José Saramago - Memorial Del Convento
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No hubo respuesta ni podía haberla, un grito no es nada, llega allí, hasta aquel escarpe y rebota y vuelve hacia atrás, debilitado, no parece nuestra voz. Blimunda empezó a subir rápidamente, le volvieron las fuerzas en aflujo. Echa a correr si la cuesta se reduce antes de empinarse de nuevo, y delante, entre dos carrascas, descubre el casi invisible sendero abierto por los pasos espaciados de Baltasar. Por allí se llega a la máquina de volar. Grita otra vez, Baltasar, ahora, forzosamente, tiene que oírla, no hay montes por medio, sólo una hondonada, si pudiera pararse seguro que oía el grito de él, Blimunda, está tan segura de haberlo oído que sonríe, con el dorso de la mano se seca el sudor o las lágrimas, o quizá está poniendo en orden el cabello, o limpiándose la cara sucia, es un gesto de tan diversos sentidos.
Allí está el lugar, como el nido de un ave gigantesca que alzó el vuelo. El grito de Blimunda, tercero, y siempre el mismo nombre, no fue agudo, sólo una explosión sofocada, como si una mano gigantesca le arrancara las tripas, Baltasar, y, al decirlo, comprendió que desde el principio sabía que iba a encontrar desierto este lugar. Las lágrimas se le secaron de súbito como si un viento ardiente soplara de dentro de la tierra. Se acercó a trompicones, vio los arbustos arrancados, la depresión que el peso de la máquina había hecho en el suelo, y, al otro lado, a media docena de pasos, la alforja de Baltasar. No había otras señales de lo que había ocurrido allí. Blimunda alzó los ojos al cielo, ahora menos limpio, algunas nubes bogaban serenas al caer la tarde, y por primera vez sintió el vacío del espacio, como si estuviera pensando, No hay nada más allá, pero esto mismo era lo que no quería creer, en cualquier parte del cielo debe de andar Baltasar, volando, luchando con las lonas para hacer bajar la máquina. Volvió a mirar la alforja, fue a buscarla, notó el peso del espigón en ella, y entonces recordó que la máquina, si había ascendido el día anterior, había tenido que bajar por la noche, por eso Baltasar no estaba en el cielo, estaría en la tierra, en cualquier parte, quizá muerto, quizá vivo, pero herido, que aún recordaba cuán violento había sido el descenso, aunque es verdad que llevaba entonces mayor carga.
Se echó la alforja al hombro, allí ya no había nada que hacer y empezó a buscar en las proximidades, subiendo y bajando por las cuestas cubiertas de matojos, escogiendo los puntos altos, deseosa ahora de tener ojos agudísimos, no los que el ayuno le daba, sino otros que nada dejasen escapar de la superficie, como los del halcón, los del lince. Con los pies sangrando, la falda desgarrada por los matorrales espinosos, dio la vuelta por el lado norte del monte, luego volvió al sitio de partida buscando un nivel superior, y entonces descubrió que nunca habían ido, ni ella ni Baltasar, a la cima del Monte junto, ahora tendría que subir allí, antes de que cayera la noche, desde arriba tendría una vista más amplia, cierto es que a distancia la máquina apenas se vería, pero el azar a veces ayuda, quién sabe si, al llegar, vería a Baltasar haciéndole gestos con el brazo, a la orilla de una fuente donde matarían la sed.
Empezó a subir Blimunda, reprochándose a sí misma que no se le hubiera ocurrido antes, no ahora, cuando la tarde estaba despidiéndose. Sin pretenderlo encontró un sendero que subía, serpenteando, y más arriba un camino ancho, de carro, la sorprendió la novedad, qué habrá en lo alto del monte para que hayan abierto este camino, y con señales de paso, y antiguo, quién sabe si también Baltasar dio con él. Al doblar una curva, Blimunda se quedó inmóvil. Ante ella caminaba un fraile, dominico por el hábito que vestía, hombre corpulento, de cuello grueso. Inquieta, Blimunda dudaba entre echar a correr o llamarlo. El fraile pareció haber notado una presencia. Se paró, miró a un lado, a otro, luego atrás. Esbozó una bendición y aguardó. Blimunda se fue acercando, Deo gratias, dijo el dominico, qué haces por aquí, preguntó. Ella no tuvo más remedio que responder, Ando buscando a mi marido y no sabía cómo continuar, el fraile iba a pensar que estaba loca si empezaba a hablarle de la máquina voladora, de la passarola, de nubes cerradas. Retrocedió algunos pasos, Somos de Mafra, mi marido vino al Monte Junto porque oímos decir que había aquí un enorme pájaro, lo que temo es que el pájaro se lo haya llevado, Nunca oí hablar de tal cosa, ni nadie de la congregación, Hay en este monte algún convento, Lo hay, No lo sabía. El fraile desanduvo un poco de camino, como si lo hiciera distraídamente. El sol había descendido mucho y, como las nubes se amontonaban del lado del mar, el atardecer tomaba un tono ceniciento. No ha visto por aquí a un hombre manco de la mano izquierda y que usa un gancho que hace las veces de mano, preguntó Blimunda, Es ése tu marido, Sí, No, no he visto a nadie, Y no ha visto un pájaro grande volando por aquel lado, ayer o quizá hoy, No, no he visto ningún pájaro grande, Bueno, pues me voy, déme su bendición, padre, Se va a hacer de noche, te vas a perder si te metes por esos caminos, puede atacarte algún lobo, que los hay, Si me voy ahora, aún llegaré con luz del día, Es más lejos de lo que parece, oye, al otro lado del convento hay unas ruinas, de otro convento que no llegaron a terminar, puedes pasar allí la noche y mañana sigues buscando a tu marido, Me voy ahora, Haz lo que quieras, pero luego no digas que no te avisé de los peligros, y, diciendo esto, el fraile empezó a subir por el camino ancho.
Blimunda se quedó allí parada, dudando otra vez. Aún no había caído la noche, pero, allá abajo, los campos se iban cubriendo de sombras. Las nubes se arrastraban por el cielo, empezó a soplar un viento húmedo, quizá lloviera. Se sentía cansada, tanto que podía dejarse morir de pura fatiga. Ya apenas pensaba en Baltasar. Creía confusamente que lo encontraría al día siguiente, y que nada ganaba buscándolo hoy. Se sentó al borde del camino, en una piedra, metió la mano en la alforja y encontró lo que quedaba de la comida de Baltasar, una sardina reseca, un mendrugo durísimo. Si alguien pasara por allí a aquella hora sentiría un miedo mortal, una mujer sentada así, sin miedo ella, seguro que es una bruja a la espera de un viajero para chuparle la sangre o de las compañeras con las que irá al aquelarre. Sin embargo, es sólo una pobre mujer que ha perdido a su compañero, llevado por aires y vientos, y que haría cualquier brujería para que él regresara, pero brujerías de ésas no conoce ninguna, de qué le sirve ser capaz de ver lo que otros no ven, de qué le sirve haber sido recogedora de voluntades, si precisamente fueron ellas las que se lo llevaron.
Se hizo de noche. Blimunda se puso en pie. El viento era ahora más frío y más intenso. Había un gran desamparo en aquellos montes, por eso empezó a llorar, ya era hora de poder desahogarse. La oscuridad se llenó de sonidos terroríficos, el grito de un mochuelo, el ruido de las ramas de las carrascas, y, si no era que el oído la engañaba, llegaba de lejos el aullido del lobo. El valor de Blimunda le hizo descender aún cien pasos en dirección al valle, pero era como si estuviese bajando lentamente hacia el fondo de un pozo, sin saber qué fauces la esperaban, abiertas cerca del agua. Más tarde saldría la luna, que le mostraría el camino si el cielo se descubriera, pero que la haría visible a cualquier ser vivo que anduviese por el monte, si a algunos podía asustarlos, otros la dejarían helada de miedo. Se paró, asustada. A poca distancia algo se arrastraba lentamente. No lo soportó más. Empezó a correr, desandando el camino, como si llevase tras ella a todos los diablos del infierno, a todos los monstruos que pueblan la tierra, los vivos y los imaginados. Al doblar la última curva, vio el convento, una construcción baja, destartalada. Por las rendijas de las puertas de la iglesia se filtraba una luz pálida. Había un profundo silencio bajo el cielo estrellado, bajo el susurro de las nubes, tan cercanas como si el Monte Junto fuese la montaña más alta del mundo. Blimunda se fue acercando, le pareció oír un murmullo entonado de oraciones, serían las completas, cuando llegó cerca oyó más fuerte la melopea, ahora eran voces fuertes allí orando al cielo, tan humildemente orando que Blimunda volvió a llorar, quizás estos frailes, sin saberlo, estuvieran trayendo a Baltasar desde las alturas, o de las profundidades del bosque, tal vez las mágicas y latinas palabras estuviesen curando las heridas que seguramente padece, por eso Blimunda se unió a las preces, diciendo mentalmente las que sabe y que sirven para todo, ruina, paludismo, alma ansiosa, alguien allá arriba se encarga de una distribución proporcional.
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