Elvira Lindo - Una palabra tuya

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Rosario y Milagros son barrenderas y se conocen desde niñas. Tan vulnerable en apariencia como firme pese a sus contradicciones, Rosario relata los años transcurridos junto a esa fuerza de la naturaleza que es Milagros; años de tropiezos, ilusión, miedo y realidades que han dado forma al temor de no merecer ser felices.
Galardonada con el Premio Biblioteca Breve 2005, Una palabra tuya es el retrato de dos mujeres -extraordinaria aportación a la narrativa española actual-, de dos proyecciones de un mismo espejo deformante, de dos trayectorias vitales, una hacia la nada más cruel desde una vida triste y la otra hacia un futuro expectante desde una vida redimida; y en medio, la piedad y el perdón.
Elvira Lindo es dueña de un admirable sentido de la forma, una observación del habla y de la realidad tan precisas que refleja la vida con una complejidad narrativa prodigiosamente fácil. Visceral, arrebatada, escrita en un estado de trance que se desliza intacto en su lectura, la novela posee una hondura emocional que corta el aliento. Es una novela grande y grave, pero también llena de ironía, de sarcasmo, de una crudeza que se transforma de pronto en ternura. Las vidas corrientes que retrata Elvira Lindo cobran la dimensión de encrucijadas morales y adquieren la grandeza, dignidad y profunda nobleza humana de una tragedia antigua en el mundo contemporáneo.

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Elvira Lindo Una palabra tuya Para Antonia Garrido in memoriam Por - фото 1

Elvira Lindo

Una palabra tuya

Para Antonia Garrido,

in memoriam

¿ Por qu é no mor í cuando sal í del seno,

O no expir é al salir del vientre?

¿ Por qu é me acogieron dos rodillas?

¿ Por qu é hubo dos pechos para que mamara?

Pues ahora descansar í a tranquilo,

Dormir í a ya en paz,

Con los reyes y los notables de la tierra,

Que se construyen soledades;

O con los pr í ncipes que poseen oro

Y llenan de plata sus moradas.

O ni habr í a existido, como aborto ocultado,

Como los fetos que no vieron la luz.

All í acaba la agitaci ó n de los malvados,

All í descansan los exhaustos.

Libro de Job

CAP Í TULO PRIMERO

No me gusta ni mi cara ni mi nombre. Bueno, las dos cosas han acabado siendo la misma. Es como si me encontrara infeliz dentro de este nombre pero sospechara que la vida me arrojó a él, me hizo a él y ya no hay otro que pueda definirme como soy. Y ya no hay escapatoria. Digo Rosario y estoy viendo la imagen que cada noche se refleja en el espejo, la nariz grande, los ojos también grandes pero tristes, la boca bien dibujada pero demasiado fina. Digo Rosario y ahí está toda mi historia contenida, porque la cara no me ha cambiado desde que era pequeña, desde que era una niña con nombre de adulta y con un gesto grave. Digo Rosario y parece que estoy oyendo a mi madre, cuando aún pronunciaba mi nombre por este pasillo, cuando aún recordaba mi nombre y venía a traerme la comida en la bandeja con ese vaivén con el que andaba penosamente, siempre torcida hacia la izquierda, siempre con un aire de desilusión que se disipaba cuando hablaba con mi hermana por teléfono. Digo Rosario y me viene el recuerdo intacto de su desilusión y de la ausencia de mi hermana, que se esfumó antes de que mi madre empezara a esconderse en el armario y sólo volvió para verla morir. Mi hermana dijo, mírala, me reconoce. Pero era mentira, era una mentira de mierda. No me reconocía ni a mí que le cambiaba el pañal todos los días y la ataba a la silla para que no se lo hiciera en el pasillo y pintara con sus excrementos las paredes.

Yo la avisaba, mamá, te ato, te voy a atar, y a veces parecía hasta que me extendía los brazos para facilitarme el trabajo, como un niño que sabe que un impulso irrefrenable lo llevará a portarse mal.

Digo Rosario y pienso en lo que soy pero también en todas las cosas que podía haber sido. Ya sé que no soy vieja, pero dime, cómo podría cambiar ahora de pronto, cómo se cambia, dime, cómo se da un vuelco al presente cuando te has ido enredando en algo que no querías. Y eso que en el último año pinté las paredes, coloqué esos estores que parecen japoneses, y vendí toda la habitación de mi madre, hasta el armario de luna, que mi hermana se empeñaba en que tenía algún valor, y yo le decía, pues ven y llévatelo o véndelo tú, mójate; pero ella quería que me encargara yo de hacerlo, como siempre. Ella fiscaliza, pero no actúa. Al final lo vendí por una miseria a los gitanos del Rastro y me sentí tan aliviada de perderlo de vista que casi hubiera dado yo el dinero por que se lo llevaran. A saber quién se está mirando ahora en él.

Ella no se escondía en el armario de luna, se metía en el armario empotrado de la entrada, será porque una vez le vi las intenciones de colarse dentro del de luna y le di una torta en la mano, así, como se hace a los niños, y lo cerré con llave y me guardé la llave en el bolsillo. Me quedé un momento pensando después de hacerlo, era como el gesto de una carcelera o de la enfermera de un manicomio. Desde luego no estaba dispuesta a que se venciera el armario de luna con su peso, aunque al final mi madre pesaba muy poco, le pasó como a la fruta cuando se seca, que parece de papel. Ella lloriqueó un rato mirándose la mano, ya digo, como los niños, luego se fue al del pasillo, al empotrado.

El colchón lo bajé a la calle a las tres de la mañana. Le dije a Milagros que pasara con la camioneta a recogerlo. Mi calle no entraba dentro del recorrido que tenía asignado Milagros pero si había algo que le podías pedir a ella es aquello que otros no se atreverían a hacer ni en nombre de la amistad. Sabía que más tarde o más temprano cualquier furgón de la basura se hubiera llevado el colchón pero yo no quería encontrármelo ahí cada mañana al salir a la calle, tapado con una funda que tapaba otra funda que escondía todos los orines y los vómitos y el olor que despedía ella en los últimos tiempos por mucho que la lavaras y que la perfumaras.

El final fue de chiste (quiero que se me entienda bien cuando digo «de chiste». Es mi forma de hablar. Debería decir que el final fue dramático, pero no es mi estilo, yo digo «de chiste»). Mi madre nunca había tragado a Milagros, es como que la hacía responsable de no sé qué pendiente vital en la que yo había caído, y fue irónico, digo, porque un mes antes de que muriera yo me pillé unas fiebres muy altas provocadas por una infección de riñón, y fue Milagros (no mi hermana, ni una de las vecinas) la que se instaló en casa y la que iba de una habitación a otra, feliz de ser necesitada, cambiando el pañal a esa mujer que tantas veces la había mirado así por encima del hombro, con desprecio. Esa nueva madre que fue mi madre, la vieja que se metía en el armario empotrado, la frutilla seca, había olvidado su antigua actitud, todos sus desplantes anteriores y la llamaba hija y le acariciaba la cara. Yo, sinceramente, y no sé si se me puede entender sin juzgarme como una canalla, pero consideraba un fracaso que fuera Milagros la que nos estuviera cuidando. Sé que es ruin, lo sé, lo sé, pero en el fondo pensaba, ¿esto es todo lo que me merezco?, ¿es que no hay en el mundo, aparte de esta mujer de aspecto infantilón, gorda de comer porquerías, inocente hasta rozar la anormalidad, no hay en el mundo nadie más que nos quiera, que se ofrezca a echarnos una mano?

Yo no conocí a Milagros en este trabajo. Eso es lo que no me explico, que nos conocemos desde el colegio y tenía experiencia como para haberla evitado. Si quería deshacerme de ella, la vida me dio muchas oportunidades. Pero no supe o no quise. Ahora ya no sé. Fueron como tres fases diferentes en nuestra amistad, bueno, amistad, yo no siento que sea una amistad como la que pueden tener dos personas mayores, porque más que complicidad había necesidad de algún tipo, aún no he conseguido analizar eso. Pero puedo decir que nuestra relación fue como una especie de empeño tozudo que ella tuvo en rondar a mi alrededor a lo largo de los años. Podemos hablar de tres encuentros y de tres oportunidades de quitármela de encima.

Siempre igual, nuestra relación siempre fue igual, luego dicen que las personas cambiamos. Una mierda. Yo estoy marcada, marcada. Rosario, ésa es mi marca. La marca del niño que es raro. Y Milagros reconoció mi marca desde el principio. Desde ese curso, quinto o sexto, en el patio de la escuela. La rara, que era ella, la rara recién llegada del pueblo, reconoció a la rara que era yo. Los raros nos olemos. La diferencia es que yo me he esforzado durante toda mi vida en ser normal y apartarme de mi tribu. Pero no me han dejado. Máxima aspiración en mi vida: ser normal.

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