividades. Un día, durante la asamblea matinal, el director nos comunicó que a partir de entonces haríamos ejercicios oculares. Dijo que el presidente Mao había advertido que había demasiados escolares que llevaban gafas, lo que era señal de que se habían lastimado los ojos por trabajar demasiado. En consecuencia, había ordenado que se tomaran las medidas necesarias al respecto. Todos nos sentimos inmensamente conmovidos por su interés. Algunos incluso rompieron en sollozos de gratitud. Comenzamos a realizar quince minutos de ejercicios oculares todas las mañanas. Los médicos habían diseñado una serie de movimientos que debían realizarse con acompañamiento musical. Tras frotar diversos puntos en torno a nuestros ojos, habíamos de escrutar intensamente las hileras de álamos y sauces que se divisaban tras los ventanales. Se suponía que el verde era un color relajante. Yo, mientras disfrutaba del placer que me inspiraban los ejercicios y la contemplación de aquellas hojas, sentía renovarse mi lealtad hacia Mao.

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