Elvira Lindo - Una palabra tuya

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Rosario y Milagros son barrenderas y se conocen desde niñas. Tan vulnerable en apariencia como firme pese a sus contradicciones, Rosario relata los años transcurridos junto a esa fuerza de la naturaleza que es Milagros; años de tropiezos, ilusión, miedo y realidades que han dado forma al temor de no merecer ser felices.
Galardonada con el Premio Biblioteca Breve 2005, Una palabra tuya es el retrato de dos mujeres -extraordinaria aportación a la narrativa española actual-, de dos proyecciones de un mismo espejo deformante, de dos trayectorias vitales, una hacia la nada más cruel desde una vida triste y la otra hacia un futuro expectante desde una vida redimida; y en medio, la piedad y el perdón.
Elvira Lindo es dueña de un admirable sentido de la forma, una observación del habla y de la realidad tan precisas que refleja la vida con una complejidad narrativa prodigiosamente fácil. Visceral, arrebatada, escrita en un estado de trance que se desliza intacto en su lectura, la novela posee una hondura emocional que corta el aliento. Es una novela grande y grave, pero también llena de ironía, de sarcasmo, de una crudeza que se transforma de pronto en ternura. Las vidas corrientes que retrata Elvira Lindo cobran la dimensión de encrucijadas morales y adquieren la grandeza, dignidad y profunda nobleza humana de una tragedia antigua en el mundo contemporáneo.

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Salí de la habitación y cerré la puerta detrás de mí. Entré sigilosamente en el salón, con el mismo respeto que si hubiera entrado a un velatorio. La luz se había marchado casi por completo y me senté al lado de Milagros, que apoyaba la cabeza entre sus manos. Hablamos en susurros, a oscuras.

– Milagros…, no lo puedes tener ahí para siempre.

– Me cuesta mucho separarme de él -su voz sonaba ahogada detrás de la pantalla de sus manos.

– Ya lo sé.

– No lo sabes, cómo lo vas a saber. No puedes saber lo que es perder a un hijo.

Mi mano fue espontáneamente, sin que yo lo pensara, hacia su cabeza y le acarició el pelo una y otra vez. La oía sollozar, no desesperadamente como aquella noche, sino con el llanto apagado de los que no tienen ninguna esperanza. Me pregunté cómo la había dejado llegar hasta ahí.

– No lo sabes, Rosario, tú no sabes lo que es este vacío. Voy por la casa y soy ya como un fantasma.

– Tendremos que enterrarlo, Milagros.

– Sólo de pensar que ya no estará en su cuarto se me parte el corazón.

– Los muertos descansan mejor bajo tierra, Milagros, si lo dejas ahí sólo conseguirás que se estropee y eso sería fatal, te pondría más triste aún.

– Hay que buscarle un buen sitio.

– Un sitio fuera de Madrid, donde puedas ir a visitarlo para el día de los difuntos.

– Lo llevaremos donde está mi madre, en su misma caja.

– No, en la misma caja no puede ser, Milagros, tenemos que hacer todo esto sin que nadie se entere, a escondidas, ¿no te das cuenta de que el niño no existe para nadie?

– Entonces lo llevaremos cerca, cerca de mi madre. Al otro lado de la tapia del cementerio, allí hay unos almendros preciosos. No se le puede enterrar en cualquier secarral.

– Desde luego que no.

– ¿No crees que ha sido una suerte que muriera en su propia casa y no en un contenedor de basura?

– Eso no lo dudes.

– Es que con algo tengo que consolarme. Todas las madres que pierden a un hijo tienen que encontrar un consuelo, y el mío es ése, que ha muerto como todos deberíamos morir, en casa y con la mano de quien más te quiere tocándote la frente. Rosario, si no fuera por ti…

– Anda, no seas boba.

– A quién tendría yo, dime.

– Y si no hubiera sido por ti, ¿qué hubiera hecho yo cuando murió mi madre?

– Rosario, hay una cosa que me atormenta mucho.

– Dime.

– Dirás que es una tontería pero para mí no lo es. No tengo caja. No tengo caja para meterlo -las manos volvieron a sujetarle la cabeza-, ¿cómo se hace eso, Rosario, puede ir cualquiera a las tiendas de ataúdes y encargar una blanca para un bebé?

– No, eso no se puede hacer.

– Y yo no quiero envolverlo en una manta, Rosario, yo quiero que tenga su caja, como todo el mundo. No podría dormir tranquila si supiera que está bajo tierra envuelto en una colcha. Eso no es humano.

– Ya buscaré yo algo, ahora tú no te inquietes por eso.

– Le puedo pedir el taxi a mi tío Cosme para viajar al pueblo, lo que pasa es que él no me lo dejaría hasta el viernes.

– Hay que ir antes. Si no te importa, Milagros… Creo que lo mejor es que se lo diga a Morsa y que nos lleve él en su coche. Tú no estás ahora para conducir.

– ¡Morsa! Ese tío seguro que se lo contaba a todo el mundo.

– Le diré que llevamos un gato.

– Me da pena que Christopher pase por ser un gato.

– Qué le vamos a hacer.

– ¿Y qué va a pensar de que llevemos a un gato a enterrar a trescientos kilómetros?

– Bueno -le dije sonriendo-, él siempre ha creído que estamos un poco chaladas. Nos cree capaces de hacer eso y más.

Milagros levantó la cara y me miró, también sonreía. Sonreíamos las dos, como si en lo último que yo había dicho estuviera el secreto de la felicidad.

CAPÍTULO 11

Escuchadme. Dejadme que os cuente una cosa: soy una inocente. Más de lo que estáis dispuestos a creer. Más de lo que siempre pensó mi madre, que me hizo crecer con la idea de que desde muy niña llevaba un adulto dentro que observaba críticamente las vidas ajenas. ¿Sabéis lo que es eso, que te hagan creer cuando eres pequeña que en todos tus actos hay una doble intención, y para colmo, mala? Ella solía adornar el comentario diciendo que ese retorcimiento era debido a mi enorme inteligencia. Solía rematar la frase comentando con una sonrisa: en el fondo, es muy buena, incluso puede que hasta sea más buena que su hermana. Decía eso porque sabía que una madre como Dios manda no debe hacer comentarios negativos de sus hijos, así que encubría las críticas, pero no podía evitarlas, no podía. Os puedo asegurar que ese juicio suyo me entristeció más que nada de las cosas que normalmente pueden entristecer a un niño, más que la marcha de mi padre. Ese juicio suyo me torció la vida. No os exagero, creedme, es algo que tengo muy meditado. Me hizo creer que estaba endemoniada o algo así, que otro ser dentro de mí observaba la vida con maldad. Y si te repiten tanto las cosas desde niño acabas creyéndotelas, actuando según la imagen que tus padres tienen de ti. Ella me quitó la inocencia de tanto repetir que yo no era inocente, pero lo era. Miraba fijamente, eso sí, que es lo que a ella más le molestaba, pero era porque siempre me ha costado entender las cosas a la primera. Miraba para comprender. Era mucho más tonta de lo que ella pensaba. Ella me atribuía la inteligencia de la maldad, y yo tenía, os lo puedo asegurar, la lentitud del niño bondadoso. La miraba cómo estudiaba los cuellos de las camisas de mi padre antes de echarlas a la lavadora, cómo las olía, cómo manoseaba incluso su ropa interior; y ella de pronto se volvía, como si hubiera sentido mi presencia, me veía en el quicio de la puerta del lavadero y se llevaba un susto, ¿qué haces ahí, Rosario, qué haces?, y había un tono nada disimulado de irritación, una vez incluso me dijo, ¿se lo vas a contar a tu padre, se lo vas a contar, verdad? Y yo no sabía qué es lo que le tenía que contar ni qué interés tenía aquello que la veía hacer con tanta frecuencia, como registrarle los bolsillos, la cartera; más bien me producía inquietud el ver a mi madre, tan controlada siempre, tan poco misteriosa, acercando la nariz a unos calzoncillos, o quedárselo mirando fijamente cuando él estaba leyendo el periódico, con una intriga que yo no acababa de entender. Ella me atribuía a mí una compleja sabiduría. Por qué, no lo sé. A lo mejor porque siempre he mirado de frente, porque mi cara siempre ha sido el espejo de mi alma, porque mis gestos no me han permitido ser hipócrita, y tenía curiosidad, siempre la he tenido. Podía haberme celebrado mi curiosidad, pero no, ella lo achacaba a un retorcimiento genético, ¿lo podéis creer?, ¿y quién era la retorcida? Ves a tu madre con la nariz metida en los calzoncillos de tu padre y quieres saber por qué lo hace. Sólo eso. Ella me hizo creer que yo no era inocente. Es más, en mí perdura ese miedo infantil a no serlo, el miedo a tener dentro a ese bicho que me domina. Pero decidme ahora si no hay que ser muy inocente para darte cuenta de un detalle fundamental en tu vida veinticinco años más tarde. Veinticinco, que se dice pronto.

Os hablo de esta misma mañana. Voy al armario en el que guardo las pocas cosas que conservo de mi madre. Buscaba el baulito nacarado. En un principio sirvió para meter algunas prendas de su ajuar de novia, el camisón de raso, la bata, las zapatillas de seda con el pompón, cosas que el tiempo fue comiéndose y amarilleando hasta que, como ocurre con las cajas viejas por muy bonitas que sean, mi madre acabó usándolo para meter otras tantas cosas inservibles. Esta mañana, cuando abrí el baulito, el baulito del que yo sacaba el camisón de novia de mi madre cuando era niña y con el que jugábamos mi hermana y yo a las novias dejando una peste a alcanfor por toda la casa, me encontré unos zapatos de charol que me compró mi padre una víspera de Reyes. He sacado los zapatos, cuarteados, arrugados, asombrosamente pequeños, cuando siempre estuve convencida de tener unos pies enormes, y al tenerlos en la mano me he acordado de aquel cinco de enero con tanta viveza que he sentido hasta un cierto mareo. Milagros cree que los objetos contienen la vida de la gente. Pues es verdad. Tan cierto como que cuando los he tomado cada uno en una mano es como si me hubiera agarrado con fuerza a los mandos de una máquina del tiempo y el presente de hace veinticinco años se ha convertido en el presente de esta mañana y no era como estar recordando, no, no, era estar viviendo de nuevo.

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