José Saramago - Memorial Del Convento

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Durante nueve años buscó Blimunda a Baltasar. Conoció todos los caminos del polvo y del barro, la blanda arena, la piedra aguda, tantas veces la helada crujiente y asesina, dos nevadas de las que sólo salió viva porque aún no quería morir. El sol la requemó como una rama retirada del fuego antes de llegarle la hora de convertirse en cenizas, quedó cubierta de arrugas como una fruta pasada, fue espantajo en medio de los sembrados, aparición para los habitantes de los pueblos, temor de las aldeas y de los caseríos. Allá donde llegaba preguntaba si habían visto a un hombre con estas y aquellas señas, la mano izquierda falta, y alto como un soldado de la guardia real, barba completa y gris, y si entre tanto la afeitó, es una cara que no se olvida, al menos no la he olvidado yo, y tanto puede haber venido por los caminos de la gente, o por los senderos que cruzan los campos, como puede haber caído de las nubes en un pájaro de hierro y mimbres entrelazados, con una vela oscura, bolas de ámbar amarillo, y dos esferas de metal opaco que contienen el mayor secreto del universo, aunque de todo esto no queden más que añicos, del hombre y del ave, llévenme a ellos, que con sólo poner las manos encima los reconoceré, ni necesito mirarlos. La creían loca, pero, si se estaba algún tiempo por allí, la veían tan sensata en todas sus palabras y en sus actos que dudaban de la primera sospecha de poco juicio. Al final la conocían ya de tierra en tierra, y la llamaban la Voladora, por causa de la extraña historia que contaba. Se sentaba a las puertas charlando con las mujeres del lugar, oía sus quejas, sus lamentos, con menos frecuencia sus alegrías, por ser pocas, por guardarlas quien las tenía, tal vez porque no siempre hay la seguridad de sentir lo que se guarda, es sólo para no quedar desprovisto de todo. Por donde pasaba, quedaba un fermento de desasosiego, los hombres no reconocían a sus mujeres, que súbitamente empezaban a mirarlos con pena de que no hubieran desaparecido para poder buscarlos. Pero esos mismos hombres preguntaban, Se ha ido ya, con una inexplicable tristeza en el corazón, y si les respondían, Aún anda por ahí, volvían a salir con la esperanza de encontrarla en aquel bosque, en el sembrado alto, bañando los pies en el río o desnudándose tras unas cañas, era igual, que sólo los ojos gozaban, entre la mano y el fruto hay un espigón de hierro, afortunadamente nadie más tuvo que morir. Nunca entraba en iglesia si había gente dentro, sólo para descansar sentada en el suelo o apoyada en una columna, entré un momento, y ya me voy, ésta no es mi casa. Los curas que oían hablar de ella le mandaban recado para que fuese a confesarse, curiosos de saber qué misterios se ocultaban en aquella romera o peregrina, qué secretos se escondían en su rostro impenetrable, en aquellos ojos quietos cuyos párpados apenas se movían, y que a ciertas horas y a cierta luz parecían lagos donde fluctuaban sombras de nubes, las sombras que por dentro pasaban, no las comunes del aire. Y ella les mandaba decir que había hecho promesa de confesarse sólo cuando se sintiera pecadora, no podía haber respuesta que más escandalizara, si pecadores somos todos, sin embargo, a veces hablando de esto con otras mujeres, las dejaba pensativas, en definitiva, qué faltas son esas nuestras, las tuyas, las mías, si nosotras somos, mujeres, realmente, el cordero que quitará el pecado del mundo, el día en que esto se entienda va a ser preciso empezarlo todo de nuevo. Pero no siempre los incidentes de su paso fueron de este tenor, a veces fue apedreada, escarnecida, y en una aldea donde así la maltrataron hizo luego un prodigio tal que poco faltó para que la tomaran por santa, fue el caso que había en el lugar gran sequía de agua, por estar agotadas las fuentes y consumidos los pozos, y Blimunda, tras haber sido expulsada, recorrió los alrededores usando su ayuno y su videncia, y a la noche siguiente, cuando todos dormían, entró en la aldea, y desde mitad de la plaza gritó que en tal sitio y a tal profundidad corría un venero de agua pura, que la vi yo, por eso la llamaron Ojos-de-agua, de los ojos que primero se bañaron en ella. Ojos que agua generasen los halló también, y tantos, si habiendo dicho que vino de Mafra le preguntaban si conocía a uno con este nombre y esta figura, era mi marido, era mi padre, era mi hermano, era mi hijo, era mi novio, lo llevaron forzado a trabajar en el convento, por orden del rey, y nunca más lo vi, no volvió más, habrá muerto por allí, se habrá perdido en el camino, quién sabe, nadie me supo dar noticia de él, quedó la familia sin amparo, abandonada la tierra, o se lo llevó el diablo, pero aquí tengo ya otro hombre, ése es animal que nunca falta si la mujer le abre el cubil, no sé si me entiendes. Pasó por Mafra, supo por Inés Antonia que había muerto Álvaro Diego, de Baltasar ni de muerte había indicio, cuanto menos de vida.

Nueve años buscó Blimunda. Empezó contando las estaciones, luego les perdió el sentido. En los primeros tiempos calculaba las leguas que andaba por día, cuatro, cinco, a veces seis, pero luego se le confundieron los números, pronto no tuvieron significado el tiempo y el espacio, todo se medía en mañana, tarde, noche, lluvia, solanera, granizo, niebla, nublado, camino bueno, camino malo, cuesta de subir, cuesta de bajar, llanura, montaña, playa de mar, ribera de río, y rostros, millares y millares de rostros, rostros sin

número que los dijese, cuántas veces más que los que en Mafra se habían juntado, y, entre los rostros, los de las mujeres para las preguntas, los de los hombres para ver si en ellos estaba la respuesta, y de éstos ni los muy jóvenes ni los muy viejos, alguien de cuarenta y cinco años cuando lo dejamos en la ladera del Monte Junto, cuando subió a los aires, para saber la edad que va teniendo basta añadirle un año cada vez, por cada mes tantas arrugas, por cada día tantos cabellos blancos. Cuántas veces imaginó Blimunda que estando sentada en la plaza de un pueblo, pidiendo limosna, se acercaría un hombre que en vez de dinero o pan le tendía un gancho de hierro, y ella metería la mano en la alforja y de allá sacaría un espigón de la misma forja, señal de su constancia y guarda, Así te encuentro, Blimunda, Así te encuentro, Baltasar, Por dónde anduviste todos estos años, qué casos y miserias te ocurrieron, Háblame primero de ti, tú eres quien ha estado perdido, Te voy a contar, y se quedarían hablando hasta el fin de los tiempos.

Millares de leguas anduvo Blimunda, casi siempre descalza. La planta de sus pies quedó callosa, hendida como corcho. Portugal entero estuvo bajo estos pasos, algunas veces atravesó la raya de España porque no veía en el suelo señal que separase la tierra de allá y la de aquí, sólo oía hablar otra lengua, y se volvía atrás. En dos años, fue de las playas y de los cantiles del océano hasta la frontera, después empezó a buscar por otros lugares, por otros caminos, y andando y buscando descubrió qué pequeño era el país donde nació, Aquí ya he estado, por aquí ya pasé, y daba con rostros que reconocía, No se acuerda de mí, me llaman la Voladora, Ah, claro que me acuerdo, ha encontrado ya al hombre que buscaba, A mi marido, Sí, a ése, No, no lo he encontrado, Pobrecilla, No sabe si ha aparecido por aquí después de haber pasado yo, No, no ha aparecido, ni nunca he oído hablar de él por estos alrededores, Entonces, me voy, hasta otro día, Buen viaje, Si lo encuentro.

Lo encontró. Seis veces había pasado por Lisboa, ésta era la séptima. Venía del sur, de la parte de Pegões. Cruzó el río, casi de noche, en la última barca que aprovechó la marea. Llevaba casi veinticuatro horas sin comer. Tenía algún pan en la alforja, pero, cada vez que iba a llevárselo a la boca, parecía que en su mano se posaba otra, y una voz le decía, No comas, que ha llegado el tiempo. Bajo las aguas oscuras del río veía pasar los peces a gran profundidad, cardúmenes de cristal y plata, largos dorsos escamosos o lisos. La luz interior de las casas se filtraba por las paredes, difusa como un faro en la niebla. Entró por la Rua Nova dos Ferros, dobló a la derecha en la iglesia de Nuestra Señora da Oliveira, en dirección al Rossío, repetía un itinerario de hacía veintiocho años. Caminaba entre fantasmas, entre neblina, que eran personas. Mezclado con mil hedores de la ciudad, la brisa nocturna le trajo el de carne quemada. Había una multitud en Santo Domingo, antorchas, humo negro, hogueras. Se abrió paso, llegó hasta las primeras filas, Quiénes son, preguntó a una mujer que llevaba un chiquillo en brazos, Sé de tres, aquél de allá y la chica, son padre e hija, están aquí por culpas de judaísmo, y el otro, el de la punta, es uno que hacía comedias de fantoches y se llamaba Antonio José da Silva * , de los otros no he oído hablar.

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