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Diane Liang: El Lago Sin Nombre

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Cuando los tanques entran en la plaza de Tiananmen, la vida de Diane Wei Liang cambia para siempre. Estudiante de la Universidad de Pekín, ella y su amigo Dong Yi participan en una demostración pacífica que provoca la respuesta sangrienta y dura del gobierno chino. La condena política en todo el mundo no cambia el hecho de que esta terrible masacre ocurrió ante los ojos de millones de personas. Los dramáticos acontecimientos del 4 de junio de 1989 pusieron fin a los sueños de una vida mejor, de democracia, libertad… y de amor de muchos jóvenes, chinos. Entre ellos, Diane y Dong Yi, que deben huir de Pekin y no vuelven a verse. Siete años más tarde, Diane regresa a su país natal para tratar de encontrarlo. Entonces recuerda su infancia y juventud, sus años universitarios y aquellos trágicos sucesos. El lago sin nombre es el relato de Diane que fue testigo de aquel traumático periodo. Nos presenta un viaje personal a su propio pasado, una historia de amor, así como un testimonio político que nos lleva desde la Revolución Cultural hasta un momento determinante en la historia reciente de China.

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– ¿Quién te ha enseñado eso? -preguntó mamá. E inmediatamente añadió-: No vuelvas a cantarlo. No sabes quién podría estar escuchando.

Yo no comprendía por qué a mis padres les daba tanto miedo que cantara mi nueva canción. Al fin y al cabo, la señora Cai también nos había enseñado muchas canciones revolucionarias.

A la mañana siguiente, unos cuantos padres vinieron a nuestro apartamento, todos con las mismas preocupaciones.

– Somos sus padres, lo que canten o aquello de lo que hablen nos perjudica -dijo uno de ellos-. Tenemos que hacer algo antes de que nos causen problemas.

– La vida ya es bastante dura sin que ellos vayan cantando canciones contrarrevolucionarias o hablando sobre Taiwan -intervino otro.

De modo que nuestros padres decidieron denunciar a la señora Cai a las autoridades. Un par de días después, nuestra profesora desapareció. Nadie, ni siquiera los padres, sabía qué había sido de ella. Muchos años después, mis padres todavía hablaban de la señora Cai y se sentían culpables por lo que pudiera haberle sucedido. Pero en aquella época les pareció que no tenían elección. Debían proteger a su familia. Hasta ese punto llegaba el miedo en el campo de trabajo, al igual que en otras partes de China en aquellos tiempos.

La vida en el campo de trabajo era difícil. Puesto que las viviendas estaban en lo alto de las montañas, el agua tenía que traerse desde el río que había más abajo. Luego se vertía directamente en un enorme depósito al aire libre para que la utilizaran todas las familias. Mucha gente enfermaba al beber el agua. La comida se repartía una vez por semana y era distribuida por la cuadrilla de mi padre. La carne escaseaba: aunque se suponía que a cada familia le correspondían dos kilos de carne al mes, había meses que sólo recibíamos la mitad. Teníamos una pequeña cocina de carbón junto a la puerta. Cada noche, en cuanto mis padres regresaban de la obra cansados, sudorosos y sedientos, mi madre preparaba la cena con lo poco que nos daban. A la hora de cenar, la escalera siempre se llenaba con el olor del aceite y del humo que emanaba de las pequeñas cocinas, mientras las esposas y madres charlaban en voz alta arriba y abajo de la escalera.

A mis padres, la posibilidad de vivir juntos en Shanghai después del campo de trabajo les daba fuerzas para soportar las penalidades. Antes de ir al campo, a mi madre le hicieron vagas promesas de que, si podía demostrar al partido su buena voluntad para «tragarse el resentimiento y soportar el trabajo duro», podría ganarse la aprobación necesaria y quizá se le permitiera trasladarse a Shanghai. No obstante, a mi madre le había resultado particularmente difícil trasladarse al campo. Unos cuantos meses antes, el 3 de septiembre de 1969, nació mi hermana pequeña Xiao Jie. Al imaginar las probables condiciones en el campo de trabajo, mis padres decidieron que sería mejor dejar a mi hermana en Shanghai, con mi abuela paralizada y una niñera.

El hecho de que no se le permitiera ir a Shanghai a ver a su hija empeoró aún más la situación para mi madre. Había dos razones. La primera, que el Hukou de mi hermana no estaba en Shanghai aunque hubiera nacido allí. Su Hukou tenía que estar con el de mi madre, en Pekín. En segundo lugar, como entonces mi padre se había «marchado» de Shanghai, mi madre ya no tenía ninguna relación oficial con la ciudad.

Mi madre echaba muchísimo de menos a Xiao Jie. Por la noche, tras un largo día de duro trabajo trasladando y poniendo ladrillos, mamá se tumbaba en la cama y le hablaba a mi padre de su segunda hija, contaba los meses que habían pasado desde su nacimiento, se preguntaba si le habrían salido los dientes e imaginaba el aspecto que tendría entonces. Mientras fuera la lluvia batía contra las hojas estivales, ella lloraba al recordar la última vez que vio a su hija recién nacida.

Algunos meses después de que mis padres y yo llegáramos al campo de trabajo, mi padre hizo su primer viaje a Shanghai para visitar a su madre y, lo que era más importante, comprobar cómo estaba mi hermana. Tomó un autobús de largo recorrido para un viaje de dos días hasta Chongqing, ciudad que se hallaba en el otro extremo de la provincia de Sichuan y era puerto fluvial del río Yangtsé. Una vez allí, tomaría un barco mensajero que descendería por el majestuoso Yangtsé hasta Shanghai. El viaje en barco duraba otros cuatro días. Cuando regresó, trajo consigo las cosas más maravillosas que jamás había visto: caramelos envueltos en papel de colores muy llamativos y galletas que olían divinamente.

– Escucha, Wei, estos dulces y galletas tienen que durarte mucho tiempo…, hasta la próxima vez que vaya a Shanghai. Cada semana tendrás tu parte, pero no más.

Papá metió los caramelos y las galletas en dos botes de aluminio y los guardó bajo llave en el armario que había bajo el cajón de la mesa.

Durante las semanas siguientes, mi mayor alegría era recibir los dulces y galletas que me daban mis padres, hasta que un día hice un descubrimiento asombroso. Descubrí que si sacaba el cajón que había encima del armario cerrado con llave, podía alcanzar los botes. Me comí todo lo que pude con toda la rapidez de la que fui capaz. Al final mis padres se dieron cuenta de lo que había hecho cuando encontraron los botes vacíos. Aún me acuerdo del modo en que mi madre y mi padre me miraron, suspirando. Entonces comprendí que los había entristecido porque pasarían muchos meses antes de que pudieran darme más.

Cuando llegó de nuevo el invierno, papá hizo otro viaje a Shanghai. Una mañana fresca y despejada, los tres bajamos por el sendero de la montaña para acompañar a papá a la parada del autobús. Al igual que los niños miao, yo llevaba en los hombros mi diminuta cesta como si fuera una mochila. Me había guardado cuatro mandarinas de las que había distribuido la cuadrilla para que mi padre se las llevara para el viaje. Mi corazón rebosaba de expectación y ansiedad por lo que podría traer aquella vez cuando volviera.

Un día, cuando parecía que habían pasado meses desde que papá se marchara a Shanghai, regresé a casa, de vuelta del jardín de infancia, y me encontré con que las habitaciones en que vivíamos estaban abarrotadas de gente. Se oían fuertes voces y risas. Me metí entre la multitud con bastante curiosidad y me alegré de ver a mi padre de pie en el centro de la habitación. Resultaba que acababa de regresar de Shanghai.

– Acércate, Wei -me dijo casi en la cara una vecina corpulenta y de voz potente-. Ven a ver a tu hermanita.

Aunque yo sabía que tenía una hermana, me esforcé en hacer memoria pero no pude recordar nada de ella. Sólo más tarde, por la noche, después de mucho apuntarme mis padres, me acordé vagamente de haberme asomado a una ventana y ver a mi madre llegar a casa con un bebé.

Pero allí estaba mi padre, en el centro de la habitación, sosteniendo una criaturita bastante flacucha con unos cabellos cortos que le crecían en todas direcciones. Parecía que se acabara de despertar. Por un momento puso cara de aturdida y luego se volvió hacia la vecina de voz potente y dijo: «Ma-má».

– No, tu mamá es ésta.

La mujer estaba avergonzada y de un tirón hizo salir a mi madre de entre el gentío. Todos los que estaban en la habitación prorrumpieron en grandes carcajadas.

Aunque nos dieron más golosinas envueltas en papel de celofán, tal como nos habían prometido, yo me llevé una desilusión. De pronto todo el mundo estaba pendiente de Xiao Jie, mi hermana pequeña. Mis padres ni siquiera dedicaron tiempo a explicarme cómo debía racionarme los dulces. No obstante, papá había traído otra novedad: fideos de huevo. Aquellos fideos eran muy bonitos comparados con la pasta de color negro, hecha con una mezcla de cereales, a la que yo estaba acostumbrada, y además olían de maravilla. Por desgracia eran sólo para mi hermana, puesto que todavía era demasiado pequeña y necesitaba la nutrición adicional que proporcionaban.

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