Elvira Lindo - Una palabra tuya

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Rosario y Milagros son barrenderas y se conocen desde niñas. Tan vulnerable en apariencia como firme pese a sus contradicciones, Rosario relata los años transcurridos junto a esa fuerza de la naturaleza que es Milagros; años de tropiezos, ilusión, miedo y realidades que han dado forma al temor de no merecer ser felices.
Galardonada con el Premio Biblioteca Breve 2005, Una palabra tuya es el retrato de dos mujeres -extraordinaria aportación a la narrativa española actual-, de dos proyecciones de un mismo espejo deformante, de dos trayectorias vitales, una hacia la nada más cruel desde una vida triste y la otra hacia un futuro expectante desde una vida redimida; y en medio, la piedad y el perdón.
Elvira Lindo es dueña de un admirable sentido de la forma, una observación del habla y de la realidad tan precisas que refleja la vida con una complejidad narrativa prodigiosamente fácil. Visceral, arrebatada, escrita en un estado de trance que se desliza intacto en su lectura, la novela posee una hondura emocional que corta el aliento. Es una novela grande y grave, pero también llena de ironía, de sarcasmo, de una crudeza que se transforma de pronto en ternura. Las vidas corrientes que retrata Elvira Lindo cobran la dimensión de encrucijadas morales y adquieren la grandeza, dignidad y profunda nobleza humana de una tragedia antigua en el mundo contemporáneo.

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– ¿Qué quieres, que lo llevemos al hospital, y lo manden a un orfanato al pobre, y pase meses o años de mano en mano y no tenga una madre? ¿Eso es lo que quieres, que no tenga una madre?

– Tú no estás bien de la cabeza para hacerte cargo de él, tú eres una loca.

– No es verdad, mira qué bien tengo a Lucas, mira cómo lo saqué adelante. Igual me lo encontré, muerto de frío y de hambre, despeluchado.

– ¡Pero Lucas es un gato, Milagros, no es un niño! Tú no te das cuenta de que no serías una buena madre, que bastante tienes contigo misma.

– ¿Y si me quedara embarazada, Rosario, entonces sí que sería una buena madre o entonces me convencerías para que abortara?

– No es lo mismo.

– ¡No es lo mismo! -decía gritando, como el niño al que está a punto de darle una rabieta, como el niño que está a punto de tirarse al suelo. A mí me daba miedo que en una de esas lo hiciera y cayera sobre la caja.

– Muy bien, hazlo, si es lo que quieres, quédate embarazada, serás madre, y yo te ayudaré, te lo juro, pero a ese niño lo vamos a llevar ahora mismo a urgencias, antes de que se nos muera por el camino.

– ¡No, no puedo, no puedo ser madre! ¡No lo entiendes, no puedo ser madre! Por eso le pedí al Cristo que se hiciera el milagro. Yo nunca podré ser madre. No tengo la regla.

– ¿No tienes la regla?

Milagros negó con la cabeza.

– ¿No has tenido nunca la regla?

– No, no, por eso le pedí el niño.

Nos quedamos paradas, la una frente a la otra, sentí que no conocía a la mujer que tenía delante, o mejor dicho, que estaba empezando a conocerla.

– Luego hablaremos de eso -le dije con la dulzura con la que se habla a los locos-, pero ahora vamos, Milagros, dejamos aquí todo, date prisa, voy a llamar a Sanchís a que vengan a buscarnos.

Eché a andar, marcando el número en el móvil. Me interrumpió un alarido de Milagros.

– ¡No tienes corazón, Rosario, eso es lo que dice todo el mundo de ti, que no tienes corazón, que estás sola y que te quedarás sola, que eres una amargada!

Me volví. Milagros hablaba entre sollozos, le caían las lágrimas, le caían los mocos, tenía la cara roja, congestionada, hablaba como podía, sacudida por el llanto, sin apartar la caja de cartón de su pecho:

– Dices que no sabría cuidar a un niño, pero cómo te atreves, eh, cómo te atreves, ¿es que no te cuidé yo cuando estuviste enferma, es que no me quedé yo toda la noche a tu lado y me levanté cada tres horas para darte el antibiótico, quién te hubiera dado el antibiótico si no hubiera estado yo ahí, y quién le cambió a tu madre los pañales, quién la amortajó para su tumba, cuando tu hermana y tú os cagabais de miedo en el pasillo, di, quién, quién te colgó los estores, quién se quedó a dormir contigo para que no tuvieras apariciones, quién, reconóceme un mérito, dime, cuántas amigas tienes, di, cuántas amigas harían lo que yo he hecho por ti?, ¿tu hermana?, ¿crees que tu hermana vendría si estuvieras enferma?, ¿es que la llamaste a ella cuando te vinieron las fiebres? No, me llamaste a mí, porque en el fondo sabes que yo daría mi vida por ti, que daría mi vida por cualquiera, porque en el fondo sabes que soy capaz de cualquier cosa que me proponga, de cualquier cosa, aunque siempre me hablas como si fuera imbécil, Rosario, pero no lo soy.

Me quedé parada, mareada, como si me hubieran dado un golpe en la nuca. De pronto, todo el peso de mi vida, de lo que yo había sido y era para los demás se puso sobre mis hombros, y sentí, ya sé que es absurdo, que no va con mi carácter, pero sentí que a lo mejor aquella loca tenía razón, y que por una vez la generosidad consistía en saltarse las normas y los miedos. Por qué no, por qué no iba a estar ella por una vez en lo cierto, por qué no confiar en que aquella criaturilla desgraciada estaría a su lado mejor que con nadie, por qué no concederle a Milagros el deseo, era verdad que le cuidaría igual que me cuidó a mí, eso era verdad, con una entrega casi religiosa, como cuidaba al gato, al que mimaba como si no fuera un gato, sino un niño. Me acerqué lentamente a su lado, recuperando todavía el equilibrio que sus palabras me habían hecho perder, y ella debió entender que me había convencido, que ya no avisaría a nadie, y dejó de presionar la caja contra su pecho para acercármela, como si quisiera compartir a la criatura conmigo. La miré, había cerrado los ojos.

– ¿Tú nunca has querido ser madre, Rosario? -me dijo, secándose las lágrimas con la manga, con la cabeza sacudida aún por el llanto.

– ¿Yo? -se me puso una sonrisa vergonzosa, no sé por qué, seguramente porque no me había atrevido nunca a pensar en esa posibilidad-. No, madre, no, me hubiera gustado ser tía.

– Pero ya eres tía.

– Pero esos sobrinos no me sirven, son unos gilipollas -las dos mirábamos el sueño del niño, como hacía Jesucristo mirando el sueño de los niños inocentes-. Me hubiera gustado tener sobrinos que me quisieran, y me hubiera gustado ser la típica tía aventurera. La tía que desaparece durante todo un año y los niños preguntan, ¿dónde está la tía? ¡En Canadá! Y la tía vuelve del Canadá cargada de regalos. Eso me hubiera gustado ser. La tía Rosario.

– La tía Rosario -dijo ella, adivinando cómo me llamaría el niño cuando fuera grande.

– Lo criaremos entre las dos, Rosario, yo seré su madre, tú, su tía.

– Y padre qué, no tendrá padre.

– Mejor sin padre, que luego te separas y se lo tienes que dejar los fines de semana. Mejor sin padre. Lo llamaré Christopher. Por Christopher Reeve, el de Supermán. Christopher González -parecía que veía ya esas letras luminosas con las que anuncian a los artistas-. Christopher González, has sido elegido mejor alumno del año de toda tu promoción.

– No vayas tan deprisa, loca -dije-, ¿cómo sabes que es niño?

– Por la cara.

– La cara engaña, yo parecía un niño cuando nací. El mismo pelo cubriéndome la frente.

– Pues lo vemos ahora mismo.

– Pero qué dices, mujer, que se te puede morir de frío.

Si te lo vas a llevar, llévatelo antes de que me arrepienta, antes de que me ponga a chillar y de que me dé cuenta de que tu locura se me contagia, se me ha contagiado siempre -eché a andar hacia mi carro-. No quiero saber nada, Milagros, no quiero ni ver cómo te vas. Yo no te he visto, entiendes, te has sentido mal y te has ido, y yo no sé nada.

– Gracias, Rosario, gracias. Tú di mañana que te he llamado, que me he puesto mala. Di que me dolía la barriga. ¿Te acordarás de que es la barriga lo que me duele?

– La barriga, sí.

– Borra lo que dije antes. ¿Podrás olvidarlo? Yo no pienso nada de lo que dije, hablaba de lo que piensan ellas. Ellas te critican porque te envidian, siempre te lo he dicho.

– Corta el rollo ese ya, y llévate a la criatura.

– ¿Cómo me voy a casa?

– En un taxi, mujer, no te vas a ir en el autobús, qué cosas tienes.

– Es que no tengo dinero.

– Nunca llevas dinero, nunca. A ver si empezamos a cambiar -me saqué un billete de veinte euros de la cartera y se lo di-. Abrígale, cómprale leche enseguida, y escóndelo de alguna forma hasta que te metas al taxi, no te vaya a ver nadie por aquí con el crío en brazos.

– Sí, sí, eso hago.

Me volví. Recuerdo que Milagros le puso a aquella enorme caja de zapatos, ¿de botas?, la tapa de cartón. Recuerdo que se sacó una navaja del bolsillo y que el corazón me dio un vuelco al ver que apuntaba hacia la tapa. No me dio tiempo a reaccionar. Milagros fue hincando la punta y haciendo agujerillos en el cartón.

– Rosario -me dijo sonriendo-, ¿a que no sabes? Esto me trae recuerdos de mis gusanos de seda.

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