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Diane Liang: El Lago Sin Nombre

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Cuando los tanques entran en la plaza de Tiananmen, la vida de Diane Wei Liang cambia para siempre. Estudiante de la Universidad de Pekín, ella y su amigo Dong Yi participan en una demostración pacífica que provoca la respuesta sangrienta y dura del gobierno chino. La condena política en todo el mundo no cambia el hecho de que esta terrible masacre ocurrió ante los ojos de millones de personas. Los dramáticos acontecimientos del 4 de junio de 1989 pusieron fin a los sueños de una vida mejor, de democracia, libertad… y de amor de muchos jóvenes, chinos. Entre ellos, Diane y Dong Yi, que deben huir de Pekin y no vuelven a verse. Siete años más tarde, Diane regresa a su país natal para tratar de encontrarlo. Entonces recuerda su infancia y juventud, sus años universitarios y aquellos trágicos sucesos. El lago sin nombre es el relato de Diane que fue testigo de aquel traumático periodo. Nos presenta un viaje personal a su propio pasado, una historia de amor, así como un testimonio político que nos lleva desde la Revolución Cultural hasta un momento determinante en la historia reciente de China.

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Diane Wei Liang


El Lago Sin Nombre

Título original: Lake with no name

De la traducción: Montse Batista

Agradecimientos

A John Saddler por tomarme de la mano.

A Humphrey Price por estar conmigo en todo momento.

A Heather Holden-Brown y Lorraine Jerram de Headline por convertir el libro en una realidad.

A Angela Mackworth-Young por su hábil edición y sus constantes ánimos.

Nota de la Autora

Mi madre encontró el nombre de «Wei» en un antiguo diccionario chino. Es un carácter olvidado hace mucho tiempo que significa «sol».

En China, el apellido antecede al nombre. Las mujeres no adoptan el apellido de su marido, sino que conservan el suyo propio. En el caso de los niños y las personas de entre veinte y treinta años a menudo se utiliza el prefijo «Xiao», que significa «pequeño». El prefijo «Lao», que equivale a «viejo», se utiliza con frecuencia para las personas de más de cuarenta años, o bien como muestra de respeto. «X» se pronuncia «sh», «Q» es «ch» y «Zh» es «ge» (una «g» de sonido débil, no fuerte).

Los nombres de los personajes públicos, incluidos los líderes estudiantiles, así como los de mi familia, son reales, y están escritos en pinyin tal como se utiliza en China. Otros nombres están cambiados.

Todos los personajes de este libro están basados en seres de la vida real. Los detalles de sus historias se han cambiado para proteger a dichas personas. Algunas conversaciones del libro son necesariamente imaginarias o reconstruidas; pero reflejan con fidelidad el clima de la época, los temas acerca de los que discutíamos, cómo nos sentíamos y mis recuerdos de los acontecimientos descritos. Otras conversaciones se basan en informes publicados.

Siempre que me ha sido posible he verificado lo que recordaba sobre los sucesos de 1989 con documentos publicados. Hubo dos publicaciones que me resultaron particularmente valiosas y que recopilaban artículos de periódicos, reportajes de televisión y emisiones radiofónicas, discursos, algunos minutos de reuniones, comunicados de prensa, transcripciones de ruedas de prensa y comunicados internos del Partido: Beijing Spring, 1989: Confrontation and Conflict, M. Oksenbert, L. R. Sullivan y M. Lambert, eds., M. E. Sharpe, Inc. (Armonk, Nueva York, 1990); y Los documentos de Tiananmen, Zhang Liang, A. J. Nathan y P. Link (eds.), Little, Brown and Company (Londres, 2001).


Te amo fielmente

A pesar del paso de los años

De la juventud que envejece

Te amo

En lo más profundo de mi corazón

Las flores del bosque pierden el color

Demasiado deprisa

La vida… siempre un río que fluye con fuerza hacia el este

Espero que volvamos a encontrarnos otra vez

Un día como éste

Una época como ésta

Y el mismo tú

El sol y la primavera

Quizá también el mismo yo…

Tal vez

Diane Wei Liang Pekín, 1989

Mapa de China

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Mapa de China

Plano de Pekin

Фото

Plano de Pekin

Prólogo: La plaza 1996

Había tardado siete años en volver a casa.

– Date una ducha -me dijo mi madre-. Estás sudando.

Hacía calor. En algunos sitios el sol ablandaba el asfalto de las calles. Pero yo vestía mi ropa de primavera; cuando me marché de Minneapolis, la nieve acababa de derretirse bajo el manzano del patio trasero. Estábamos a mediados de mayo y Pekín sufría una ola de calor.

Mi madre, una mujer delgada de poco más de metro y medio de estatura, iba zumbando por el pequeño apartamento como una diminuta y feliz abeja. En cuestión de segundos se acercó a mí con un abanico de bambú en la mano. Corrí la cortina, un pedazo de tela floreada que pendía de un alambre, y me quité la ropa. Me envolví en una toalla grande y me dirigí al cuarto de baño. El baño era demasiado pequeño para colocar una cortina de ducha. Bajo mis pies había un desagüe de tamaño industrial. Al pisarlo, bajé la mirada y me quedé contemplando el oscuro agujero de la tubería del agua.

– Recuerda: cuando termines tienes que dar un golpe en la puerta para que pueda apagar el calentador. No cierres el grifo hasta que lo haya apagado, de lo contrario podría recalentarse y estallar.

Cuando oí a mi padre gritar desde la cocina «¡El calentador está encendido!», dejé caer la toalla y abrí el grifo de la ducha. Fluyó el agua caliente.

Me cambié, me puse un vestido de lino de color amarillo y empecé a andar por mi habitación. El suelo de cemento estaba frío, incluso en un día tan caluroso como aquél. Había una cama individual con sábanas floreadas y un sencillo armario de madera contra la pared. Una gruesa capa de polvo cubría el escritorio. Con un leve movimiento de la mano, el trazo de mis dedos dejó al descubierto el verdadero color de la madera desnuda. Miré por la ventana y vi gente en el edificio de al lado: un hombre en ropa interior y dos mujeres que guisaban inclinadas sobre sus cocinas. Después de vivir durante años en América, el apartamento me parecía absurdamente pequeño, apenas lo bastante grande para dos personas. Sin embargo, años atrás, los cuatro -mis padres, mi hermana Xiao Jie y yo- habíamos vivido en uno más pequeño que aquél.

Cuando me marché de China, mis padres se mudaron a aquel piso más grande equipado con ducha, adjudicado por la universidad cuando mi madre fue ascendida a profesora adjunta. Se terminaron las visitas a los baños públicos dos veces por semana. También habían adquirido un microondas, una lavadora con secadora y un televisor por cable. Mi padre se había jubilado de su puesto de jefe de personal en el Departamento de Parques y Bosques de Pekín. Como la mayoría de empresas estatales, no tenía beneficios, había mucho desempleo. El gobierno, por tanto, había reducido la edad de jubilación a los sesenta años para todos los empleados estatales, incluidos los funcionarios, entre los cuales se contaba mi padre. Mi madre, que era tres años más joven que él, estaba pensando en retirarse de su puesto como profesora de periodismo en su universidad.

Después de comer, mis padres se quedaron en casa para echarse la siesta. Mi hermana menor, Xiao Jie, y yo tomamos un taxi hasta el centro de la ciudad. El taxi parecía llevarme por lugares en los que nunca había estado; luego me dijeron los nombres y me di cuenta de que no había reconocido zonas que antes me eran familiares. Las autopistas habían reemplazado a viejos edificios y mercados. Construcciones que anteriormente eran grandes e importantes quedaban empequeñecidas al lado de las nuevas obras de muchos pisos. Las calles parecían haber cambiado sus manzanas. Los patios a la antigua usanza dejaron paso a carreteras elevadas que me ofrecían nuevas perspectivas de la ciudad. Las innumerables estatuas de tamaño real de Mao Zedong habían desaparecido. En su lugar había jardines, supermercados y tiendas de modas.

Nuestro taxi reducía la velocidad en los cruces y vislumbré la China que antes conocí. Los viajeros, que ahora iban en coche en lugar de en bicicleta, no prestaban atención a los semáforos, a pesar de las bocinas atronadoras y de la gente que gritaba por las ventanillas abiertas. Nadie estaba dispuesto a ceder. Los conductores se maldecían unos a otros cuando sus vehículos pasaban rozándose. Un polvo amarillo, que el viento traía desde el Desierto de Mongolia, al oeste, lo nublaba todo. Los ciclistas se colaban por espacios diminutos, luciendo sonrisas triunfales. Los semáforos pasaban del rojo al verde una y otra vez como si fueran luces de Navidad.

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