No hubo gala ni seducción, no existieron amorosas cartas ni presentes, más que el que constituía la propia Inés de manos de sus padres, quien fue enviada a Florencia -donde la esperaba su esposo- con una escolta formada por miembros de ambas casas. Inés se casó virgen y virtuosa. El Marqués era de la noble raza de Carlomagno y la impresión que se formó Inés de su marido la primera vez que lo vio fue la de que el florentino llevaba en su propia humanidad el volumen de todos sus ilustres antepasados y la edad de todas las insignes generaciones carolingias. Nunca imaginó que su marido era un hombre viejo y obeso, aunque tampoco lo contrario.
Inés fue una buena esposa que entregó a su marido toda su virtus in conjugio ; sabía exhibir el abolengo y, sobre todo, la "casta", esto es, la cristiana castidad marital. Si la esposa, según mandaba el precepto apostólico, debía despojarse de toda pasión y "usar del marido como si no lo tuviera", a Inés, ciertamente, no le fue en absoluto difícil; de hecho, apenas si cabía en el lecho nupcial junto a su incon-mensurable esposo. No tenía que refrenar accesos de pasión ni de humedades bajas. No sentía la menor atracción hacia su marido y, en rigor, hacia ningún hombre. Se diría que Inés jamás había sentido ninguna inclinación hacia la sensualidad. Nada le provocaba placer y, ni siquiera, repugnancia. No sabía de gemidos ni de ayes, ni de nocturnas impulsiones. En todo lo que duró su matrimonio, el Marqués había tenido tres seniles erecciones, tres veces se conocieron y tres veces parió Inés sin saber jamás qué es el frenesi veneris . Como si una maldición hubiese caído sobre la familia, igual que su propia madre, no tuvo varones; todas fueron niñas; pura hojarasca para el mustio árbol genealógico carolingio. Una cuarta erección sería un milagro; de modo que harto, indignado y desesperanzado, el Marqués decidió morirse. Y así lo hizo.
Inés era una mujer muy joven. Se dedicaba por completo a la crianza de sus tres deméritos, no sin algún pesar por la memoria de su difunto, para quien no pudo cumplir con su deseo de formar un eslabón en su noble genealogía. Todo su espíritu se volcó a la compasión, a la misericordia, a la caridad y, sobre todas las cosas, a Dios. En la intimidad de su alcoba escribía un sinnúmero de poemas en Su nombre. Rezaba. Era una de las mujeres más ricas de Florencia.
Sobrellevaba la viudez sin otro pesar que el de no haber podido cumplir con la santidad conyugal, cuyo patrón de medida es la gloria que representa un hijo varón. Por lo demás, no necesitaba de otro amor que el de Dios. No se veía privada del consuelo de un hombre; no añoraba dulces placeres, ni la invadían oscuros ni pecaminosos pensamientos porque, en rigor, nunca supo de los primeros de modo que ni podía imaginar los segundos.
Todos los bienes que Inés había heredado no alcanzaban para remediar la pena de haber sido incapaz de darle un varón a su difunto esposo. De modo que para morigerar sus pesares y -sobre todo- para saldar su culpa en memoria de su marido, decidió vender los olivares, las vides y los castillos, y con ese dinero construir un monasterio. Así, mediante una existencia de castidad y celibato, habría de cumplir con el mandato conyugal, sirviendo a los hijos que su vientre no había sabido engendrar: a la hermandad monástica y a los pobres. Así lo hizo.
Se diría que Inés marchaba sin escollos hacia la santidad, hasta que -justo es decirlo ahora- un hombre se interpuso entre su diáfana vida y la gloria eterna: Mateo Renaldo Colón.
Cerca estuvo de acabar sus días como una verdadera santa. En el verano de 1558 su salud se deterioró a causa de una desconocida enfermedad. Se retiró con sus tres hijas a una humilde casa junto al monasterio que había erigido y se decidió a esperar la muerte con cristiana resignación.
El espíritu de Inés se había tornado, progresivamente, sombrío y pesimista; se replegó en un mundo oscuro y tormentoso. Cualquier acontecimiento más o menos inusual o, inclusive, trivial y cotidiano, era para ella una señal de los más negros augurios: si las campanas del convento sonaban por algún motivo, no podía sustraerse a la idea de que doblaban por la muerte de alguna de sus hijas. Temía por la salud del abad -que, por otra parte, era exultante- y, en rigor, por la de todos quienes tenía cerca. Cualquier catarro ordinario revelaba, sin duda, una fatal pulmonía de pronto desenlace. Con el tiempo, todos estos temores se replegaron sobre su propio espíritu y sospechaba padecer las más graves enfermedades; una simple irritación en la piel era el síntoma que anticipaba el desencadenamiento próximo de la lepra. Se sentía acechada por la muerte. Padecía de interminables insomnios en cuyo tenebroso curso su corazón parecía querer salirse del pecho, sufría de penosos ahogos que la sumían en la certeza de una asfixia mortal y la sobresaltaban súbitos arrebatos de sudores fríos. En la soledad de su cama, imaginaba cómo sería su cuerpo después de muerta y la atormentaba la idea de la descomposición de su joven humanidad. Pronto, todos estos angustiosos malestares se fueron extendiendo más allá de la frontera de la noche, hasta instalarse por completo en su vida. Poco a poco, a causa de los vértigos que parecían aflojar el piso debajo de sus pies, Inés decidió refugiarse definitivamente en su cama a esperar lo que Dios dispusiera. Pero ni siquiera encontraba tranquilidad ni consuelo en Dios, lo cual contribuía, aún más, a su tormento, porque esto último la confrontaba con su devota conciencia y ni siquiera podía esperar la muerte con cristiana resignación. Inés presentaba un aspecto francamente agónico.
Viendo que la salud de Inés se quebraba definitivamente, el abad recordó que en Padua un cirujano había salvado milagrosamente la vida de un agonizante, hecho que, a la sazón, había sido muy comentado. De modo que, sin dudarlo, intercedió ante su ilustre primo cercano a los Médici, quien, sin reparar en gastos, le hizo llegar mil florines para los honorarios de la eminencia y otros quinientos para el viaje y otros imponderables que pudieran suscitarse.
Un jinete cruzó a todo galope las angostas calles de Padua. A su paso, derribó el puesto de un tendero de la Piazza dei Frutti -que ni tiempo tuvo para insultarlo-, dejando un tendal de naranjas rodando calle abajo. El caballo estaba empapado en sudor y echaba espuma por la boca; había estado galopando desde el otro lado de los montes Eugáneos. Leonardino, el cuervo, lo vio; sigilosamente lo escoltó, sobrevolándolo en círculos, desde que cruzó los viejos muros por la Porta Eugánea y, más allá, cuando avanzó por la Riviera de San Benedetto . Al cruzar el Ponto Tadi por sobre el canal, el cuervo se le adelantó y, como si lo supiera por anticipado, se posó sobre el capitel del aula dentro de la cual su amo estaba dando clase.
El jinete se apeó frente a la puerta de la Universidad y corrió a través del patio.
– ¿Dónde encuentro a Mateo Colón? -le preguntó a un hombre a quien, poco menos, se había llevado por delante.
El hombre era el decano, Alessandro de Legnano.
El mensajero le explicó brevemente la urgencia del asunto que lo traía sin dar más precisiones ni detalles que los que imponía la formalidad e inmediatamente le repitió su petición, de tal modo que quedara claro que no tenía autorización para informar a nadie más que al propio anatomista.
– Tengo orden de entregar el mensaje al messere Mateo Renaldo Colón -explicó, lacónico el mensajero.
Al decano lo irritó profundamente el modo excesivamente respetuoso con que el mensajero se refirió al barbiere , pero, sobre todo, la pretensión de eludir su autoridad, como si fuera un simple criado cuya función fuera la de anunciar las visitas a "su eminencia", Mateo Colón.
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