Qué difícil es vivir cuando uno guarda un secreto que no puede contar a nadie. Qué difícil me fue hablar con la gente esa semana, compartir toda una jornada con Teté en el mismo parque del Antiguo Matadero en el que habíamos encontrado al niño, qué difícil hablar con ella de ese bobo de Sanchís, qué difícil inventar respuestas que le gustaran a sus falsas peticiones de consejos.
– Ay, ¿tú qué harías?, Sanchís me dice que me echa de menos, me sigue hasta casa, me lleva en el coche, me pone la mano aquí, me la pone acá, tú qué harías si estuvieras en mi lugar.
Y digo que era falso el que me rogara que yo le diera mi sincera opinión sobre el particular (aunque me duela, decía, aunque me duela) porque la gente, en un 99,9 por ciento, no te pide que le des el consejo que honradamente tú estás dispuesto a dar sino el que ellos están esperando. Lo que ella quería es que yo le dijera, sí, Teté, tienes que echarte en sus brazos, porque la vida es corta y el amor es el amor y es posible que él te quiera locamente pero la otra (su mujer) le presiona, la otra le presiona sin necesidad de montarle un número, la otra es una pasiva - agresiva. Yo sabía lo que me estaba pidiendo, sabía las frases que quería oírme pronunciar y así mismo se las iba diciendo, como si fuera leyéndole el cerebro. Yo estaba ahí, tan falsa como ella, entendiéndola, y ella, llorando.
Parece que este parque hace llorar a las mujeres, pensaba yo. Hacía que la escuchaba pero no, sólo repetía sus deseos, en realidad, mis pensamientos no podían escaparse de aquella noche: el bebé, Milagros, la caja de zapatos.
– Ay, Rosario -decía Teté interrumpiéndolos-, que ahora dice que se ha quedado embarazada, la muy cerda, lo ha hecho a propósito. Si apenas tienen relaciones, si en un mes le ha echado dos polvos mal echados, y porque el pobre se ve obligado, porque la oye dar vueltas y vueltas en la cama y suspirar, lo que tú dices, una agresiva - pasiva, y él es un buen hombre, y no quiere hacerla sufrir, y dice que si la echa un polvo, al menos consigue que ella se tranquilice y le deje en paz durante quince días, y él necesitaba paz, Rosario, necesitaba paz para tener la valentía necesaria para decirle que se va, que está enamorado de otra, pero él tiene miedo, tiene miedo de que ella malmeta a la niña contra él, ya sabes que hay mujeres que utilizan su poder con los hijos. Rosario, te lo cuento a ti porque eres la única que puede entenderme, porque sé que no vas a ir a nadie con el cuento y porque vas a entender que me esté acostando otra vez con él, bueno, acostando, lo que se dice acostar, acostar, casi no nos hemos acostado nunca, todo ha tenido que ser un poco deprisa y corriendo, ay, Rosario, las mujeres somos lo peor para las mujeres.
Ten paciencia, le decía yo porque sabía que era lo que ella quería oír, leyendo línea por línea su pensamiento, ten paciencia, tendrás que esperar a que nazca el niño, pero ten seguro que Sanchís te quiere.
¿Me quiere, tú crees que me quiere?, decía entre sollozos.
Pues claro, boba, no te va a querer, un hombre no te perseguiría de esa manera si no te quisiera. Gracias, Rosario, yo me fío de ti, porque sé que las otras, bueno, las otras…, me dirían lo que fuera, lo primero que se les pasara por la cabeza, pero tú siempre dices las cosas de corazón, aunque sean impopulares. Rosario, por eso confío en ti. Porque no te importa ser impopular.
Y yo te lo agradezco.
Y, tú, Rosario, ¿tú no confías en mí?, me preguntaba mirándome a los ojos con una dulzura que no había quien se lo creyera.
Pues claro que sí, le decía yo.
¿Y por qué no me cuentas nada?, me decía.
Porque no tengo nada que contar.
¿Nada, nada de nada?, me decía aún con lágrimas pero ya con la sonrisa.
Nada. Mi vida es muy simple, Teté, te lo aseguro.
¿No estás enrollada con alguien?, preguntaba.
No.
Dicen que sí, también decían que lo tuyo con Milagros era raro, pero yo no me lo he creído nunca, Rosario.
Pues has hecho bien, le decía yo poniéndome a barrer para que no se me notara la rabia.
¿No tienes algún rollo con alguien del trabajo?, insistía la pesada.
El día que yo tenga algo de verdad serio con alguien, Teté, serás la primera en saberlo, eres mi amiga, ¿no?, le decía yo con el cepillo en la mano, interpretando el papel de alguien que confía en los seres humanos.
Pues claro, decía ella, ya lo sabes, hemos tenido nuestros más y nuestros menos, pero en el fondo siempre ha habido ahí un cariño latente.
Latente. Eso dijo. Será idiota. Teté es una de esas personas que en cuanto introducen en sus frases una palabra un poquito más complicada la cagan. Latente, dijo. Y yo ahí, con mi secreto, como quien se ha tragado un sapo. Ay, si tú supieras, bruja, pensaba yo, si supieras que hace sólo tres noches Milagros encontró un recién nacido y se lo llevó a casa y yo estoy aquí, sin hacer nada, haciendo como que me importa lo que me cuentas y sin saber cómo acabará la cosa, sin querer ir a su casa por no comprometerme, sin querer pensarlo siquiera para no sentirme como el culo, fingiendo que Milagros está de verdad enferma, pero no con la intención de ser cómplice de su mentira, sino por pura cobardía, intentando convencerme a mí misma de que aquí no ha pasado nada, de que yo no fui testigo de la última locura de la monstrua. Ay, si tú supieras, bruja, que no quiero pensar en eso porque me siento muy mala, muy mala persona.
Qué difícil fue durante esos días ir al despacho de Sanchís y hablarle vagamente de la salud de Milagros, dejar pasar el martes, el miércoles, y volver el jueves para decirle, hablé ayer con ella por teléfono y parece que ya va mejor. Qué difícil cuando Sanchís me dijo que qué pasaba con la baja, que si yo no podía hacerme cargo, que tal vez yo debería acercarme a su casa a por ella, o llamar a su tío Cosme para que fuera un momento con el taxi y se la trajera. Bueno, le dije, mejor que molestar al tío ya te la traigo yo. Qué difícil decirle una noche tras otra a Morsa que no tenía ganas de echar un polvo, pero que, por favor, que no se fuera, que se quedara conmigo porque quería que durmiéramos juntos. Como un matrimonio, decía él. No lo sé, Morsa, no lo sé todavía. Como amigos o como hermanos, como qué, decía. Ay, no sé, como qué, Morsa, sólo te pido que por unos días me dejes en paz. Qué difícil era para Morsa comprender eso. Me abrazaba, y yo se lo agradecía, pero el abrazo siempre acababa en la misma lucha absurda, primero ponía sus manos en mis hombros, luego empezaba a acariciarme el pecho, y yo tenía que cortar por lo sano, porque sabía que se estaba animando, no, no, Morsa, no sigas por ahí, ya sabes que no, te lo dije antes de que nos metiéramos en la cama y me prometiste que no lo intentarías; pero entonces, cuándo, decía él, y yo le decía, es sólo unos días malos que estoy pasando, pero esto se pasa, me conozco y sé que se pasa. Y él me decía, ¿y si me hago una paja?, y yo me enfadaba, y le decía, ni se te ocurra, grosero, entonces te echo a patadas de la cama. Yo sabía que era cruel pidiéndole compañía sin darle nada a cambio, porque Morsa me ha deseado siempre de una manera que yo no acabo de entender, tal vez porque yo nunca lo he deseado a él de la misma, y también porque me extraña que alguien me desee tan intensamente.
Es complicado convivir con un secreto. Por muy bruto que sea Morsa, a mí me hubiera aliviado contarle la verdadera razón por la que Milagros estaba faltando al trabajo. Puede que él me hubiera agarrado entonces del brazo, me hubiera montado en el coche y me hubiera obligado a ir a casa de Milagros. Estoy segura de que Morsa no hubiera permitido que el tiempo pasara sin actuar. Morsa no hubiera entendido mi actitud, ahora lo sé. No hubiera entendido que yo dejara marchar a Milagros con la criatura metida en una caja de zapatos y no me decidiera a llamarla, como así fue, hasta seis días después.
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