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Diane Liang: El Lago Sin Nombre

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Cuando los tanques entran en la plaza de Tiananmen, la vida de Diane Wei Liang cambia para siempre. Estudiante de la Universidad de Pekín, ella y su amigo Dong Yi participan en una demostración pacífica que provoca la respuesta sangrienta y dura del gobierno chino. La condena política en todo el mundo no cambia el hecho de que esta terrible masacre ocurrió ante los ojos de millones de personas. Los dramáticos acontecimientos del 4 de junio de 1989 pusieron fin a los sueños de una vida mejor, de democracia, libertad… y de amor de muchos jóvenes, chinos. Entre ellos, Diane y Dong Yi, que deben huir de Pekin y no vuelven a verse. Siete años más tarde, Diane regresa a su país natal para tratar de encontrarlo. Entonces recuerda su infancia y juventud, sus años universitarios y aquellos trágicos sucesos. El lago sin nombre es el relato de Diane que fue testigo de aquel traumático periodo. Nos presenta un viaje personal a su propio pasado, una historia de amor, así como un testimonio político que nos lleva desde la Revolución Cultural hasta un momento determinante en la historia reciente de China.

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Mi hermana y yo hicimos nuestras compras en Le Lafayette, en Wangfujing, el principal barrio comercial de Pekín, y tomamos café en el American Donut Shop.

En las esquinas de las calles, los conductores de rickshaws trataban de atraer a los transeúntes.

– Señoritas, hace demasiado calor para ir andando con las bolsas de la compra. ¿Adónde queréis ir? Dejad que os lleve. En el rickshaw se está fresco.

Tenía razón. El calor era ya insoportable.

– ¿Cuánto nos costaría ir a la plaza de Tiananmen? -le pregunté.

– Por 100 yuanes os daré la vuelta a la plaza.

Regateamos, naturalmente. Le dimos 80 yuanes al conductor y nos metimos en su rickshaw.

– ¿Por qué queréis ir a Tiananmen, chicas? Allí no hay nada que ver a esta hora. Hay que ir por la noche. Mucha gente va a ver la ceremonia de arriar la bandera.

Abandonamos las estrechas y abarrotadas calles laterales y nos metimos en el ancho y arbolado bulevar de la Paz Eterna.

Poco a poco, la plaza de Tiananmen se abrió ante nuestros ojos como un viejo libro de cuentos de hadas. Al norte, la magnífica Tiananmen – la Puerta de la Paz Celestial – descollaba sobre la plaza con su maravilloso color rojo y dorado. Fue en esta puerta donde, cuarenta y siete años atrás, Mao Zedong proclamó la fundación de la República Popular. Ahora su retrato miraba en dirección sur, hacia la plaza de la Paz Celestial. A cada lado del retrato colgaba un gran letrero en el que se leía: «Larga vida a la República Popular» y «Pueblos del mundo unidos». Durante la década de 1950, Mao había hecho ampliar la plaza a cuarenta y nueve hectáreas, tres veces su tamaño original, de manera que en las concentraciones podían congregarse allí un millón de personas. Desde entonces, los guardias rojos habían desfilado por la plaza; el duelo público por el primer ministro Zhu Enlai tuvo lugar allí y, por supuesto, también las manifestaciones masivas del Movimiento Democrático Estudiantil de 1989.

El conductor de nuestro rickshaw pedaleaba frenéticamente; de vez en cuando se secaba la cara con una toalla. El tráfico era denso, pero avanzaba con lentitud, como flotando en torno a la plaza. Las grandes hojas de los robles, inclinadas en sus ramas, nos daban sombra. Sentada en el rickshaw, me sentía tan abrumada que no dije nada durante todo el recorrido alrededor de la plaza, que tenía un aspecto sereno bajo el tranquilo sol de la tarde. Debía de haber miles de personas allí, pero a mí la plaza de Tiananmen me parecía vacía. Aquello no era lo que yo recordaba; en el verano de hacía siete años, Tiananmen era un campo de batalla y estaba abarrotada de gente: los jóvenes de China que tenían las mangas, las cintas del cabello y los ojos manchados de sangre. Las banderas ondeaban al viento. ¿Adónde han ido todos? ¿Dónde están ahora aquellos chicos y chicas de dieciocho años?

Mi hermana y yo nos apeamos del rickshaw delante de Tiananmen. Los Puentes de Aguas Doradas estaban atestados de gente que entraba en la plaza o cruzaba hacia la Ciudad Prohibida. Los policías armados estaban de pie en los puentes, con sus semblantes glaciales.

No había pisado aquel terreno sagrado desde la última noche en que fui allí como miembro de la guardia estudiantil, el 2 de junio de 1989. Cada paso que daba me traía recuerdos y emociones de camaradería, tensión y miedo, olvidados hacía tiempo. Me adentré más y subí al monumento a los héroes del pueblo, el obelisco que se alza en el centro de la plaza. Al sur de éste, largas filas de personas esperaban para entrar en el Mausoleo de Mao. Me dijeron que la cola que se formaba en el exterior del Mausoleo se había alargado en los últimos años; no sólo los veteranos de la revolución comunista, sino también los jóvenes querían desfilar respetuosamente junto al cuerpo que amarilleaba, embalsamado, en su féretro de cristal. La gente acudía allí en busca del consuelo del pasado, la época del orden y la seguridad. Los vendedores zigzagueaban por entre las hileras de gente ofreciendo las ilegales insignias de Mao que llevaban en sus bolsas, al tiempo que observaban atentamente a las patrullas de la policía. Durante la Revolución Cultural, en China todo el mundo estaba obligado a llevar aquellas insignias para demostrar su lealtad y devoción al presidente Mao y al Partido Comunista Chino. Me acordaba de haber llevado aquellas insignias y caminar con particular orgullo junto a mis padres durante las celebraciones públicas del Día Nacional y del Día Internacional del Trabajo. En aquella época, las cuadrillas populares utilizaban también las insignias de Mao como recompensa o como regalo de vacaciones. Hoy esas insignias pasadas de moda eran tradicionales recuerdos turísticos de una época pasada; algunos de aquellos recuerdos incluso se habían convertido en piezas de coleccionista.

Alrededor de la base del monumento había unos grabados en piedra que mostraban escenas de la historia china: la Rebelión de los Bóxers, la Guerra del Opio, la Invasión Antijaponesa y la Guerra Civil. El monumento fue erigido en 1958 como símbolo de la resistencia de la gente del pueblo frente al poder feudal y el colonialismo extranjero. En 1989, los estudiantes de Pekín lo encontraron especialmente adecuado para establecer allí su centro de mando. El poder de la gente normal y corriente era, como solía decir Mao, «el motor que hay detrás de la historia». Mientras caminaba en derredor del monumento, no pude evitar pensar también en el enorme precio y en el sufrimiento que los ciudadanos chinos de a pie habían soportado durante nuestra turbulenta historia.

Finalmente había regresado al lugar donde mis amigos y compañeros habían marchado, cantado, luchado y muerto. En aquel suelo que estaba pisando, miles de manifestantes hicieron huelga de hambre durante días. Sólo tenían veinte años y sentían cómo la vida los abandonaba lentamente. Ellos pensaban en la felicidad, en la felicidad de la gente corriente, en ver crecer a sus hijos. Tuvieron que cerrar los ojos. Ya no tenían fuerzas para seguir mirando el cielo o las nubes.

Vi a Chai Ling, rebelde ya en la época en que estudiábamos psicología en la Universidad de Pekín y compartíamos habitación, que hablaba con suavidad, que era mordaz y decidida. Se volvió cada vez más débil, se quedó más delgada y exhausta debido a la inanición voluntaria, y aun así aceptó el reto que ella misma se había impuesto: organizar la enorme corriente de descontento, transformar un millón de voces discordantes en un solo gritó por la libertad.

Vi a Dong Yi entre los miles de estudiantes que habían ido a cuidar a los que estaban en huelga de hambre, arrodillado, con una botella de agua preparada para ofrecérsela a los que estaban heridos, su rostro transido de dolor. De pronto gritó: «¡Rápido, otro se ha desmayado! ¡Una camilla!». Su voz resonó por la plaza como el retumbar de un trueno. Los estudiantes de medicina, con bata blanca, se acercaron a toda prisa. Las sirenas de las ambulancias aullaban, rasgando el cielo.

Fue la mejor época. Y fue una época terrible. Éramos jóvenes, llenos de esperanza, entregados a nuestra causa. Estábamos dispuestos a pagar el precio que fuera preciso por una China libre y democrática porque en ningún momento dudamos de nuestra victoria y de que nuestro sacrificio valdría la pena.

Pero aplastaron nuestra confianza, ¡y de qué manera! Una noche, los tanques bajaron por el bulevar de la Paz Eterna, las tropas abrieron fuego contra estudiantes y ciudadanos desarmados y corrió la sangre. De la noche a la mañana, perdí la inocencia de mi juventud… y al amor de mi vida.

Volvieron las imágenes de mis últimos días en China, cada una más clara aún que la anterior.

Tuve la sensación de que iba a arrugarme bajo el embate de las oleadas de emoción, cada vez más fuertes.

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