José Saramago - Memorial Del Convento

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Lo mejor de los viajes largos son estos filosóficos debates. El infante Don Pedro, cansado, duerme con la cabeza apoyada en el hombro de la madre, un bonito cuadro familiar, ya ven cómo este chiquillo es igual a cualquier otro, duerme, deja caer la barbilla, en confiado abandono, y un hilillo de baba le corre hacia los huelgos del cabezón bordado. La princesa se seca una lágrima. A lo largo del cortejo empiezan a encenderse las antorchas, son como un rosario de estrellas caído de las manos de la Virgen y que, por azar, si no por especial preferencia, vino a posarse en tierra portuguesa. Entraremos en Évora ya con noche cerrada.

Está el rey a la espera, con los infantes Don Francisco y Don Antonio, está el pueblo de Évora dando vivas, la luz de las antorchas se ha vuelto esplendoroso sol, los soldados disparan las salvas de ordenanza, y cuando la reina y la princesa pasan al coche de su marido y padre, el entusiasmo alcanza el delirio, nunca se vio tanta gente feliz. João Elvas ha saltado ya de la galera en que vino, le duelen las piernas, a sí mismo se promete darles en el futuro el uso para que fueron hechas, en vez de dejarse ir en el balanceo de la carreta, no hay nada mejor para un hombre que andar por su pie. Durante la noche no se le apareció el hidalgo, y de aparecérsele, qué iba a decir, noticias de banquetes y doseles, de visitas a conventos y distribución de títulos, de limosnas y besamanos. De todo eso, sólo una limosnilla le serviría de algo, pero no han de faltar oportunidades. Dudó João Elvas al día siguiente si acompañaría al rey o a la reina, y acabó por elegir a Don Juan V, e hizo bien, porque la pobre Doña María Ana, que salió un día más tarde, apañó una ventisca que ni en sus tierras de Austria, cuando en realidad lo que hacía era dirigirse a Vila Viçosa, lugar de señalados calores en otra estación, como todos estos espacios que vamos atravesando. Al fin, en la madrugada del día dieciséis, ocho días después de haber salido el rey de Lisboa, partió completo el cortejo para Elvas, rey, capitán, soldado, ladrón, son irreverencias de chiquillos que nunca han visto tanta magnificencia junta, imagínense, sólo los carruajes de la casa real son ciento setenta, añadan ahora los de los muchos nobles que van también, y los de las comunidades de Évora, y los de los particulares que no quieren perder la ocasión de ilustrar la historia de la familia, tu tatarabuelo acompañó a la familia real a Elvas cuando lo del cambio de princesas, nunca lo olvides, oíste.

Al camino salía el pueblo menudo de aquellas tierras y de rodillas imploraba la piedad real, parece como si los míseros adivinaran que a sus pies llevaba Don Juan V un baúl de monedas de cobre, que iba lanzando a manos llenas, a un lado y a otro, en gestos amplios de sembrador, lo que causaba gran alboroto y gratitud, violentamente se deshacían las filas y se disputaban los dineros arrojados, y era de ver cómo viejos y jóvenes se revolcaban en el barro allá donde se enterrara un real, cómo tanteaban ciegos el fondo de las aguas lodosas donde un real se hundió, mientras las reales personas iban pasando, graves, severas, majestuosas, sin abrir una sonrisa, porque tampoco Dios sonríe, él sabrá por qué, quizás avergonzado del mundo que creó. João Elvas anda por ahí, cuando tendió el sombrero al rey, sólo por saludar, como era su obligación de súbdito, le cayeron dentro unas monedas, es hombre de suerte este viejo, ni tiene que agacharse, le llevan la felicidad a la puerta y las monedas a la mano.

Eran más de las cinco cuando el cortejo llegó a la ciudad. Disparó sus salvas la artillería, y tan combinadas parecían estas cosas, que del otro lado de la frontera resonaron también unos tiros, era la entrada de los reyes de España en Badajoz, quien estuviera inadvertido creería que estaba a punto de trabarse una gran batalla, y que, contra lo que era costumbre, iban al combate el rey y el ladrón, aparte del soldado y el capitán, que siempre van. Pero son tiros de paz, fuegos de otro artificio, las luminarias nocturnas y las artes pirotécnicas, ahora bajaron del coche el rey y la reina, el rey quiere ir a pie, de la puerta de la ciudad a la catedral, pero el frío es tanto, corta las manos heladas, corta la cara aterida, hasta el punto que el rey Don Juan V se resigna a perder esta primera escaramuza, vuelve a subir al coche, luego, por la noche, tal vez diga dos palabras secas a la reina, pues ella fue quien se negó, quejosa del aire helado, cuando al rey daría gusto y satisfacción recorrer por su pie las calles de Elvas, tras el cabildo que lo esperaba con cruz alzada y Santo Leño, besado sí, pero no acompañado, este vía crucis no lo medirá paso a paso Don Juan V.

Probado está que Dios ama a sus criaturas. Después de, por espacio de tantos kilómetros y tiempo de tantos días, probarles la paciencia y la constancia, mandándoles fríos insoportables y lluvias como el diluvio, conforme queda relatado por menudo, quiso ahora premiar su resignación y su fe. Y como para Dios nada es imposible, le bastó hacer subir la presión atmosférica, poco a poco se alzaron las nubes, apareció el sol, y todo esto ocurrió mientras los embajadores estudiaban la forma en que los reyes se habían de tratar, espinosa negociación, fueron precisos tres días para rematar el acuerdo, estudiados al fin todos los pasos, gestos y decires, minuto por minuto, para que nada fuese en desdoro de ninguna de las dos coronas en actitud o palabra de menor precio en comparación con la vecina. Cuando, el día diecinueve, salió el rey de Elvas camino de Caia, que está ahí mismo, llevando a la reina y a los príncipes, con los infantes todos, hacía el más hermoso tiempo que se podía desear, lleno de sereno y agradable sol. Imagine, pues, quien allá no estuvo, las galas del extensísimo cortejo, los frisones de trenzadas crines tirando de las carrozas, el centelleo del oro y de la plata, las trompetas y atabales a porfía, las insignias de la religión, las deslumbrantes pedrerías, ya habíamos visto todo esto bajo la lluvia, ahora juraremos que no hay nada como el sol para alegrar la vida a los hombres y dar lustre a las ceremonias.

El pueblo de Elvas y de muchas leguas alrededor asiste desde la carretera, después echa a correr a través de los campos para colocarse, espectador, a lo largo del río, es un mar de gente de uno y otro lado, portugueses de éste, españoles del otro, dando vivas y felicitándose, nadie diría que llevamos tantos siglos matándonos unos a otros, visto esto, quizá fuera el remedio casar a los de allá con los de aquí, guerras, de haberlas, sólo serán domésticas, que ésas no se pueden evitar. João Elvas lleva aquí tres días, ha cogido un buen sitio, que sería de anfiteatro si lo hubiera. Por singular capricho no quiso entrar en la ciudad donde nació, que acabó la añoranza en esta abstención. Ya irá cuando se hayan ido todos, cuando pueda andar solo por las calles silenciosas, sin más júbilo que el suyo propio, si es que aún lo siente si no ha visto antes convertirse en dolorosa amargura el repetir de viejo los pasos dados de joven. Gracias a esta decisión pudo, para dar ayuda al transporte de materiales, entrar en la casa donde se encontrarán los reyes y los príncipes, casa que fue construida sobre el puente de piedra que atraviesa el río. Tiene esta casa tres salas, una a cada lado para los soberanos de cada país, y otra central para las entregas, toma Bárbara, dame Mariana. De lo que nada se sabe es de los arreglos finales, lo que João Elvas tenía que hacer era sólo cargar con la obra gruesa, pero apareció aquel filantrópico hidalgo, providencia de João Elvas en este viaje, Si vieras cómo ha quedado aquello, no lo reconocías, por nuestro lado todo son tapicerías y cortinajes de damasco carmesí con cenefas de brocado de oro, e igualmente la mitad de la sala de en medio que nos pertenece, y en lo tocante a Castilla los adornos son de tiras de brocado blanco y verde, teniendo en medio un gran ramo de oro de donde aquéllas salen, y en el centro de la sala de los encuentros hay una gran mesa con siete sillas del lado de Portugal y seis del lado de España, forradas de tisú de oro las nuestras, y de plata las de ellos, esto es lo que te puedo decir, que más no vi, y ahora me voy, pero no me envidies, porque tampoco a mí me dejan entrar, cuanto menos a ti, imagínate lo que seas capaz, y si un día volvemos a encontrarnos, ya te contaré cómo fue, si es que a mí me lo cuentan antes, para saber las cosas tendrá que ser así, que nos las vayamos diciendo los unos a los otros.

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