Federico Andahazi - El Anatomista

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EI héroe de esta novela es Mateo Colón, un anatomista del Renacimiento que a! enamorarse de una prostituta veneciana, Mona Sofía, emprende la búsqueda de algún tipo de pócima que le permita conseguir su amor. El anatomista da comienzo así, nada más ni nada menos, a la ardua exploración de la misteriosa naturaleza de las mujeres. Es nuestro héroe un verdadero adelantado, y en su audacia decide experimentar con prostitutas y, algo totalmente prohibido en la época, con la disección de cadáveres. Lo que descubre Mateo Colón en pleno siglo XVI es, tal como lo fuera América para su homónimo, una "dulce tierra hallada": el Amor Veneris, equivalente anatómico del kleitoris, hasta entonces desconocido en Occidente. Es una noble señora castellana la que da cuenta del poder de este descubrimiento. Cuando intente hacerlo público, Colón deberá enfrentar otro poder: el de la despiadada Inquisición. A partir de aquí se verá envuelto en un proceso vertiginoso.
Federico Andahazi ha construido una novela apasionante a partir de la historia de uno de Ios médicos más sobresalientes del Renacimiento. Ha recreado la época no sólo en sus costumbres sino en su sistema perverso de pensamiento. El autor le imprime un ritmo sostenido al relato así como al impecable manejo de la intriga -sin soslayar el humor y la ironía- que convierten a El anatomista, y a su autor, en una impactante y bienvenida revelación.

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Ahora bien, todo lo que ha dicho el gran Leonardo referido a la verga, es aplicable, con más fuertes razones, al Amor Veneris , por cuanto no sólo posee vida, voluntad e inteligencia propias, sino que, además, esta vida, voluntad e inteligencia son las que guían el proceder del ser que este órgano lleva alrededor 1 . En este sentido es como debe entenderse la voluntad y la inteligencia femeninas: en el sentido del Amor Veneris .

El hombre debe proceder con la mujer del mismo modo que su alma procede con su cuerpo, puesto que el cuerpo del hombre es femenino como su alma es masculina.

Concluyo de este modo mi alegato en la certeza de que todo cuanto os he dicho es de absoluta justicia y ni un ápice se apartan mis palabras de las Sagradas Escrituras. Que la justicia sea conmigo.

LA SENTENCIA

EL MILAGRO

I

Quienes eran encontrados culpables en primera instancia por las comisiones doctorales difícilmente podían revertir el fallo en los tribunales del Santo Oficio. Sin embargo, un milagro iba a obrar en la suerte de Mateo Colón.

El mismo día en que la comisión se disponía a redactar el dictamen condenatorio, llegó a Padua un mensajero que venía desde Roma; llevaba una carta dirigida al presidente de la comisión. El cardenal Caraffa leyó la nota una y otra vez y no pudo evitar la sensación de que el suelo se movía debajo de sus pies. La nota llevaba el sello del papa Paulo III. La salud del septuagenario pontífice se quebraba precipitadamente y, personalmente, había requerido los servicios de Mateo Colón. La fama del anatomista en Roma no era, precisamente, la de quien está predestinado a la santidad, sino más bien la contraria. Pero era un hecho que Mateo Colón se había convertido -por obra de sus detractores- en el médico más renombrado de Europa. Pese a que sus hombres más cercanos intentaron convencer a Su Santidad de que no era una decisión conveniente, aun con el rescoldo de vida que le quedaba, Alejandro Farnesio, desde su lecho de enfermo, era todavía lo suficientemente obcecado para decidir sobre su propia salud. Y lo suficientemente temible para imponer su voluntad. Así, la comisión presidida por el cardenal Caraffa se vio forzada a redactar de urgencia un dictamen favorable al acusado. El dictamen favorable de la comisión de obispos recayó sobre la persona del anatomista, aunque no así sobre su obra. Mateo Colón fue declarado inocente y los Doctores decidieron no elevar la causa a los tribunales del Santo Oficio. Sin embargo, la comisión determinó, a la vez, mantener la censura que el decano había impuesto a De re anatomica . Una decisión salomónica que, lejos de conformar a las partes, defraudó y a la vez sorprendió a todos. Inclusive a los propios obispos.

El ánimo de los Doctores se inclinaba -como en casi todos los casos y por predisposición natural- hacia el luminoso camino de las hogueras propiciado por el decano. La comisión, habida cuenta del buen predicamento que el decano tenía sobre sus integrantes, le había bajado el pulgar al anatomista aun antes de que hubiera pronunciado una sola palabra en su defensa, y se preparaba para un dictamen despiadado. No porque considerara demoníacas las revelaciones del anatomista; al contrario, el descubrimiento de Mateo Colón era una verdadera revelación desde el punto de vista de los Doctores; finalmente, el Amor Veneris explicaba uno de los más grandes enigmas -y, por cierto, uno de los más oscuros problemas- para la Iglesia: el de la mujer. La cuestión no era únicamente descubrimiento sino, también, el descubridor. Y, desde luego, resultaría calamitosa la difusión de semejante asunto. Si las cosas eran del modo que proponía el anatomista, el Amor Veneris constituía un verdadero instrumento de potestad sobre la volátil voluntad femenina. Ciertamente, la publicidad del descubrimien-to conduciría, por fuerza, a toda clase de estragos. ¿Qué pasaría si el hallazgo de Mateo Colón caía en manos de los enemigos de la Iglesia? ¿A qué calamidades no se vería enfrentada la Cristiandad si, del femenino objeto del pecado, se apoderaran las huestes del demonio o, lo que sería peor aún, si las propias hijas de Eva descubrieran que llevan en medio de las piernas las llaves del cielo y el infierno? La lógica del descubrimiento era la siguiente: si el Amor Veneris es el órgano que gobierna la voluntad de la mujer, el arte de la medicina será el que proporcione el dominio del lascivo Amor Veneris , y, por transitiva, quien gobierne aquel órgano habrá de gobernar la voluntad femenina. Ahora bien, ¿cómo se consigue el gobierno del Amor Veneris ?; mediante las sabias artes de la medicina o, llegado el caso, de la cirugía. Saber tocar. Saber cortar.

Sin duda, el mejor destino que podía esperar De re anatomica era el celoso secreto de la Iglesia e ingresar en los Indices librorum prohibitorum . Pero, ¿quién podía asegurar que Mateo Colón guardaría el secreto, aun comprometiéndose bajo juramento? ¿Cómo asegurarse, por otra parte, de que el propio anatomista no habría de usar en su provecho el descubrimiento de su Amor Veneris ? Pero a la vez, para la propia Iglesia el hallazgo podía resultar un Santo Remedio para guiar al delicado y díscolo rebaño por el camino de la virtud y la santidad, por ejemplo, si se quitara la morada del demonio del cuerpo de la mujer. Si aquel órgano es el responsable del pecado, entonces, ¿por qué no liberar a las mujeres, desde el nacimiento, del lascivo Amor Veneris ? ¿Acaso los judíos no cortaban las pieles del prepucio? Sus razones tendrían. Pero éstas eran, todavía, puras especulaciones. Lo importante, lo inminente, era silenciar por cualquier medio la publicidad del asunto. De modo que la comisión se dispuso a redactar una sentencia que abriera el camino hacia el tribunal del Santo Oficio.

La obra, sin embargo, no iba a correr la misma suerte que su autor. De re anatómica acababa de entrar en los oscuros catálogos de la censura, los Indices librorum prohibitorum , que el propio Paulo III había inaugurado en 1543. El anatomista se comprometía, bajo juramento, a no dar a conocer su hallazgo. Era la condición para que Mateo Colón continuara con vida.

El mismo día que el cardenal Caraffa recibió la carta procedente de Roma, el 7 de noviembre de 1558, la comisión de Doctores dio a conocer su dictamen, que, ciertamente, tenía un destinatario.

EL DICTAMEN

I

DICTAMEN DE LA COMISIÓNDE DOCTORES DIRIGIDA AL DECANO

DE LA UNIVERSIDAD DE PADUA

Habida cuenta hemos de los informes, testimonios y alegatos presentados a esta comisión que promovisteis respecto del regente de la Cátedra de Anatomía, autor de De re anatomica , el Chirollogi Mateo Renaldo Colón, de la Universidad que presidís.

Esta comisión, a fuer de verdad, no acierta a comprender la animadversión para con vuestro catedrático ni las contradicciones en las que vagáis en las coléricas reflexiones por las que discurrís, si cólera y reflexión pudieran ir juntas. Y quizá esto último sea el motivo de la ceguera que os impide ver las cosas como son.

Señor decano, respecto de las apreciaciones y de los denuestos que ejercitáis contra De re anatomica , particularmente sobre el capítulo XVII, no podemos más que contar con la versión que vos nos dais, pues, como decís, "la obra se encuentra bajo mi más celoso poder".

Empero, nuestra razón no puede abarcar la dimensión del silogismo que exponéis. Primero calificáis de absurdo el descubrimiento de vuestro anatomista; en segundo lugar lo acusáis de plagio y usurpación, pues el órgano en cuestión, según decís, ha sido ya descrito en la Antigüedad por Rufo de Efeso y por Julio Pólux, por los anatomistas árabes Abul Kasis y Avicena, por Hipócrates y hasta por Fallopio. Poneos de acuerdo: o hacemos caso a la primera premisa y afirmamos que no existe tal órgano o atendemos a la segunda y declaramos que es tan conocido como los pulmones.

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