Milagros vivía, en su pisito diminuto, al lado del Tanatorio. Me acordé, de pronto, de cuando Milagros y yo íbamos con el taxi de madrugada a tomarnos un gin - tonic al bar del Tanatorio, y teníamos el cuajo de estar allí bebiendo una copa, rodeadas de gente llorando que entraba y salía. Realmente, si te pones a pensarlo en frío, cuando eres joven tienes muy poca sensibilidad, porque yo no recuerdo haberme sentido incómoda en ningún momento por estar allí bebiéndome mi gin - tonic con pajita en un ambiente de tanto sufrimiento. Y aunque la idea de ir al Tanatorio surgió de Milagros, porque le había dicho su tío Cosme que ahí recalaban muchos taxistas porque el café era buenísimo y porque sabían que lo bueno del Tanatorio era que nunca te lo ibas a encontrar cerrado, yo, siendo justa, no puedo echarle la culpa de todas nuestras excentricidades a Milagros. Ella tenía la disculpa de su infantilismo pero yo, descontando mi tendencia a la depresión, siempre he tenido la cabeza en mi sitio. Más bien, habría que pensar que la juventud es esa edad en que la filosofía vital consiste en que los demás (el prójimo) son unos gilipollas y la desgracia ajena es eso, ajena.
Si me ponía a pensar, gran parte de mis recuerdos estaban relacionados con la loca de Milagros. Y ahora, fíjate por dónde, iba a su casa, en la que sólo había estado, por cierto, dos o tres veces desde que la compró, porque ni me gusta viajar en metro (menos teniendo que hacer transbordos), ni me gusta ir a la casa de la gente, porque tengo que celebrar cómo está decorada la casa y la comida que te preparan y los niños que tienen, ni me gusta estar obligada a quedarme un rato después de las comidas, no sé lo que hacer y me siento incómoda y no sé cuándo es el momento en el que esa familia o esa persona quiere que me vaya. Prefiero quedar en los bares y si me harto, me largo.
El niño cambiaba mucho las cosas. Si Milagros lograba salir del lío en el que se había metido y conseguía que no le arrebataran a la criatura (yo en ese momento no me podía imaginar cómo) tendría alguien en la vida en quien pensar que no fuera yo. Yo, yo, yo, el centro de su vida, estaba pasando a segundo plano. Y de pronto, me daba cuenta de que me sentía algo celosa y no sabía cómo reaccionar ante ese sentimiento. Milagros, la madre. Y yo, la tía. ¿No había querido librarme de ella toda la vida? Pues ahora existía una razón poderosa para que me dejara en paz. Pero en vez de estar aliviada, me sentía, de pronto, un poco sola en el mundo. Tenía que reconocer, pensé, que no sólo Milagros era una persona especial, yo a veces también era un poco retorcida.
Llamé al timbre. La voz de Luis Miguel inundaba el descansillo, bajaba por la escalera hasta el piso de abajo. «El día que me quieras, bajo el azul del cielo, las estrellas celosas, nos mirarán pasar.» Milagros abrió. Nos quedamos mirando la una a la otra sin decir nada, como si de pronto sintiéramos vergüenza, la que sienten los niños cuando vuelven a la escuela después de no haberse visto durante el verano. Yo con las dos manos ocupadas, los pastelillos, las flores.
– Bueno, qué -le dije-, me dirás que pase.
– Es que te quedas ahí parada -dijo-, ¿me darás un beso?
Le di un beso y le puse las flores y los pasteles en la mano.
– ¿Y esto?
Me encogí de hombros.
– Pues eso, buñuelos y claveles.
– Qué detallista.
Milagros entró y yo detrás de ella.
– Estaba terminando de poner el café -dijo, y se metió para la cocina.
La casa había cambiado muchísimo desde que yo había estado la última vez, ¿cuándo, hacía ya un año? Estaba todo primorosamente colocado. En el salón yo podía reconocer y si no imaginar todas aquellas cosas que Milagros había ido pillando de la basura. Había tal acumulación de adornos que a uno le daba miedo moverse, porque daba la sensación de que si tirabas algo, todo se vendría abajo, pero lo que me sorprendió fue que siendo las cosas muy viejas, algunas rotas, el salón no dejaba de tener un aspecto limpio, ordenadísimo. En la pared había colgado dos mosaicos que habíamos hecho en el colegio, dos payasos, uno de ella y otro mío. El mío con una lágrima. Me acuerdo de lo artístico que me parecía cuando lo hice. Un humidificador soltaba vapor con esencia de eucaliptus y daba al ambiente un aire húmedo, aromático y agradable. La pata que le faltaba al sofá había sido reemplazada por un bote de pintura, las acuarelitas de marinas que habrían pertenecido Dios sabe a qué pobre mujer estaban allí adornando las paredes, los maceteros de macramé de los que colgaban los potos, los juegos incompletos de café, la mantita del sofá, cuántas cosas venían de nuestros trasiegos por la calle. Los muñecos de peluche tiesos y duros con los que nunca jugaban los niños, al menos en mi casa mi madre nunca nos dejó, estaban de adorno en la estantería del cuarto. Los muñecos tuertos: el caballito del balancín, el tigre horrendo, la niña tirolesa. Las mil y una noches de Milagros. Y mías.
– Milagros -le dije, sin saber por qué, con cierto apuro-, ¿y el niño?
– En el cuarto -dijo desde la cocina-, ven, ayúdame.
En la puerta de la cocina me dio un plato de porcelana con los buñuelos amorosamente colocados. Ella llevaba la bandeja con la cafetera humeante y las tazas. No me hablaba, estaba entregada a las faenas de anfitriona, como si fuera una madre muy en su papel de recibir visitas.
– La tienes muy bonita -dije, recorriendo otra vez con la mirada el pequeño salón. Y no se lo decía cínicamente, se lo decía como se le miente a una abuela o a un niño, con una mentira cargada de buenos sentimientos.
– A mí me gusta. Y mira qué pedazo de cielo veo desde la terraza -descorrió la cortina y ahí estaba, el pedazo de cielo rojo del atardecer de un domingo de mayo-. Cuando tenga dinero la cerraré y así podré tener aquí invernadero y salita de lectura.
– ¿De lectura?
– Sí, quien dice de lectura, dice de costura, o simplemente para mirar el cielo en primer plano. No todo el mundo puede decir que ve este cielo desde su casa.
– Yo no, desde luego.
– Encontrarás esto un poco más recargado que tu salón…
– También hay que tener en cuenta que tú llevas más tiempo decorándolo. Con el tiempo, todas las casas se llenan.
– Eso también es verdad. Bueno -se me quedó mirando-, nos podríamos sentar.
– ¿Puedo pasar al servicio?
– Pues claro. Yo en tu casa nunca te pregunto si puedo pasar al servicio.
– Ya sabes que yo soy un poco… -las manos intentaron explicar lo que yo no sabía decir y se me quedaron en el aire, en un gesto que no significaba nada, salvo la propia extrañeza de la situación-, voy al baño y ahora atacamos la bandeja de buñuelos. No empieces sin mí -dije, intentando decir algo intrascendente, gracioso.
Entré en el baño, me senté, hice pis, me acaricié las rodillas como hago siempre desde que tengo memoria, y esperé a que el habitual ligero escalofrío me subiera hasta la boca. Entonces, pensé que tenía que hacerlo, que tal vez Milagros lo estaba esperando. Me miré al espejo mientras me lavaba las manos y la cara que vi parecía saber aquello que yo aún no sabía. Salí al pequeño pasillo al que daban las dos habitaciones, la del fondo era la de Milagros, estaba abierta, su cama de matrimonio, con el cabecero cromado y una colcha de flores descoloridas sobre la que Lucas dormía el sueño plácido de los animales que fueron abandonados y que han encontrado un techo.
Sentí que Milagros quería que lo hiciera. Después de tantos años quién no sabe lo que el otro quiere de ti aunque no lo diga. Ella me pedía algo que me dejaba paralizada allí, en medio de aquel diminuto distribuidor que ahora estaba casi a oscuras si no fuera por una de esas bombillas de baja intensidad que se colocan en los enchufes para que los niños no tengan miedo. Sabía que Milagros quería que lo hiciera. Ella lo estaba esperando, sentada en el sofá, delante de un café que nunca nos tomaríamos y de unos buñuelos que sólo habían servido para aparentar normalidad. Acerqué mi mano al pomo de la puerta y noté que me temblaba. La abrí, la abrí lentamente, como si estuviera dentro de un sueño en el que me sintiera incapaz de hacer las cosas deprisa. La cuna estaba debajo de la ventana. Un cuco que sólo Dios sabe de dónde habría salido, tal vez Milagros lo tenía allí desde hacía tiempo esperando la llegada del bebé que lo ocupara, o tal vez lo había recogido de la basura para que sirviera de cuna para Lucas. La persiana estaba levantada y parecía literalmente que un pintor hubiera dado dos brochazos rojos horizontales en el cielo. Un ruido sordo, de resorte, me asustó. En la pared, el reloj de cuco anunciaba las ocho de la tarde. Milagros se las había apañado para que no sonara, y ahora el pájaro salía y entraba con el ruido de una carraca vieja. Ya sabía que no hacía falta que me acercara porque detrás del olor a colonia infantil que inundaba la habitación había otro olor que me hizo llevarme la mano a la nariz y que estaba a punto de marearme. No hacía falta que lo viera pero me acerqué. Me acerqué porque sabía que ella, desde el salón, con las manos seguramente sujetándose la cabeza como hacen las personas desesperadas, me lo estaba pidiendo. Ahí estaba Christopher, boca arriba, pálido, con sus ojos y su boca ligeramente abiertos, con los bracillos fuera del embozo de la sábana, como duermen los muñecos. La cara de un blanco de porcelana. El pelo peinado a raya, como los niños antiguos.
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