José Saramago - Memorial Del Convento
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Baja Baltasar al valle, va para casa, cierto es que aún no ha acabado el trabajo en la obra, pero viniendo él tan esforzado y de tan lejos, desde San Antonio do Tojal en un solo día, no lo olvidemos, tiene derecho a recogerse antes, una vez descargados los bueyes y tras darles el pienso. El tiempo, a veces, parece no pasar, es como una golondrina que hace nido en el alero, sale y entra, va y viene, pero siempre a nuestra vista, y nos parece que nosotros y ella vamos a estar así hasta la eternidad, o la mitad de ella al menos, lo que ya no estaría nada mal. Pero, de repente, estaba y ya no está, la acabo de ver ahora mismo, dónde se habrá metido, y, si tenemos un espejo a mano, Dios santo, cómo ha pasado el tiempo, qué viejo estoy, si aún ayer era la flor del barrio y hoy ni barrio ni flor. Baltasar no tiene espejos, a no ser estos ojos nuestros que lo están viendo bajar por el camino embarrado hacia el pueblo, y son ellos los que le dicen, Tienes la barba blanca, Baltasar, tienes la frente cargada de arrugas, Baltasar, tienes el cuello como cuero seco, Baltasar, se te caen ya los hombros, Baltasar, no pareces el mismo, Baltasar, pero esto es defecto de los ojos que usamos, porque ahí viene una mujer, y donde nosotros veíamos un hombre viejo, ve ella un hombre joven, el soldado a quien preguntó un día, Cuál es su gracia, o ni ve siquiera a ése, sólo a este hombre que baja, sucio, canoso y manco, Sietesoles de apodo, si lo merece tanto cansancio, pero es un constante sol para esta mujer, no porque siempre brille, sino por existir, escondido de nubes, tapado de eclipses, pero vivo, Santo Dios, y le abre los brazos, quién, los abre él a ella, los abre ella a él, ambos, son el escándalo de Mafra, que se agarren así en la plaza pública, y con edad de sobra, quizá es porque nunca han tenido hijos, o tal vez se ven más jóvenes de lo que son, pobres ciegos, o puede que sean estos dos los únicos seres humanos que como son se ven, es ése el modo más difícil de ver, ahora que están juntos hasta nuestros ojos son capaces de ver que se han vuelto hermosos.
Durante la cena, dijo Álvaro Diego que las estatuas van a quedar donde fueron descargadas, no hay tiempo para colocarlas en las hornacinas respectivas, la consagración será el domingo, y todos los cuidados y trabajos serán pocos para dar a la basílica un aire compuesto de obra acabada, está concluido el edificio de la sacristía, pero con las bóvedas sin revoque, y, como aún conservan el primero, mandarán cubrirlas con paño de dril enyesado, fingiendo guarnición de cal, para que aparezca más lucida, y en la iglesia, como falta la linterna, habrá que disimular la ausencia del mismo modo. Álvaro Diego sabe mucho de estas menudencias, de albañil pelado pasó a cantero, de cantero a cantero de obra fina, y bien visto por oficiales y maestros de obra, siempre puntual, siempre diligente, siempre cumplidor, tan hábil de manos como dócil de palabra, muy distinto de esa pandilla de boyeros, turbulentos muchas veces, oliendo a estiércol y con la suciedad que del estiércol viene, en vez de esta blancura del polvo de mármol que cubre los pelos de las manos y de la barba y se agarra a la ropa para toda la vida. Así ocurrirá con Álvaro Diego, precisamente para toda la vida, aunque corta, que pronto caerá de una pared a la que no tenía que subir, no se lo exigía ya el oficio, se encaramó para ajustar una piedra que había salido de sus manos y sólo por eso no podía estar mal tallada. Casi treinta metros de caída, y de ella morirá, y esta Inés Antonia, tan orgullosa ahora del favor de que su hombre goza, se convertirá en una viuda triste, ansiosa por si se cae ahora el hijo, no se acaban las tribulaciones del pobre. Dice más Álvaro Diego, que antes de la consagración se mudarán los novicios para dos construcciones terminadas ya encima de la cocina, y, a propósito de esta información, recordó Baltasar que, estando los revoques aún húmedos y siendo tan fría la estación, no iban a faltar enfermedades a los frailes, y Álvaro Diego respondió que había ya braseros ardiendo noche y día dentro de las celdas acabadas, aunque, incluso así, la humedad chorreaba por las paredes, Y las estatuas de los santos, Baltasar, fue mucho trabajo el traerlas, No mucho, lo peor fue cargarlas, luego, con un poco de maña y fuerza, más la paciencia de los bueyes, fuimos haciendo camino. Decaía la conversación, decaía el fuego en el hogar, Álvaro Diego e Inés Antonia se fueron a dormir, de Gabriel no hablemos, que ya estaba dormido cuando masticaba el último bocado de la cena, entonces Baltasar preguntó, Quieres ir a ver las estatuas, Blimunda, el cielo debe de estar limpio y no tardará en salir la luna, Vamos, respondió ella.
Estaba la noche clara y fría. Mientras subían la ladera hacia el alto de la Vela apareció la luna, enorme, roja, recortando primero los campanarios, los alzados irregulares de las paredes más altas, y, allá atrás, el rebaje del monte que tantos trabajos causó y tanta pólvora había consumido. Y Baltasar dijo, Mañana voy a ver cómo está la máquina, han pasado seis meses desde la última vez, Iré contigo, No vale la pena, salgo temprano, si no tengo mucho que remendar estaré de vuelta por la noche, es mejor ir ahora, después empiezan las fiestas de la consagración, y si le da por llover quedan imposibles los caminos, Ten cuidado, No te preocupes, a mí no me asaltan ladrones ni me muerden lobos, No hablo de ladrones ni de lobos, Entonces, de qué, Hablo de la máquina, Siempre me dices que vaya con cuidado, más cuidado no puedo tener, Tengámoslo todos, no te olvides, Calma, mujer, que mi día no ha llegado aún, No me calmo, porque ése es día que llega siempre.
Habían subido a la gran explanada ante la iglesia, cuyo cuerpo rompía la línea del suelo, cielo arriba aislado de la restante obra. Lo que había de ser palacio era todavía, y apenas, piso de tierra a un lado y otro, donde se ven unas construcciones de madera que servirán para las ceremonias que allí van a celebrarse. Parecía imposible que tantos años de trabajo, trece, mostraran tan poco resultado, una iglesia inacabada, un convento que, en las dos alas, está levantado hasta el segundo piso, el resto poco más que la altura de los portales del primero, en total cuarenta celdas acabadas, en vez de las trescientas que hay que hacer. Parece poco y es mucho, si no demasiado. Una hormiga va a la era y coge una pajita. De allí al hormiguero hay diez metros, menos de veinte pasos de hombre. Pero quien va a llevar la paja es una hormiga, no un hombre. Pues bien, el mal de esta obra de Mafra es haber puesto en ella hombres a trabajar y no gigantes, y si con estas y otras obras pasadas y futuras se quiere probar que también el hombre es capaz de hacer trabajo de gigantes, entonces acéptese que tarde el tiempo que tardan las hormigas, todas las cosas tienen que ser entendidas en su justa proporción, los hormigueros y los conventos, la losa y la pajita.
Blimunda y Baltasar entran en el círculo de las estatuas. La luna ilumina de frente las dos grandes figuras de San Sebastián y San Vicente, las tres santas en medio, después, hacia los lados, empiezan los rostros y los cuerpos a llenarse de sombras, hasta la oscuridad completa en que se ocultan Santo Domingo y San Ignacio, e, injusticia grave, si ya lo han condenado, San Francisco de Asís, que merecía estar a plena luz, al pie de su Santa Clara, no se vea en esta insistencia una insinuación de comercio carnal, y si lo hubiera habido, qué importa, no por eso dejan las personas de ser santas, y con eso los santos se hacen personas. Blimunda va mirando, intenta adivinar las imágenes, a unas las reconoce a primera vista, con otras acierta después de mucho pensar, de otras no llega a tener la certeza, otras son como arcas cerradas. Comprende que aquellas letras, aquellos signos, en la base en que se asienta San Vicente, están explicando, claramente para quien sepa leer, qué nombre tiene. Con el dedo acompaña las curvas y las rectas, es como un ciego que aún no aprendió a descifrar los relieves de su alfabeto, Blimunda no puede preguntar a la estatua, Quién eres, el ciego no puede preguntarle al papel, Qué dices, sólo Baltasar, entonces, pudo responder, Baltasar Mateus, el Sietesoles, cuando Blimunda quiso saber su nombre. Todo el mundo está dando respuestas, lo que tarda es el tiempo de las preguntas. Vino del mar una nube solitaria, sola en todo el claro cielo, y por un largo minuto cubrió la luna. Las estatuas se convirtieron en bultos blancos, informes, perdieron el contorno y las facciones, son como bloques de mármol antes de que fuera a buscarlos y encontrarlos el cincel del escultor. Dejaron de ser santo y santa, son sólo primitivas presencias, sin voz, ni siquiera aquella que el diseño da, tan primitivas, tan difusas en su masa, como parecen las del hombre y la mujer que, en medio de ellas, se han diluido en la oscuridad, pues éstos no son de mármol, simple materia viva, y, como sabemos, nada se confunde más con la sombra del suelo que la carne de los hombres. Bajo la gran nube que, lentamente, iba pasando se distinguía mejor el brillo de las hogueras que acompañaban la vigilia de los soldados. A distancia, la Isla de Madeira era una masa confusa, un gigantesco dragón tumbado, respirando por cuarenta mil fuelles, tantos son los hombres que allí duermen, más los míseros de las enfermerías donde no hay un camastro libre, salvo si están los enfermeros retirando los cadáveres, este que reventó por dentro, este que tenía un tumor, este que echaba sangre por la boca, este a quien dio primero una parálisis, y, al repetirle, lo mató. La nube se alejó hacia dentro de la tierra, manera de decir, tierra adentro, hacia el interior de los campos, aunque nunca se puede saber qué hace una nube cuando dejamos de mirarla, o cuando se oculta tras aquel monte, puede muy bien haberse metido dentro de la tierra o descender sobre ella para fecundar, quién adivinará qué extrañas vidas, qué raros poderes, Vámonos a casa, Blimunda, dijo Baltasar.
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