Al día siguiente, 18 de mayo de 1989, yo me tocaba con un gran sombrero de paja y llevaba un vestido de algodón de color blanco. A primera hora de la mañana, un aguacero había limpiado las calles de basura y suciedad, que ahora se amontonaba a los lados. Había refrescado; notaba la caricia del aire frío y vigorizante en el rostro y el cuerpo mientras pedaleaba en mi bicicleta. Me sentía ridicula con el sombrero, pero Eimin había insistido en que lo llevara porque me taparía la cara.
– Créeme, la policía secreta sacará fotografías -dijo-. No querrás que tu imagen salga en la película y poner en peligro tu oportunidad de ir a Estados Unidos.
Eimin y yo íbamos de camino a la parada del autobús, en el extremo oeste del bulevar de la Paz Eterna, para participar en la segunda marcha de un millón de personas hacia la plaza de Tiananmen.
En la plaza, la huelga de hambre había entrado en su quinto día. Ya se habían desplomado más de setecientos huelguistas y el número aumentaba con rapidez. Pero el gobierno seguía negándose a hablar con los estudiantes acerca de sus peticiones. Para millones de ciudadanos chinos comunes y corrientes, aquello era escandaloso, vergonzoso y angustioso. Parecía estar claro para todo el mundo, salvo para los líderes de China, que si no había un pronto diálogo, alguien moriría en la plaza de Tiananmen y eso supondría una tragedia para el país. Tal vez el gobierno comprendía muy bien la situación y, sencillamente, optaba por no hacer caso de los huelguistas. Contemplar semejante posibilidad suponía empeorar mucho más la situación. Significaba aceptar que el gobierno podía ser insensible, arrogante y que podía demostrar un interés nulo por la vida. Aquello encendió la indignación y el disgusto entre la gente.
Cuando Eimin y yo encontramos la bandera del departamento de psicología en medio de la columna de más de kilómetro y medio de longitud que formaban los estudiantes de la Universidad de Pekín, mis antiguos compañeros de clase, a la sazón ya alumnos de posgrado, se alegraron mucho de verme y volvieron a recibirme entre sus filas con el mayor de los entusiasmos. Como siempre, Li estaba ocupada organizando las columnas. Lu Bin, el estudiante de último curso más alto y robusto, llevaría la bandera del departamento. Li intercambió unas palabras con los demás organizadores sobre si la marcha debía realizarse en grupos cerrados.
– De ese modo podemos asegurarnos que no se cuelen infiltrados -recalcó uno de ellos, un joven a quien no conocía. Debía de ser un estudiante de primer año.
– Es demasiado difícil mantener la formación. Sería mejor si dejáramos que todo el mundo fuese por donde quisiera. Con mucho gusto me iré paseando por entre la gente para cerciorarme de que no haya caras desconocidas -dijo Su, una estudiante de posgrado.
– Estoy de acuerdo con ella. Estemos todos alerta; ¿por qué no te encargas de la seguridad con Su? -dijo Li, dirigiéndose al joven de primer año.
En aquel preciso momento, un frágil anciano con bastón apareció delante de la multitud. Se quedó esperando con impaciencia a que se iniciara la marcha. Li fue corriendo a saludarlo a él y a quienes lo escoltaban.
Se trataba del profesor Huang, ya jubilado, que se había retirado en el departamento hacía cinco años. Yo había visto al profesor Huang en alguna ocasión en que asistió a actos del departamento, como la ceremonia en la que se nombró profesor honorario al premio Nobel Herbert Simon. Más adelante, cuando estaba considerando la posibilidad de marcharme a Estados Unidos, apelé a Huang, doctor por Stanford, para que me ayudara. Ya tenía más de ochenta años, no gozaba de buena salud y permanecía la mayor parte del tiempo sentado en el sofá de su salón, pero su mente seguía activa. Hablamos sobre el departamento, sobre mis planes de futuro y sobre sus experiencias en Estados Unidos casi medio siglo antes. Cuando le mostré mi expediente académico y le pregunté si le importaría recomendarme, contestó:
– Son las mejores calificaciones que he visto nunca. Por supuesto que no me importará.
– Muchas gracias por venir, profesor Huang -dijo Li en voz alta al tiempo que le tomaba la mano. Percibí la efusión en su voz.
– Me alegra que me hayáis invitado a venir. Hoy me siento bien. Estar con vosotros, los jóvenes, me hace sentir como si tuviera diez años menos -respondió el profesor con idéntico entusiasmo.
– ¡El profesor Huang ha venido a marchar con nosotros! -gritó Li para que lo oyera todo el mundo en el grupo de psicología. Su voz quedó inmediatamente ahogada por unos atronadores aplausos.
Pero hasta dos horas más tarde nuestra sección de la marcha no pudo avanzar. Resultó que los casi diez kilómetros del bulevar de la Paz Eterna del lado oeste estaban abarrotados de gente, a la que aún se sumaban personas que venían tanto por el norte como por el sur. El sol brillaba radiante cuando nuestra columna empezó a moverse, Lu Bin agitaba la bandera roja, que refulgía en lo alto. Yo caminaba junto al profesor Huang e intenté prestarle el apoyo de mi brazo. Pero al anciano profesor no le hacía falta ayuda. Caminaba con orgullo con su chaqueta Mao de un color gris que los muchos lavados habían descolorido, la barbilla alta y el paso firme.
El trayecto hacia la plaza de Tiananmen fue lento, puesto que había demasiadas personas y vehículos intentando acceder al lugar. Posteriormente se informó de que el 18 de mayo fue testigo de la mayor manifestación que había habido nunca en Pekín, con un número total de participantes que se calculaba en un millón y medio. En algunos cruces tuvimos que detenernos del todo. Por último, al cabo de más de una hora, conseguimos llegar a la plaza. Allí había más gente, banderas, pancartas, camiones y furgonetas que bloqueaban la carretera de circunvalación. Nos detuvimos en la esquina. Los estudiantes de la Universidad Fu Dan de Shanghai pasaron marchando en formación. El personal del Diario del Pueblo desfilaba con una enorme pancarta en la que se leía «¡Nosotros no escribimos el editorial del 26 de abril!» y que arrancaba aplausos dondequiera que se paraba.
No tardamos en girar a la derecha y avanzar hacia el sur pasando junto a la Gran Sala del Pueblo. En algún lugar entre la masa de espectadores divisé la alta figura de Jerry sacando fotos, y luego vi a Hanna junto a él, radiante como siempre. Los saludé con la mano, pero ninguno de los dos me vio.
– Son Hanna y Jerry. Hanna no bromeaba, ¡vienen cada día! -le comenté a Eimin.
Le dije que me gustaría acercarme a saludarlos, pero él me advirtió que no lo hiciera, por cuanto si me sacaban una fotografía hablando con un extranjero en la plaza me podrían tildar fácilmente de «enlace con un país extranjero», un grave delito.
Había muchos espectadores que llevaban cámaras. A veces los manifestantes también sacaban fotos de ellos mismos, de amigos con las manos levantadas haciendo el signo de la victoria o de pancartas que les llamaban la atención. Todo parecía inocente e inofensivo. Pero hice caso del consejo de Eimin y me quedé donde estaba. No dudé de lo que había dicho: sin duda, la policía secreta estaba allí, vestida de paisano, y registraba cuanto podía sobre la gente y los acontecimientos en la plaza.
Seguimos avanzando; desfilamos junto a los empleados de la librería Wanfujing, la más grande de China, y los trabajadores de la segunda compañía farmacéutica de Pekín con sus batas blancas, además de los miles de compañeros de la Universidad de Pekín. A diferencia del día anterior, ya no estaba nerviosa por las pancartas que exigían la dimisión de Deng Xiaoping, pues se habían convertido en algo habitual, como los renuevos de bambú que brotan del suelo tras la primera lluvia de primavera.
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