Diane Liang - El Lago Sin Nombre

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Cuando los tanques entran en la plaza de Tiananmen, la vida de Diane Wei Liang cambia para siempre. Estudiante de la Universidad de Pekín, ella y su amigo Dong Yi participan en una demostración pacífica que provoca la respuesta sangrienta y dura del gobierno chino. La condena política en todo el mundo no cambia el hecho de que esta terrible masacre ocurrió ante los ojos de millones de personas.
Los dramáticos acontecimientos del 4 de junio de 1989 pusieron fin a los sueños de una vida mejor, de democracia, libertad… y de amor de muchos jóvenes, chinos. Entre ellos, Diane y Dong Yi, que deben huir de Pekin y no vuelven a verse.
Siete años más tarde, Diane regresa a su país natal para tratar de encontrarlo. Entonces recuerda su infancia y juventud, sus años universitarios y aquellos trágicos sucesos.
El lago sin nombre es el relato de Diane que fue testigo de aquel traumático periodo. Nos presenta un viaje personal a su propio pasado, una historia de amor, así como un testimonio político que nos lleva desde la Revolución Cultural hasta un momento determinante en la historia reciente de China.

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– ¿Pero tú crees que al final ganarán los estudiantes? -pregunté.

– Diría que sí, porque estáis en el lado bueno de la historia. La democracia prevalecerá. -Jerry se estaba agitando mucho. Su tono de voz era cada vez más fuerte y eso me puso nerviosa-. Los estudiantes están haciendo lo correcto al mantener la presión. Es una gran oportunidad para China, así como para el resto del mundo. Imagínate el efecto que semejantes cambios en el país más poblado del mundo tendrían en el resto.

En aquellos días reinaba el optimismo entre los estudiantes y sus partidarios, lo cual equivalía a decir prácticamente todos los ciudadanos corrientes de Pekín. Al principio, muchos de sus habitantes, trabajadores y funcionarios recelaban del Movimiento Estudiantil. Aunque muchos cientos de miles de personas observaron y vitorearon la primera manifestación de estudiantes del 27 de abril, la mayoría de ellas no se sumó a la marcha. La mayor parte de los movimientos estudiantiles de la historia de China han estado mal organizados, sacudidos por las fricciones entre las distintas facciones y por ello, a la larga, han fracasado. Cuando los estudiantes comenzaron la huelga de hambre el 13 de mayo, no sólo demostraron al pueblo chino su determinación y valentía, sino también su capacidad para organizarse en un frente unido: la Asociación Autónoma de Estudiantes. El apoyo hacia ellos se incrementó con rapidez en la ciudad. Pronto, muchos trabajadores de fábricas, propietarios de pequeños negocios, empleados del gobierno e intelectuales se echaron también a la calle.

El 17 de mayo, el apoyo hacia los manifestantes en huelga de hambre había alcanzado un nuevo nivel, hasta el punto de que más de un millón de personas, incluidos estudiantes, intelectuales, tenderos y obreros, marchó hacia Tiananmen en un despliegue de unidad. Lo vi de manera fugaz cuando pasé por delante de la plaza de camino a la oficina de pasaportes.

Cuando Hanna, Jerry y yo llegamos a menos de ochocientos metros de la plaza, prácticamente todo el tráfico se había detenido. Grupos de personas que iban por ahí con banderas y pancartas, gente que empujaba bicicletas, camiones que transportaban a monitores estudiantiles y vehículos de abastecimiento que llevaban mantas estaban todos atrapados en el atasco. Al principio, los camioneros hicieron sonar las bocinas en un intento de avanzar, mientras los líderes estudiantiles gritaban desde lo alto del vehículo para que la gente abriera paso. Pero los grupos que marchaban en formación no se movieron para dejarlos pasar. Estaba claro que tenían preferencia y avanzaban a su ritmo, dando fuertes gritos ellos también. Los ciclistas tocaban el timbre y luego se bajaban de la bicicleta y seguían a pie. Había barreras de gente por todas partes. Para cuando llegamos a la esquina sudoeste de la plaza, la masa humana ya tenía un frente de diez personas.

– ¡Dios mío! ¿Cuánta gente hay aquí hoy? -exclamó Jerry, dos cabezas más alto que todos los demás, mirando hacia la plaza.

– ¿Más que ayer? -preguntó Hanna.

– Sin duda. La carretera de circunvalación y la plaza están hasta los topes. Diría que al menos hay el doble de gente que ayer.

Los periódicos calculaban que el día anterior se habían congregado cincuenta mil personas en la plaza.

En lugar de dejarse llevar por la lenta circulación de la carretera de circunvalación, Hanna y Jerry decidieron tratar de dirigirse hacia la Gran Sala del Pueblo. Jerry quería trepar por la verja de acero que rodeaba la Sala y obtener fotos para su futuro libro. Me despedí de ellos y me quedé observándolos mientras intentaban desesperadamente atajar por en medio de las columnas de manifestantes y a través de las barreras de espectadores. Luego inicié mi lento viaje hacia el este y, por tanto, hacia la oficina de pasaportes. Momentos después, cuando me volví para ver si los veía, la multitud ya los había engullido: habían desaparecido sin dejar rastro.

Desde el interior de las barreras de espectadores que avanzaban con lentitud, vi que habían acudido a apoyar a los estudiantes personas de todas las profesiones y condiciones sociales. Pasó una columna de alumnos de la escuela primaria, guiados por sus maestros. Las bufandas rojas que llevaban alrededor del cuello eran particularmente llamativas. Pero mi atención se desvió hacia una gran pancarta situada entre un grupo de obreros que agitaban los carnés de afiliados y en la cual se leía: «¡Deng Xiaoping, dimite!». Entendí que era la respuesta a una reunión televisada entre el secretario general del Partido, Zhao Ziyang, y el presidente Gorbachov que había tenido lugar el día anterior. En dicha reunión, Zhao le dijo a Gorbachov que, si bien Deng Xiaoping se había retirado oficialmente, continuaba siendo la persona que tomaba todas decisiones importantes. Todos los chinos que veían la transmisión interpretaron que, en realidad, Zhao aprovechaba la oportunidad para exponer a la nación la verdad sobre Deng. No supuso ninguna sorpresa que mucha de la ira fuera entonces dirigida a Deng Xiaoping, quien en última instancia tomaba las decisiones en China. Pero aquella pancarta pidiendo sin rodeos la renuncia de Deng me asustó. Recuerdo muy bien que fue en aquel momento cuando sentí un miedo terrible a que todo aquello acabara mal. La batalla se había convertido en algo personal por ambas partes.

En la oficina de pasaportes, la atmósfera de promesa, de esperanza, parecía estar en pleno apogeo. Reinaba un jovial ajetreo en el lugar, a pesar de las largas colas y la confusión en cuanto a dónde tenía uno que acudir para que le facilitasen un impreso, para que le respondieran a una pregunta o simplemente para entregar una solicitud ya rellenada. El ruido del interior se intensificó aún más debido al hecho de que todo el mundo daba consejos a todo el mundo, consejos que con frecuencia resultaban inútiles, cuando no erróneos.

– ¿Sabes si estas fotos valen para un pasaporte? -me preguntó alguien detrás de mí.

Me volví, solté un grito ahogado de asombro y exclamé:

– ¡Minnie Mouse!

– ¡Wei! -respondió también con un grito mi antigua compañera de habitación del internado.

Min Fangfang, Minnie Mouse, se había transformado en una femenina y moderna dama, tal como me había dicho Qing. Había cambiado las gruesas gafas de montura negra por lentes de contacto y se peinaba el cabello liso en suaves y largos rizos permanentes. Llevaba los ojos hábilmente pintados y los labios color rojo cereza.

– ¿Cómo es que estás en Pekín? Creía que estabas haciendo un curso de posgrado en Shangai -le dije.

– Estaba. Pero ahora ya no hay clases. Muchos de mis compañeros de curso han venido a Pekín para participar en la huelga de hambre y los que se quedaron en el campus se están manifestando en Shanghai -contestó Min Fangfang-. Fue estupendo. Tomé el tren desde Shanghai gratis. No sólo nos dejaron subir sin billete, sino que tanto el personal como los viajeros nos estuvieron animando durante todo el camino hasta Pekín. Decían: «Vosotros los jóvenes sois muy valientes. Seguid adelante, os apoyamos». Algunos nos dieron las gracias porque decían que lo estábamos haciendo por ellos. -Mi amiga me miró con una amplia sonrisa-. ¡Qué sorpresa! ¿Adónde te vas, a Estados Unidos?

– Sí, a Virginia, a una pequeña universidad llamada William y Mary. ¿Y tú?

– A Boston. A la Universidad de Boston.

Entonces hablamos de qué había sido de nuestras antiguas compañeras de clase. Me sorprendió descubrir que algunas de ellas ya se habían marchado a Norteamérica para continuar allí su educación. Al cabo de unas dos horas, ambas entregamos nuestras solicitudes y pusimos fin a nuestra prolongada conversación sobre la gente que conocíamos. Nos despedimos fuera.

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