Le dije que iba a la oficina de pasaportes para entregar mi solicitud. Estaba un poco avergonzada, así que añadí:
– Pero la oficina de pasaportes no está lejos de la plaza. Después pasaré por allí para mostrar mi apoyo.
Hanna se sorprendió de que todavía no hubiera presentado la solicitud.
– Creía que habías recibido la beca hace tiempo, ¿por qué has esperado tanto para solicitar el pasaporte? Podría ser muy útil tenerlo, sobre todo ahora. -Se inclinó hacia mí y bajó la voz para que las otras dos docenas de personas que pedaleaban a nuestro alrededor no pudieran oírnos.- De momento todo va bien, pero nunca se sabe lo que podría ocurrir. El ejército podría hacerse con el control de la ciudad y cerrarse las fronteras. Yo llevo el pasaporte encima en todo momento, sólo por si acaso. -Entonces se enderezó en la bicicleta y se rió-. Mi problema es que no tengo un visado para ir a ninguna parte.
– Pero eso podría cambiar muy deprisa si aquí hubiera una crisis política -dijo Jerry.
Como iba al otro lado de Hanna, tuvo que levantar el tono de voz para que pudiera oírle. Trató de tranquilizarnos diciendo que los países extranjeros, incluyendo el suyo, ayudarían a los estudiantes.
– ¿De verdad piensas que ocurrirá algo como lo que ha dicho Hanna? -pregunté.
– Por supuesto que no -respondió Jerry-. Estamos hablando hipotéticamente, ¿no?
– Yo no -replicó Hanna-. Todo es posible en China.
En aquel momento nos detuvimos ante un semáforo. Jerry inclinó un poco la bicicleta, apoyó el peso de su cuerpo en el otro lado y se quedó, alto como era, encima del biciclo, como si fuera una estrella de cine. En el semáforo se pararon unos quince ciclistas más. Todos ellos, hombres y mujeres, se volvieron para mirarnos: las dos chicas chinas y el alto extranjero.
Un camión descubierto lleno de estudiantes se detuvo en el cruce. Una gran bandera roja, «Instituto del Hierro y el Acero de Pekín», se agitó lentamente cuando el camión frenó. Junto con los otros veinte ciclistas aproximadamente que esperaban a que cambiara el semáforo, los saludamos y les gritamos nuestro apoyo.
– ¡Gracias por vuestro respaldo! ¡Ayuno hasta la victoria! -respondieron a voz en cuello los estudiantes del camión.
Me di cuenta de que algunos de ellos llevaban cruces rojas en el brazo. «Debe de tratarse del equipo de apoyo médico para los que están en huelga de hambre», pensé. Sabía que a diario miles de estudiantes voluntarios trabajaban por turnos para cuidar de los huelguistas en la plaza de Tiananmen. Las noticias desde la plaza eran preocupantes; cada vez había más manifestantes que debían ser tratados por deshidratación, aunque no se había informado todavía de ninguna baja.
En aquel momento, un autobús medio lleno se detuvo detrás del camión. Algunos pasajeros se asomaron por las ventanas y, tal vez al advertir que nosotros también éramos estudiantes, nos saludaron agitando las manos y exclamaron:
– ¡Larga vida a los estudiantes! ¡Que tengáis un buen día!
Hanna, Jerry y yo nos miramos y soltamos unas risotadas.
– ¡Que tengáis un buen día vosotros también!
El semáforo se puso verde. Les dijimos adiós con la mano a los estudiantes cuando su camión tomó la delantera ruidosamente, soltando unas espesas bocanadas de humo por el tubo de escape. Los timbres de las bicicletas sonaron a nuestro alrededor, despidiéndose del camión.
Los viejos castaños en seguida dieron paso a sauces jóvenes y a nuevos y vulnerables álamos temblones. La calzada se ensanchaba después del cruce del zoológico de Pekín. La calle estaba bordeada de nuevos edificios residenciales en forma de caja de cerillas, con la colada enredada sobre los balcones como las banderas de un transatlántico. La luz del sol, ahora cegadora, rebotaba contra las paredes grises de los edificios.
Nos detuvimos ante una pequeña Lengyn Dian, una tienda de bebidas frías. El establecimiento estaba lleno de trabajadores del lugar, residentes y gente de paso, pero pocos se quedaban. Muchas de las personas que entraban, volvían a salir en seguida con sus compras. Aparte de nosotros tres sólo había otro cliente, un chico de unos quince años con la cara repleta de granos. Se estaba tomando un sorbete de alubias pintas; caldo dulce de alubias pintas vertido sobre hielo comprimido. Mientras consumíamos los helados, nuestro vecino bebía ruidosamente y trituraba el hielo con los dientes.
Contagiada del buen humor que imperaba en el entorno, dije con excitación:
– En este momento no quiero vivir en ningún otro sitio que no sea Pekín. Se diría que es el lugar más amistoso del orbe. Me siento conectada con todo el mundo, no importa quiénes sean: ancianos que acarrean sus jaulas para pájaros, madres de mediana edad con las cestas de la compra, incluso niños…
– Hasta yo me siento aquí como en mi casa, lo cual es bastante insólito para un extranjero, si quieres que te diga la verdad. -Jerry en seguida se hizo eco de mi sentimiento-. Casi tengo la sensación de que de pronto me han dejado entrar en un templo prohibido para que vea China tal como es.
– Espero que no te esté asustando, estos días no habla de otra cosa que de este asunto de la «verdadera China», sobre cómo es y cómo debería ser -dijo Hanna con cierto desenfado mezclado con preocupación-. No entiendo por qué de repente tienes que sentirte tan personal con China.
Al tiempo que ponía un gracioso énfasis en la palabra «personal», Hanna realizó su movimiento sexy característico: echarse el cabello a un lado a la vez que volvía la vista para mirar a Jerry, irguiendo su juvenil cuerpo como un delfín, como si la agarraran de sus largos mechones y tiraran de ella hacia arriba. La sexualidad de Hanna era muy distinta a la de Lan, mucho más manifiesta. Hanna era voluptuosa y, al igual que un volcán lleno de lava al rojo vivo, era imparable y lo inflamaba todo a su paso. ¿Qué veía Dong Yi en Lan? ¿Acaso también suscitaba en él un ardiente deseo?
– Así pues, ¿cuál es la verdadera China que se te ha permitido ver? -le pregunté a Jerry.
– Para empezar, creo que China es mucho más parecida a Occidente de lo se le da a entender a la gente.
– ¿No es típico? Los extranjeros creen que han comprendido China después de vivir aquí seis miserables meses -interrumpió Hanna-. Hablando de la verdadera China…, ¡qué tontería! ¡Nadie sabe nada de la verdadera China! Yo he vivido aquí toda mi vida y si alguien me pregunta cómo es en realidad, no sabría qué decirle.
– Pero a veces la gente de fuera ofrece unos puntos de vista muy perspicaces, porque…, bueno, precisamente por no haber vivido aquí toda su vida -dije yo-. Pueden ver cosas que nosotros no vemos o no queremos ver. Como dijo el poeta Li Bai, «estar dentro de la montaña hace que no puedas verla».
– ¿Recuerdas la última vez que nos vimos, cuando hablamos del paralelismo entre la política y la economía? -Tal vez mis comentarios habían animado a Jerry o tal vez intentaba exponer su punto de vista sobre China a pesar de la protesta de Hanna-. ¿Cómo se llamaba tu amigo, Wei?
– Chen Li.
– Eso es. Bueno, él no creía que China necesitara una reforma política. Le dije que la reforma económica de China se estancaría sin una próxima liberación política. Le dije que la libertad de expresión era un derecho fundamental del hombre sin el que nadie puede vivir y que la democracia es el único futuro para cualquier país. Mira las decenas de miles de personas que hay en la plaza de Tiananmen, ellos me comprenden y están de acuerdo conmigo. -Sin esperar mi respuesta, Jerry continuó con la arenga frente a su nueva audiencia-. La idea de que los chinos viven satisfechos bajo el estricto control de su gobierno y de que nunca se quejan es absolutamente falsa. Yo les digo a mis amigos: «Mirad estos estudiantes, están deseosos de dar sus vidas a cambio de la libertad y la autonomía. ¿En qué otro sitio encuentras esto?». Les digo a mis amigos que los chinos son el pueblo más valeroso. Los estudiantes chinos han proporcionado esperanza al resto del mundo.
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