Elvira Lindo - Una palabra tuya

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Rosario y Milagros son barrenderas y se conocen desde niñas. Tan vulnerable en apariencia como firme pese a sus contradicciones, Rosario relata los años transcurridos junto a esa fuerza de la naturaleza que es Milagros; años de tropiezos, ilusión, miedo y realidades que han dado forma al temor de no merecer ser felices.
Galardonada con el Premio Biblioteca Breve 2005, Una palabra tuya es el retrato de dos mujeres -extraordinaria aportación a la narrativa española actual-, de dos proyecciones de un mismo espejo deformante, de dos trayectorias vitales, una hacia la nada más cruel desde una vida triste y la otra hacia un futuro expectante desde una vida redimida; y en medio, la piedad y el perdón.
Elvira Lindo es dueña de un admirable sentido de la forma, una observación del habla y de la realidad tan precisas que refleja la vida con una complejidad narrativa prodigiosamente fácil. Visceral, arrebatada, escrita en un estado de trance que se desliza intacto en su lectura, la novela posee una hondura emocional que corta el aliento. Es una novela grande y grave, pero también llena de ironía, de sarcasmo, de una crudeza que se transforma de pronto en ternura. Las vidas corrientes que retrata Elvira Lindo cobran la dimensión de encrucijadas morales y adquieren la grandeza, dignidad y profunda nobleza humana de una tragedia antigua en el mundo contemporáneo.

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Para mi madre, ver que existía un escalafón y que yo estaba por encima de Milagros fue una forma de acomodarse a la idea de que su hija trabajaba en las basuras. Además, oyó por la radio que encima de los antiguos vertederos estaban construyendo parques y eso la tranquilizó mucho y durante una temporada siguió muy de cerca todas las noticias que salían por la tele relacionadas con el reciclaje de residuos y se las contaba a sus amigas, como si yo tuviera alguna mano en eso. Se ilusionaba con poco.

Yo creo que fue justo en aquellos dos meses de la caída de la hoja cuando me empecé a dar cuenta de que se desorientaba en el pasillo. Salía de la cocina y en vez de ir a la derecha hacia el salón con la bandeja en la que me traía la comida echaba a andar en dirección contraria. Se la llevaba al váter y allí se quedaba, de pie, con la bandeja en las manos, sin saber qué hacer.

Mamá, qué haces.

Se daba la vuelta, me miraba, y me seguía hasta el salón, avergonzada por el despiste, con el balanceo aún más acusado.

Un día llego a casa, abro, y ahí estaba, detrás de la puerta, como siempre que me tenía algo que contar que ella consideraba «importante». La miro y veo en su cara una sonrisa, una sonrisa pícara y misteriosa. Me pone la comida sin decir palabra, deprisa. Y se queda a mi lado, de pie, impaciente por que acabara rápido. Cuando yo me empiezo a pelar la pera veo que saca una botella de pacharán del mueble - bar y me dice mientras sirve dos copas: hoy tenemos algo que celebrar, nena. A ver si va a estar caducado el pacharán, le digo. El pacharán estaba en el mueble - bar desde mi primera comunión, que yo me acuerde. Y ella, molesta, porque siempre decía que yo era experta en echarle por tierra sus ilusiones, dice: anda, anda, Rosario, qué cosas tienes, si el alcohol, cuanto más años pasan más valor tiene. Bueno, qué, le pregunto, qué es esto tan importante que me tienes que decir. Y entonces, va y me cuenta que ha llamado mi hermana, para decir que viene por Navidades, que le dan permiso en el trabajo y que nos va a presentar a su novio. Se me paró el corazón, de verdad.

– Mamá, mamá, qué novio ni qué niño muerto, de qué novio estás hablando.

– De un muchacho que ha conocido en el mismo Corte Inglés, él está en la planta cuarta y ella en la baja; él en electrodomésticos y ella en perfumería. Parece ser que se han conocido en los ascensores.

– Mamá, que Palmira está casada desde hace diez años con Santi, mamá, que tienen dos hijos, que tienes dos nietos, mamá, qué me estás contando, mujer.

Se quedó paralizada, con las manos agarradas a la mesa, como si tuviera miedo de caerse si se soltaba. Murmuró, no, no, qué va, va a venir con su novio a presentárnoslo, la tenías que haber oído, menuda ilusión tenía, y yo también tenía ilusión, hija mía, pero siempre me la quitas, eres especialista en quitarme la ilusión, siempre me echas por tierra todas mis esperanzas. Y se puso a llorar. La sacudí fuerte agarrándola por los hombros, pero ya no dijo nada, se quedó como buscando en la maraña de su pensamiento todos los recuerdos que le habían desaparecido desde aquella llamada que mi hermana le había hecho hacía ya lo menos doce años hasta ese momento del presente en el que estaba sirviéndome un plato de pescado y una copa del pacharán de mi primera comunión.

Durante aquellos dos meses que me contrataron para la caída de la hoja no busqué ningún otro trabajo. Ni fui a una academia de inglés. Para qué coño quería saber yo inglés si me pasaba las horas con un cepillo en la mano sin hablar con nadie.

Al principio me dolía todo. Los músculos y la moral. Cualquier cosa hería mi dignidad. Cosas a las que luego te vas acostumbrando. Por ejemplo, limpias un trozo de la calle y entonces pasa un individuo a tu lado y sin mirarte, sin reparar en ti, se arranca del pecho un tremendo escupitajo. Limpias una esquina y alguien te adelanta con un perro y el perro va y caga, y nada, ahí se queda la mierda. Empujas el carro a lo largo de la calle y algunas viejas están vigilando en la ventana, esperando a que pases por debajo y entonces, desde un cuarto, desde un quinto piso, tiran la bolsa de la basura para que tú la recojas. Y la bolsa se revienta al caer, claro. Se esparce toda la basura de la vieja por la acera, las pieles de los plátanos, los desechos del pollo, los restos del cocido, los botes vacíos de las medicinas, el pañal enorme que le pondrá al marido, toda la vida de la vieja se desparrama delante de tus narices para que la recojas.

Un día se me hinchó la vena porque la bolsa casi me da en la cabeza y me puse a insultarle a gritos a una de aquellas viejas, la llamé cerda, bruja, muérete ya, cabrona, de todo, y entonces salió el dueño de un bar y me dijo, qué quieres, ¿que se la coma la porquería a la pobre abuela que no puede ni dar dos pasos?, bastante hace que espera a que tú pases. Por Dios, mujer, me decía el humanista, un poquito de compasión.

¿Y de mí, le gritaba yo, quién tiene compasión de mí?

Son cosas a las que te acostumbras, te acostumbras a que la desconsideración de la gente no te haga daño. Se te hace callo en el alma igual que en las manos. Al principio, te digo, cuando salía de noche, en el turno de las seis de la madrugada, que en invierno se hace tan duro por el frío, ese frío cabrón que a mí me traspasa todos los calcetines, me sentía desgraciada por mi manía de compararme con el resto de la humanidad. Milagros decía que era envidia, y no, no es envidia. Ni es soberbia ni es envidia. No lo digo por defenderme, pero no es envidia. Es el sentido de la justicia, que yo lo tengo muy interiorizado. Hay personas que viven una vida asquerosa en todos los sentidos, desde el sueldo que ganan hasta el marido que les tocó en la rifa, o la cara horrenda que les ha dado Dios para que afeen el mundo a su paso, y sin embargo, esas personas son felices con lo que tienen, son felices cuando dicen, qué bien que estamos todos juntos otra vez por Nochevieja; son capaces de ver a todo ese famoseo que sale en la televisión entrando y saliendo de fiestas, entrando y saliendo de hoteles, saliendo del aeropuerto, entrando en el AVE, y en ningún momento se les pasa por la cabeza el pensar, y por qué coño ellos sí y yo no. A ver, que alguien me diga por qué. Son personas que ven al prójimo y no se comparan, ¿no es increíble? Y se alegran cuando los Reyes de España saludan desde el yate en verano porque no son capaces de hacer una mínima reflexión, no son capaces de decirse a sí mismos, qué pasa aquí, qué pasa conmigo, Dios mío, tú que todo lo ves, por qué a mí no me llega el sueldo ni para ir a un camping de Benidorm. Indignaos, cono, que no tenéis sangre en las venas. ¿Estoy hablando de la envidia?, pregunto.

Mi madre solía decirme, hija mía, es que tú tiendes a ver siempre la vida por el lado más desagradable. Y si tu madre te machaca con esa idea de ti misma desde pequeña, te lo crees, porque cuando eres niño te crees todo lo que diga tu madre, aunque vaya en contra de tu autoestima, aunque te deje para siempre hundida en el barro, aunque te coma las entrañas, como un alien, la sospecha de que tal vez tenga razón, que puede que la vida sea de otra manera pero que hay algo en ti, como una tara de nacimiento, que hace que la veas por el lado más miserable. Aun así, en cuanto tuve un poquito de uso de razón, en cuanto tuve conciencia, me esforcé por convencerme de que no era mío el problema, como me repetía mi madre, sino del mundo, que no está bien repartido. Ni el dinero ni la belleza. El problema es que en el cerebro de mi madre sólo cabían tres ideas y la pobre las mareó toda su vida y me torturó a mí, y a pesar de que, repito, no era una mujer inteligente, y ahora lo sé, lo sé todo, lo tengo todo ordenadito en el cerebro, los padres, aunque sean tontos de baba, o locos o asesinos, influyen sobre nosotros. Quien haya sido capaz de librarse de una madre que tire la primera piedra.

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