José Saramago - Memorial Del Convento
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Al otro lado del convento, en un rebaje que da a la cuesta, estaban las ruinas. Había paredes altas, bóvedas, rincones que se adivinaba que eran celdas, buen lugar para pasar la noche al abrigo del frío y de las fieras. Blimunda, temerosa aún, entró en la profunda tiniebla de las bóvedas, tanteó el camino con las manos y los pies, temiendo caer en algún hueco. Poco a poco, los ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad, después la claridad difusa del espacio recortó las grietas indicando las paredes. El piso, cubierto de hierba, estaba limpio. Había un altillo al que no se podía llegar, o ahora no era visible el acceso. Blimunda extendió la manta en un rincón, utilizando la alforja como almohada, se acostó. Volvieron de nuevo las lágrimas, y llorando siguió mientras dormía, soñando que lloraba. No duró esto mucho tiempo. Surgió la luna abriéndose paso entre las nubes. La luz de la luna entró en las ruinas como un fantasma, y Blimunda se despertó. Creyó que la luz la había agitado suavemente, que había rozado su rostro, o la mano que reposaba sobre la manta, pero el roce que oía ahora era igual al que oyó antes, cuando aún dormía. El rumor se oía a veces más cerca, otras veces lejos, como de alguien que busca y no encuentra, pero no por ello desiste, vuelve y se obstina, un animal que se refugia habitualmente en este lugar y que ha perdido el sentido del espacio. Blimunda se irguió sobre los codos, aguzó el oído. El sonido era ahora el de unas pisadas cautelosas, casi imperceptibles, pero próximas. Pasó una silueta ante un resquicio del muro, la luz dibujó un perfil torcido en la pared rugosa de piedra. Inmediatamente Blimunda supo que era el fraile del camino. Le había dicho dónde podía encontrar abrigo, y venía ahora a ver si había seguido su consejo, pero no por caridad cristiana. Se echó Blimunda atrás, silenciosamente, y se quedó quieta, quizá la viera y dijese, Descansa, pobre alma fatigada, sería un milagro si así fuera, un verdadero milagro, y edificante, pero la verdad no es ésa, la verdad es que el fraile viene a saciar la carne, no se lo tomemos a mal, aquí en este desierto, en el techo del mundo, es dura la vida. El fraile cubre toda la luz del resquicio, es un hombre alto y fuerte, se oye su respiración. Blimunda apartó la alforja, y cuando el hombre se arrodillaba, metió rápidamente la mano en la bolsa, cogió el espigón por el ajuste, como un puñal. Ya sabemos lo que va a ocurrir, está escrito desde que en Évora el herrero hizo el espigón y el gancho, uno está aquí en la mano de Blimunda, el otro Dios sabe dónde. El fraile tocó los pies de Blimunda, tanteando le apartó suavemente las piernas, hacia un lado, hacia otro, lo excita terriblemente la inmovilidad de la mujer, quizá está despierta y le apetece el hombre, le ha retirado las sayas hacia arriba, lleva ya remangado el hábito, avanza la mano reconociendo el camino, se ha estremecido la mujer, pero no hace ningún otro movimiento, jubiloso, el fraile embiste sobre la invisible entrepierna de la mujer, jubiloso siente que los brazos de la mujer se cierran sobre su espalda, hay grandes alegrías en la vida de un dominico. Empujado por las dos manos, el espigón se entierra entre las costillas, roza por un instante el corazón, luego continúa su trayecto, hace veinte años que el hierro esperaba su segunda muerte. El grito que empezó a formarse en la garganta del fraile se convirtió en un estertor ronco y brevísimo. Blimunda torció el cuerpo aterrada, no por haber matado sino por sentir aquel peso dos veces aplastante. Utilizando los codos se debatió y pudo salir de debajo de él. La luz de la luna mostró una parte del hábito blanco y la mancha oscura que se iba extendiendo. Blimunda se levantó, escuchó atentamente. Era total el silencio en las ruinas, sólo su corazón latía. Palpó el suelo, recogió la alforja y la manta, de la que tuvo que tirar con fuerza porque se había enrollado en las piernas del fraile, y lo colocó todo en un sitio iluminado. Luego volvió al hombre, agarró el ajuste del espigón y tiró de él, una vez, dos veces. Con la torsión del cuerpo debió el hierro de quedar trabado entre dos costillas. Desesperada, Blimunda puso un pie en la espalda del hombre y, con un tirón brusco, extrajo el arma. Oyó un borboteo espeso, la mancha negra se extendió como una inundación. Blimunda limpió el espigón en el hábito, lo guardó en la alforja, que se echó al hombro, con la manta. Cuando iba a salir de allí miró hacia atrás y vio que el fraile llevaba calzadas unas sandalias, se las quitó, un hombre muerto va por su pie a donde tenga que ir, infierno o paraíso.
En la sombra que las paredes arruinadas proyectaban, Blimunda se detuvo a elegir camino. No se arriesgaría a atravesar la explanada del convento, podía verla alguien, acaso otro fraile sabedor del secreto, a la espera del regreso del primero que, por la tardanza, debería de estar retozando muy a gusto, Malditos sean los frailes, murmuró Blimunda. Ahora tenía que desafiar todos los temores, el lobo, si no era fábula, el invisible arrastrarse de algo, que ése sí lo había oído, meterse en el bosque para encontrar el camino, allá delante, donde nadie la pudiera ver. Se quitó las abarcas destrozadas, se puso las sandalias del muerto, grandes, anchas, más sólidas, ató las tiras de cuero a los tobillos y se puso en camino, siempre con las ruinas entre ella y el convento, mientras no la ocultara el bosque o una irregularidad del terreno. La rodearon los rumores de los montes, la bañaba la blancura de la luna, luego venían las nubes y la cubrían de oscuridad, pero súbitamente descubrió que nada la asustaba, que bajaría hasta el valle sin que vacilara el corazón, podían aparecer fantasmas y hombres-lobo, almas en pena y fuegos fatuos, con el espigón los echaría a un lado, arma más poderosa que todos los maleficios y atentados, candela que ilumina mi andar.
Anduvo Blimunda toda la noche. Tenía que estar muy lejos de Monte Junto cuando alumbrara la aurora, cuando la congregación se reuniera para las primeras oraciones. Al echar en falta al fraile, empezarían por buscarlo en su celda, luego por todo el convento, en la sala capitular, en el huerto, el abad lo creería huido, habría comentarios por los rincones, pero, si alguno de los hermanos sabía el secreto, sobre ascuas estaría, quién sabe si envidioso de la fortuna del otro, buena saya sería aquélla para que el otro arrojara el hábito a las ortigas, luego empezarían a buscar fuera de los muros, tal vez sea ya día claro cuando lo encuentren muerto, de la que me he librado, piensa el fraile ya no envidioso, en gracia de Dios.
Cuando, mediada la mañana, Blimunda llegó al río de Pedrulhos, decidió descansar de la ciega caminata en que venía. Había tirado las sandalias del fraile, no fuera el diablo a armarle con ellas una trampa, de su propio calzado se deshizo sin remedio, ahora hundía las piernas en el agua fría, acordándose al fin de examinar sus ropas, si había sangre en ellas, quizá esta mancha en la saya harapienta, rasgó lo que rasgado estaba, lanzó lejos el andrajo. Viendo el agua correr preguntó, Y ahora. Había lavado ya el espigón de hierro, fue como si lavara la perdida mano de Baltasar ausente, perdido, dónde. Salió del agua, Y ahora, volvió a preguntar. Entonces se le ocurrió la idea, y de su bondad se convenció, de que Baltasar estaba en Mafra, esperándola, se habían cruzado sin duda por el camino, quizá la máquina subiera sola, después Baltasar volvió, dejó olvidadas la alforja y la manta, o quizás al huir asustado, se le cayeran, también un hombre tiene derecho a sus miedos, y ahora no sabe qué hacer, si esperar, si lanzarse camino adelante, aquella mujer está loca, ah Blimunda.
Por los caminos de Mafra corría Blimunda como loca, tan extenuada por fuera, dos noches sin dormir, tan resplandeciente por dentro, dos noches batallando, alcanza y deja atrás a los que van a la consagración, si se juntan tantos no van a caber en Mafra. De lejos vienen pendones y estandartes, se distinguen grupos de gente, hasta el domingo nadie trabaja, todo es cuidar galas y afeites. Baja Blimunda hacia su casa, allí está el palacio del vizconde, hay soldados de la guardia real a la puerta, coches y berlinas por la calle, aquí se habrá alojado el rey. Empujó la cancela del huerto, gritó, Baltasar, pero nadie la respondió. Se sentó entonces en un escalón de piedra, dejó caer los brazos, e iba a abandonarse a la desesperación cuando pensó que no podría explicar por qué estaban allí la manta y la alforja de Baltasar, si precisamente tenía que decir que fue a buscarlo y no lo encontró. Sosteniéndose con dificultad sobre las piernas, se dirigió al cobertizo y escondió todo debajo de unas cañas. Ya no tuvo fuerzas para regresar. Se acostó en el comedero y al poco tiempo, porque el cuerpo siente a veces lástima del alma, se quedó dormida. Por eso no se enteró de la llegada del patriarca de Lisboa, que vino en un riquísimo coche, con otros cuatro de cortejo donde venían criados, y delante el cruciferario a caballo, con la cruz patriarcal alzada, y el merino de los clérigos, y venían también los oficiales del concejo, que habían salido a esperarlo a gran distancia, es imposible imaginar tan magnífico cortejo, la multitud gozaba contemplándolo, a Inés Antonia casi se le saltaban los ojos, Álvaro Diego asistía, aturdido y grave, como conviene a un cantero capaz de arrancar formas de la piedra, en cuanto a Gabriel, dado al vagabundaje, ni se sabe por dónde anda. Y tampoco vio Blimunda llegar, desde varios lugares pero no por su pie, más de trescientos franciscanos para asistir al acto, dándole así mayor brillo, si de dominicos fuese la orden, faltaría uno. Se perdió también el desfile triunfal de la milicia, en columna de a cuatro, venían a ver si estaban listas las obras del cuartel, el campo de tiro al alma, el arsenal de las hostias, el pañol de los sacramentos, el bordado del estandarte, In hoc signo vinces, y si, para la victoria, no basta la señal, úsense persuasiones violentas. A esta hora Blimunda duerme, es una piedra caída en el suelo, si no la tocan con el pie le va a crecer la hierba alrededor, así acontece en las grandes esperas.
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