José Saramago - Memorial Del Convento

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Se ha metido ya Baltasar por los contrafuertes del Monte Junto, busca el casi invisible camino que por el bosque le llevará hasta la máquina de volar, siempre se acerca a ella con el corazón oprimido, por temor de que la hayan descubierto, destruido tal vez, o robado, y cada vez se sorprende al verla como si ahora mismo hubiera acabado de posarse, estremecida aún por el veloz descenso, en su regazo de arbustos y miríficas trepadoras, miríficas se les ha de llamar porque no es esta tierra donde suelen crecer. No fue robada, destruida tampoco, ahí está, en el mismo lugar, con el ala caída, su pescuezo de ave confundido con las ramas más altas, la cabeza oscura como un nido colgando. Baltasar se aproximó, dejó la alforja en el suelo, se sentó a descansar un poco antes de ponerse a trabajar. Comió sobre un pedazo de pan dos sardinas fritas, usando la punta y el filo de la navaja con el arte de quien labra miniaturas en marfil, al terminar, limpió la hoja en las hierbas, la mano en el calzón, y se dirigió a la máquina. El sol brillaba con fuerza, el aire estaba caliente. Sobre el ala, pisando con cautela para no dañar el revestimiento de mimbre, Baltasar entró en la passarola. Se habían podrido algunas tablas del convés. Tendría que sustituirlas, traer los materiales necesarios, estar aquí unos días, o, y sólo entonces se le ocurrió la idea, desmontar la máquina pieza a pieza, llevarla a Mafra, esconderla debajo de un montón de paja, o en uno de los sótanos del convento, si pudiera ponerse de acuerdo con los amigos, confiarles la mitad del secreto, se asombraba de no haber pensado antes en esta solución, cuando volviera hablaría con Blimunda. Iba distraído, no se fijó dónde ponía los pies, de repente dos tablas cedieron, se hundieron. Braceó violentamente para ampararse, para evitar la caída, el gancho del brazo se introdujo en la argolla que servía para separar las velas, y, de golpe, suspendido en todo su peso, Baltasar vio que los paños se apartaban a un lado con estruendo, el sol inundó la máquina, brillaron las bolas de ámbar y las esferas. La máquina giró dos veces, despedazó, desgarró los arbustos que la envolvían, y ascendió. No se veía una nube en el cielo.

Blimunda no durmió en toda la noche. Estuvo esperando que Baltasar regresara al caer el día, como en otras ocasiones ocurriera, y en esa creencia salió del pueblo, anduvo casi media legua por el camino y, durante mucho tiempo, hasta cerrarse el crepúsculo por completo, estuvo sentada en una cerca, viendo pasar la gente que iba a Mafra, de romería a la consagración, no era fiesta que se pudiera perder, habría limosnas y comida para todos, o al menos no iban a faltar para los más listos y pedigüeños, procura el alma sus satisfacciones, y el cuerpo no prescinde de ellas. Al ver a aquella mujer allí sentada, algunos necios venidos de lejos creían que era así como la villa de Mafra recibía a los visitantes machos, con ofrecidas facilidades, y le hacían bromas obscenas, que tenían que tragarse luego ante el rostro de piedra que los miraba. Y uno que se atrevió a experimentar otras aproximaciones, retrocedió asustado cuando Blimunda le dijo, con voz opaca, Tienes un sapo en el corazón, escupo en él, en ti y en toda tu descendencia. Cuando cayó la noche por completo, se acabaron los peregrinos, a estas horas no vendrá ya Baltasar, o llegará tan tarde que lo recibiré acostada, o estará aquí de madrugada, si ha tenido mucho que arreglar, eso fue lo que dijo. Volvió Blimunda a casa, cenó con los cuñados y el sobrino, No ha venido Baltasar, preguntó uno de ellos, Nunca entenderé qué salidas son éstas, dijo el otro, sólo Gabriel no abrió la boca, es aún demasiado joven para hablar cuando lo hacen los mayores, pero, para sí, piensa que sus padres no tienen por qué meterse en la vida de los tíos, es manía de medio mundo la de curiosear en la vida de la otra mitad, que, por otra parte, le paga con la misma moneda, hay que ver, este chico, tan joven y las cosas que ya sabe. Acabada la cena, Blimunda esperó a que todos se acostasen y salió luego al huerto. Estaba serena la noche, limpio el cielo, apenas se sentía el frescor del aire. Tal vez a aquella misma hora viniera Baltasar caminando por la orilla del río de Pedrulhos, con el espigón atado al brazo izquierdo en vez del gancho, que nadie está libre de malos encuentros y de preguntas indiscretas, como ya se ha dicho y comprobado. Salió la luna, así verá mejor el camino, dentro de poco seguro que se oyen ya sus pasos, en el gran silencio premonitorio de la noche empujará la cancela del huerto y allí estará Blimunda recibiéndolo, lo demás no lo veremos, porque nuestra obligación es ser discretos, basta que sepamos que es mucha la inquietud de esta mujer.

No durmió en toda la noche. Tumbada en el comedero envuelta en mantas que olían a cuerpo y a inmundicia de ovejas, abría los ojos a las rendijas del encañizado de la barraca, por donde penetraba la luz de la luna, después la luna se puso, era casi de madrugada, ni la noche tuvo tiempo de oscurecerse. Con la primera claridad se levantó Blimunda, fue a la cocina a buscar algo de comer, qué inquietud es ésta, mujer, si aún no estamos fuera de lo que Baltasar prometió, llegará hacia el mediodía, tendría mucho que arreglar en la máquina, tan vieja, a la intemperie, ya lo dijo. Blimunda no nos oye, salió de casa, va por el camino que conoce, aquel por el que vendrá Baltasar, no es posible que no se encuentren. Con quien no se encontrará es con el rey, que entrará hoy en la villa de Mafra, por la tarde, llevando consigo al príncipe Don José y al señor infante Don Antonio, más los criados todos de la casa real, en suprema grandeza, ricos coches, soberbios caballos, todos en perfecta formación apareciendo en la boca del camino, rodando, batiendo los cascos, que nunca se habrá visto tan asombrosa perspectiva. Pero de pompas reales ya nos basta, conocemos las diferencias, más brocado o menos brocado, más oro o menos oro, nuestro deber es ir detrás de aquella mujer que a cuantos encuentra va preguntando si vieron a un hombre así, con estas señas, de esta manera, el más hermoso del mundo, por tal engaño se ve cómo no siempre se debe decir lo que uno siente, quién por este relato conocería a Baltasar, renegrido, canoso y manco, No mujer, no lo hemos visto, y Blimunda sigue andando, ahora ya fuera de los caminos principales, atajando como en el viaje que hicieron ambos, aquel monte, aquel matorral, cuatro piedras alineadas, seis colinas alrededor, va cayendo el día, de Baltasar ni sombra. No se ha sentado Blimunda para comer, va andando y masticando, pero la noche en vela la había fatigado, la inquietud le quita fuerzas, no puede tragar bocado, y el Monte Junto, que ya se veía a lo lejos, parece que se aleja, qué prodigio será. No es ningún misterio, es sólo el paso lento con que avanza, arrastrado, así no voy a llegar nunca. Hay lugares por los que Blimunda no recuerda haber pasado, otros los reconoce por un puente, una vaguada, un prado en el fondo. Y supo que ya pasó por aquí porque en aquella misma puerta está aquella misma vieja cosiendo aquella misma saya, todo está igual, menos Blimunda, que va sola.

Por aquí recuerda que encontraron al pastor que les dijo que estaban en la sierra del Barregudo, más allá el Monte Junto parece una colina como cualquier otra, pero no la retuvo así la memoria quizá por lo combado, como si fuera una miniatura de este lado del planeta, así cree una persona que la tierra es realmente redonda. No hay pastor ni rebaño, sólo un profundo silencio cuando Blimunda se detiene, hay una soledad profunda en cuanto ve a su alrededor. El Monte Junto está tan cerca que parece que basta con tender la mano para tocar sus contrafuertes, como una mujer de rodillas que extiende el brazo y toca los muslos de su hombre. No es posible que Blimunda haya pensado esta sutileza, posiblemente, quién sabe, no estamos nosotros dentro de las personas, qué sabemos lo que piensan o dejan de pensar, andamos poniendo nuestros pensamientos en cabezas ajenas y luego decimos, Blimunda piensa, Baltasar pensó, y quizá les imaginamos nuestras propias sensaciones, por ejemplo, ésta de Blimunda en sus muslos, como si los hubiera rozado su hombre. Se detuvo para descansar, porque le temblaban las piernas, fatigadas del camino, ablandadas por el imaginario contacto, pero, de repente, le entra en el corazón el convencimiento de que va a encontrar allá arriba a Baltasar, trabajando y sudando, quizás apretando los últimos nudos, echándose la alforja al hombro y bajando ya hacia el valle, por eso gritó, Baltasar.

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