Elvira Lindo - Una palabra tuya

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Rosario y Milagros son barrenderas y se conocen desde niñas. Tan vulnerable en apariencia como firme pese a sus contradicciones, Rosario relata los años transcurridos junto a esa fuerza de la naturaleza que es Milagros; años de tropiezos, ilusión, miedo y realidades que han dado forma al temor de no merecer ser felices.
Galardonada con el Premio Biblioteca Breve 2005, Una palabra tuya es el retrato de dos mujeres -extraordinaria aportación a la narrativa española actual-, de dos proyecciones de un mismo espejo deformante, de dos trayectorias vitales, una hacia la nada más cruel desde una vida triste y la otra hacia un futuro expectante desde una vida redimida; y en medio, la piedad y el perdón.
Elvira Lindo es dueña de un admirable sentido de la forma, una observación del habla y de la realidad tan precisas que refleja la vida con una complejidad narrativa prodigiosamente fácil. Visceral, arrebatada, escrita en un estado de trance que se desliza intacto en su lectura, la novela posee una hondura emocional que corta el aliento. Es una novela grande y grave, pero también llena de ironía, de sarcasmo, de una crudeza que se transforma de pronto en ternura. Las vidas corrientes que retrata Elvira Lindo cobran la dimensión de encrucijadas morales y adquieren la grandeza, dignidad y profunda nobleza humana de una tragedia antigua en el mundo contemporáneo.

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– No te hagas la irónica conmigo.

– ¿Yo? De ironías nada. Yo las cosas te las digo a la cara, porque eres mi amiga, y te quiero con todo lo malo que tú tienes, ¿es que no te suenan los oídos? Es que no sabes que los compañeros comentan lo tuyo con la basura, que dicen que tu casa debe ser como el vertedero.

– También dicen de ti que eres una reprimida y a mí qué, yo como quien oye llover.

– Que te he dicho mil veces que no me cuentes lo que dice la gente, que a mí lo que diga la gente me la suda -me fui para el banco, más que andando dando patadas al suelo, con una especie de niebla en los ojos.

– Pues ya ves, igual que a mí.

Ella volvió a la tarea y yo a sentarme, llena de un rencor general, pero buscando una persona en concreto para ponerle cara.

– Es que es muy fuerte eso que me has dicho - me saqué otro pitillo, ahora por ansiedad-, eso de que soy una reprimida. ¿En qué quedamos, soy lesbiana, reprimida o ninfómana?

– Ya los conoces, depende del día.

– Quieres hacerme sufrir. Te gusta hacerme sufrir.

– Oye, ¿no acabas de decir que te la suda? Pues que te la sude de verdad, no de boquilla, que te la sude como me la suda a mí. Esas cosas las dicen porque nos tienen envidia.

– A nosotras…

– Sí, envidia, de que somos solteras y tenemos un piso para nosotras solas, y nos podemos echar todo el sueldo en nosotras, en nuestros caprichos, sin pensar ni en un marido ni en el niño ni en el canguro del niño ni en ná.

La oí entonces alejarse. Volvió a cantar, con esa facilidad que tenía para recuperarse de la mala sangre de las discusiones. «Viví, me tropecé, me levanté a cada instante / amé, también follé, que para mí es muy importante… / did it my way. »

Pero esta vez no dio resultado, ya no me hizo gracia. Recuerdo que dije en voz alta:

– No la soporto, de verdad, es superior a mis fuerzas, no puedo con ella, no me preguntes por qué, pero no puedo.

Hablaba para un público inexistente, como los actores cuando hacen que hablan solos mirando al patio de butacas. Me molestaba muchísimo ese tonito de superioridad que adoptaba para decirme que a ella no le importaban los comentarios, en realidad, lo que me fastidiaba íntimamente es que al menos en eso sí que era superior a mí, porque mi debilidad siempre ha sido el juicio ajeno. Si no fuese por mi dependencia del juicio ajeno puede que yo hubiera sido una persona mucho más feliz, por eso y por la hiperactividad mental, como he apuntado antes.

Hubo un momento de paz, de calma. Milagros dejó de cantar. El último azul de la noche convertía todo aquello, las naves del Antiguo Matadero, la luz de las farolas, los setos, en un decorado, en un escenario de cartón. Fue un momento en el que yo pensé que si quisiera, hoy no trabajaría, si quisiera no me levantaría del banco y la dejaría a ella que lo recogiera todo, sólo tendría que estar pendiente para levantarme cuando se aproximara el camión a vaciar los cubos, pero nada más. Si quisiera, ella trabajaría para mí, si yo fuera lista y supiera sacarle provecho a su sumisión, al poder que puedo ejercer sobre ella, si dejaran de importarme los comentarios sobre nuestra relación y la dejara que viniera conmigo siempre, sin ponerle límite, al contrario, llevándola detrás para mi disfrute, entonces la tendría como criada, me haría la compra, me limpiaría la casa. Yo sería como una diva, o como una millonaria, como una rica caprichosa, y ella mi acompañante, ¿no es lo que ella parece que está siempre buscando, no sería su esclavitud lo que la haría más feliz? Si quisiera me limpiaría el parque esta mañana. Me lo limpiaría todos los días. Si quisiera sería yo quien le administrara el sueldo. A cambio sólo tendría que dejarla estar a mi lado, como a un perro. Ella quiere ser perro.

Recuerdo haberme esforzado en borrar esa idea de mi mente. Era lo que yo llamo una idea negra. Las ideas negras no hay que desarrollarlas porque se fijan en el cerebro y de ahí ya no hay quien las saque. Las ideas negras hay que detectarlas enseguida, como si fueran cánceres, y cortarlas de raíz. Yo siempre he tenido ideas negras, desde niña, desde cuando me dio por pensar, por ejemplo, que cualquier mañana me levantaría, iría al baño a hacer pis y al limpiarme con el papel higiénico me daría cuenta de que me estaba creciendo pene. Fue una tontería que leí en un libro de información sexual (para que luego digan que la información sexual es necesaria para los niños; yo digo, según y cómo) en el que se informaba de algunos casos extraños de la naturaleza humana, como el de esos niños que nacen con el sexo tan diminuto que hasta que no les llega el desarrollo adolescente se les toma por niñas, y de las consecuencias psíquicas que provoca en el niño - niña ese desgraciado error. Y como yo crecí con el convencimiento de que era portadora de alguna anormalidad, de que era rara o diferente, y como no sabía en qué consistía esa rareza, me identificaba con cualquier fenómeno extraño que leía o que me contaban y sufría muchísimo. Estuve horrorizada con la idea de que algún día se descubriera que en realidad era un niño y me tocaba y me tocaba cada mañana a ver si mi montañita había crecido, y claro, a veces crecía del mismo roce. Igual que cuando se me instaló en el cerebro la idea de que estaba endemoniada, ese temor me vino leyendo El exorcista, y puedo asegurar que llegué a sentir cómo se me movía la cama, cómo se levantaba un poco del suelo, me mantenía en el aire unos segundos y luego volvía a su sitio. No podía compartir esos terrores con nadie. Lo lógico habría sido poder confesárselos a mi hermana, pero Palmi siempre fue una histérica, desde niña, y si le hubiera confesado mis temores (fundamentados) de estar endemoniada, habría salido chillando de la habitación, llamando a mi madre, como aquel día en que ella estaba con fiebre y me dijo que le contara un cuento, porque yo siempre tuve facilidad, y siempre le conté cuentos y películas para que se durmiera, y entonces le dije que mientras era casi imposible que Dios, el Dios padre, se nos apareciera, no había que descartar que Jesucristo alguna vez se sentara en nuestra cama y se quedara observando nuestro sueño con una dulzura infinita, sólo por el gusto de ver el sueño de los inocentes. Era una imagen que yo había visto en una película que nos pusieron en la catequesis y que me había impresionado muchísimo: Jesucristo sentado en la cama del niño enfermo. Palmi se puso a llorar y vino mi madre y me dijo, siempre tienes que andar metiéndole a la pobre las ideas negras que tú tienes en la cabeza (de ahí la expresión «ideas negras»). Menos mal que no le conté que el niño al final moría y que Jesucristo sólo estaba ahí para hacer más dulce su final, porque entonces no sé cómo se hubiera puesto. Luego me acuerdo que me desvelé pensando en la visita de Cristo, pero no me atrevía a abrir los ojos porque si lo veía eso querría decir que Palmi iba a morir, y luego me desveló las noches siguientes una idea que me torturaba aún más: realmente, con la mano en el corazón, ¿quería o no quería que Cristo se sentara en la cama de mi hermana y se la llevara para siempre y me quedara yo sola, yo sola para mi madre, yo sola con el cuarto, yo sola sin sus chivateos, sin sus sobreactuaciones, y sin su insoportable colección de barbies?, ¿era yo tan mala para desear la muerte de una hermana, la deseaba de verdad, era yo un monstruo? Y a esa idea negra, torturante, podían sumarse las otras y hacer que todas las ideas negras bailaran en mi cabeza: ¿era yo ese monstruo poseído por Satán, con un pene diminuto, que deseaba la muerte de su hermana?

Luego, de pronto, esas ideas desaparecían y me dejaban vivir tranquila durante un tiempo pero cuando me hacía víctima de su presencia y se metían y colonizaban mis pensamientos, ay, qué triste me ponía. Mi madre comentaba, delante de mí, a alguna de sus amigas: no sé qué le pasa, no lo sé, se pone rara, se pone mohína, no habla, mírala, hablo y mira al suelo, qué actitud es ésa, qué puedo hacer yo, si tuviera un padre seguro que no le montaba este número, pero a mí sí, a mí me puede, sabe que soy débil, por eso lo hace.

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