José Saramago - Memorial Del Convento

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Salieron del cerco de las estatuas, otra vez iluminadas, y, cuando iban a empezar a bajar hacia el valle, Blimunda miró hacia atrás. Fosforescían como sal. Aguzando el oído, se percibía de aquel lado un rumor de conversación, sería un concilio, un debate, un juicio, quizá el primero desde que dejaron Italia, metidas en bodegas, entre ratas y humedades, violentamente atadas en los conveses, quizá la última conversación general que podían tener, así, a la luz de la luna, porque pronto los meterían en sus nichos, algunos nunca más volverán a mirarse de frente, otros van a estar de espaldas y otros van a continuar mirando el cielo, parece un castigo. Dijo Blimunda, Deben de ser desgraciados los santos, tal como los hicieron así quedan, si esto es santidad, qué será la condena, Son sólo estatuas, Me gustaría verlos bajar de aquellas piedras y ser personas como nosotros, no se puede hablar con las estatuas, Qué sabemos nosotros si no hablarán entre ellos cuando estén solos, Eso no lo sabemos, pero, si sólo hablan entre sí, y sin testigos, para qué los necesitamos, pregunto yo, Siempre he oído decir que los santos son necesarios para nuestra salvación, Ellos no se salvaron, Quién te ha dicho eso, Es lo que siento dentro de mí, Qué sientes dentro de ti, Que nadie se salva, que nadie se pierde, Es pecado pensar así, El pecado no existe, sólo hay muerte y vida, La vida está antes de la muerte, Te equivocas, Baltasar, la muerte viene antes que la vida, murió quien fuimos, nace quien somos, por eso no morimos de una vez, Y cuando vamos a parar bajo tierra, y cuando Francisco Marques queda aplastado bajo el carro de la piedra, no será eso muerte sin recurso, Si hablamos de él, nace Francisco Marques, Pero él no lo sabe, Del mismo modo que nosotros no sabemos suficientemente quiénes somos, y, pese a todo, estamos vivos, Blimunda, dónde aprendiste esas cosas, Estuve en la barriga de mi madre con los ojos abiertos, desde allí lo veía todo.

Entraron en el huerto. La luna era ya de color lechoso. Más nítidas aún que si las marcara el sol, las sombras eran negras y profundas. Había allí un viejo chamizo cubierto de ramas de ciprés medio podridas, donde, en tiempos de mayor holgura, una burra descansaba de sus trabajos de llevar y traer. En el habla familiar era la barraca de la burra, pese a que la propietaria había muerto hacía muchos y muchos años, tantos que ni Baltasar la recordaba, anduve montado en ella, no anduve, y, así, dudando, o diciendo, Voy a guardar el rastrillo en la barraca de la burra, estaba dando la razón a Blimunda, era como ver aparecer al animal con sus serones y su rudo albardón, y la madre diciendo desde dentro de la cocina, Ve a ayudar a tu padre a descargar la burra, no era aún ayuda que valiese, tan pequeño, pero estaba habituado ya a los trabajos pesados, y, como todo esfuerzo debe tener su premio, lo colocaba luego su padre a horcajadas sobre el lomo húmedo del animal y lo paseaba por el huerto, caballero de aquel caballo. Hacia dentro del cobertizo lo llevó Blimunda, no era la primera vez que entraban allí en horas nocturnas, unas veces por deseo de uno, otras por voluntad del otro, lo hacían cuando la urgencia de la carne se anunciaba más expansiva, cuando adivinaban que no podían sofocar el gemido, el estertor, quizá el grito, con escándalo de los discretos abrazos de Álvaro Diego e Inés Antonia, y alborozo insoportable del sobrino Gabriel, forzado por la urgencia a aliviarse pecadoramente. El ancho y antiguo comedero, que en tiempos de su utilidad había estado sujeto a los tabiques del chamizo, a la altura conveniente, estaba ahora en el suelo, medio descoyuntado, pero confortable como un lecho real, mullido con paja, con dos mantas viejas. Álvaro Diego e Inés Antonia sabían qué servicio tenían estas cosas pero fingían ignorarlo. Nunca les dio el capricho de probar la novedad, son espíritus quietos y carnes conformistas, sólo Gabriel vendrá por aquí a cumplir con sus citas, después de cambiadas estas vidas, tan cercano eso y nadie lo adivina. Quizás alguien, tal vez Blimunda, no por haber arrastrado a Baltasar al chamizo, siempre fue mujer de dar el primer paso, decir la primera palabra, hacer el primer gesto, si no por un ansia que le oprimía la garganta, por la violencia con que la abraza Baltasar, por el ansia del beso, pobres bocas, perdida está la lozanía, perdidos algunos dientes, partidos otros, pero el amor existe sobre todas las cosas.

Contra costumbre, durmieron allí. Cuando amanecía, dijo Baltasar, Voy a Monte Junto, y ella se levantó, entró en la casa, en la media oscuridad de la cocina buscó y encontró algo de comer, aún dormían dentro los cuñados y el sobrino, luego salió, cerrando la puerta, traía también la alforja de Baltasar, dentro metió la comida y las herramientas, sin olvidar el espigón, que de malos encuentros no está libre nadie. Salieron ambos, Blimunda acompañó a Baltasar hasta fuera del pueblo, se veían a lo lejos las torres de la iglesia, blancas sobre el cielo encapotado, quién lo iba a pensar, después de la claridad de la noche.

Se abrazaron los dos al recaudo de un árbol de ramas bajas, entre las hojas doradas del otoño, pisando otras que se confundían ya con la tierra, alimentándola para reverdecer de nuevo. No es Oriana en su traje de corte quien se despide de Amadís, ni Romeo, que, bajando, recibe el inclinado beso de Julieta, es sólo Baltasar que va a Monte Junto a remediar los estragos del tiempo, no es más que Blimunda intentando lo imposible, que el tiempo se detenga. Con sus ropas oscuras son dos sombras inquietas, apenas se separan vuelven a juntarse, no sé qué adivinan éstos, qué otros casos se preparan, quizás haya sido todo obra de la imaginación, fruto de la hora y del lugar, de saber que el bien no dura mucho, no nos dimos cuenta de su llegada, no nos apercibimos de su presencia, lo echamos en falta cuando se fue, No tardes, Baltasar, Duerme tú en la barraca, puedo llegar muy tarde pero, si hay mucho que arreglar, no volveré hasta mañana, Lo sé, Adiós Blimunda, Adiós Baltasar.

No vale la pena narrar segundos viajes, si ya fueron explicados los primeros. De cuánto cambió quien los hace ya se dijo bastante, de cómo mudan los lugares y los paisajes, basta saber que por allí pasan los hombres y las estaciones, ellos poco a poco, casa, cobertizo, terrenos labrantíos, muro, palacio, puente, convento, cerca, calzada, molino, ellas de una vez, radicalmente, como si fuese para siempre, primavera, verano, otoño que es ahora, invierno que no tarda. Baltasar conoce estos caminos como la palma de su mano derecha. Descansó a la orilla del río de Pedrulhos, donde un día holgó con Blimunda, en tiempo de flores, de margaritas en los baldíos, de amapolas en los trigales, de colores opacos en los matorrales. Por los caminos va encontrando gente que baja hacia Mafra, pandillas de hombres y mujeres que redoblan tambores y bombos, que soplan gaitas, a veces llevando al frente un cura o un fraile, y no raramente un tullido en parihuela, que puede ser el de la consagración un día señalado por uno o más milagros, nunca se sabe cuándo quiere Dios ejercitar sus medicinas, por eso deben los ciegos, los cojos, los paralíticos, andar en permanente romería, Vendrá hoy Nuestro Señor, quién sabe si me engañó la esperanza, a lo mejor voy a Mafra y es su día de descanso, o mandó la madre a la Señora do Cabo, cómo puede entenderse alguien con esta distribución de poderes, pero la fe nos salvará, Salvar de qué, preguntaría Blimunda.

Con las horas iniciales de la tarde llegó Baltasar a las primeras elevaciones de la sierra del Barregudo. Al fondo se alzaba el Monte Junto, iluminado por el sol que acababa de abrirse paso entre las nubes. Sobre la tierra bogaban sombras, eran como grandes animales oscuros que recorrían las colinas estremeciéndolas al pasar, luego la luz calentaba los árboles, hacia brillar los charcos. Y el viento soplaba contra las aspas paradas de los molinos, silbaba en las velas, son cosas en las que sólo repara quien va de camino sin pensar en otras incidencias de la vida, sólo en este pasar y estar pasando, la nube en el cielo, el sol que pronto empezará su puesta, el viento que nace aquí y muere más allá, la hoja agitada que se va secando y cae, si para tales contemplaciones tiene ojos un antiguo y cruel soldado, con muerte de hombre a las espaldas, crimen sin duda compensado por otras incidencias de su vida, haber sido crucificado con sangre en el corazón, haber visto cuán grande es la tierra y cuán pequeño en ella todo, haberles hablado a sus bueyes con voz blanda y descansada, parece poco, alguien sabrá si es suficiente.

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