– ¿Les importaría llevarme al Venga la Suerte? -preguntó Mei, sonriendo. Sus grandes ojos aletearon como luciérnagas en una noche de verano-. Verán, es que han visto a Zhang Hong por ahí con una amiga joven. Su mujer le quiere de vuelta antes de que todo el dinero se haya esfumado.
– Bueno, si él es del tipo jugador, no habrá nada que lo pare -dijo el viejo Huang, con aire sagaz. Al parecer le complacía que una guapa joven le necesitara. Se volvió a su amigo-. ¿Tú quieres ir? Como se entere tu mujer…
– Sí -dijo el tío Ma con rapidez, bajando la cabeza y lanzando con sus pequeños ojos una mirada avergonzada a la mesa donde reposaban sus manos y donde el té se había enfriado en su taza-. Yo también voy.
Salieron los tres hacia el Venga la Suerte.
Era un lugar de sombras, con lámparas rojas sobre las mesas por toda iluminación. Olía a aguardiente de arroz hervido. En una mesa, a la izquierda de Mei, cuatro hombres apostaban sobre cuánto eran capaces de beber; la mesa estaba sucia de cacahuetes hervidos con sal y botellas de cerveza vacías. A la derecha, dos hombres jugaban a los chinos, cantando canciones para animarse a beber y riéndose. Querían que sus acompañantes femeninas se unieran al juego, pero las mujeres se limitaban a soltar risitas y agitar las cabezas como sonajeros. Detrás de la barra, dos camareras cuchicheaban e intercambiaban miradas cargadas de intención; al parecer hablaban de un hombre que estaba bebiendo solo en una esquina.
Había un grupo de jóvenes del barrio sentados a la gran mesa del centro de la sala, todos ellos fumando y bebiendo y compartiendo la misma expresión dura. Uno de ellos era una chica, bien fuera la chica del cabecilla o la cabecilla misma. A excepción de un chico atractivo, todos se movían con cuidado a su alrededor, mostrándole gran respeto.
El encargado saludó calurosamente al viejo Huang y al tío Ma. Preguntó por la señora Ma, por su estado de ánimo y por el tiempo que iba a hacer al día siguiente. Les señaló una mesa vacía en un rincón. El viejo Huang le dijo algo al oído, a lo que el encargado asintió y respondió:
– Por supuesto, pasen adentro.
Atravesaron la cocina. Había dos cocineras sentadas ante platos de tiras de carne de pollo y verduras rehogadas, cenando fuera de hora. Apenas parpadearon cuando Mei y su escolta pasaron ante ellas. Sobre los fríos fogones, sartenes cubiertas de la grasa de varios meses de uso permanecían ociosas. Había cajas de cartón abiertas y botellas de salsa medio agotadas desparramadas por todo. Un pollo decapitado yacía sobre la madera de una tabla de cortar junto a un enorme cuchillo de acero.
Pasada la cocina había un salón de juego. Los tubos halógenos ardían por encima del humo, y en el aire flotaba punzante el ácido olor de la cerveza. El techo era bajo y el suelo estaba frío, pero eso al parecer no incomodaba a nadie. Había una atmósfera de calma, como en un fumadero de opio donde los clientes fueran ya por la tercera pipa.
El juego era el opio de aquella gente. De día podían dedicarse a cualesquiera ocupaciones: podían ser maestros de escuela, o bien opulentos funcionarios. Uno podía encontrarse allí a una dulce abuelita con dentadura postiza o a un padre que no permitía a sus hijos la menor brizna de libertad. Algunos probablemente habían mentido, diciendo que iban a visitar a unos vecinos o a reunirse con unos amigos. Algunos no habían logrado eludir los reproches de la esposa histérica o del iracundo marido, y se sentaban a sus mesas descorazonados y avergonzados. Pero eran más frecuentes las expresiones de liberación y alivio: aquéllos eran los viajeros que estaban a miles de kilómetros de sus casas. En la inmensidad anónima de la ciudad se hallaban fuera del alcance de cualquier conocido y podían de verdad dejarse llevar.
– Qué, vecinos, ¿otra mano de mah-jong ? -les saludó un hombre bajo y cincuentón en un tono que no pretendía ser agradable. Le echó una mirada suspicaz a Mei. Tenía una tripa que parecía una rueda de repuesto.
– Es Lao Xia -le susurró a Mei el tío Ma-. Se ocupa de las mesas de juego.
El viejo Huang sacó un paquete de Marlboro medio vacío y lo abrió de una sacudida, de modo que los pitillos se alinearon limpiamente asomando las boquillas. Lao Xia sacó uno del paquete; el viejo Huang se lo encendió.
– No te inquietes, es una amiga de la Reina del Wentún -dijo el viejo Huang, devolviendo el paquete a su bolsillo. Mei recordó que el viejo Huang había estado fumando una marca nacional más barata en el restaurante.
– ¿Apuestas fuertes? -el viejo Huang señaló con la barbilla hacia las mesas de poker.
El viejo Xia dio varias caladas a su pitillo pero no respondió. Paseó la mirada por las mesas y la gente que las rodeaba con una expresión seria que parecía dar a entender que estaba ocurriendo algo importante.
Había tres mesas, cada una con cuatro personas apiñadas alrededor. En una de ellas, dos policías de uniforme estaban siendo bien atendidos por una chica de grandes pechos. Zhang Hong no estaba entre los jugadores.
En una de las mesas de mah-jong, una mujer exclamó de pronto «¡Mah-jong!» y tumbó su muralla de fichas. Se puso de pie, resplandeciente de emoción, para agarrar los billetes que había ganado. Tenía unos cuarenta y cinco años, era una mujer carnosa de estructura menuda, de labios finos, el superior más fino y más ancho que el de abajo. Un par de gruesos párpados le aplastaban los ojos hasta hacer de ellos dos finas líneas, lo que producía la impresión de que estaba mirando de reojo todo el tiempo. Su apretada camiseta se adhería a un par de pechos grandes como melones. El tío Ma se inclinó hacia delante:
– La señora Xia ha ganado otra vez.
Los compañeros de la señora Xia parecían desanimados. Se levantaron para marcharse, con un aspecto tan lúgubre como si acabaran de perder sus medios de subsistencia.
– Viejo Huang, viejo Ma -gritó la señora Xia, llamándoles con las manos.
Se dirigieron los tres a la cuadrada mesa de mah-jong. El viejo Huang y el tío Ma se sentaron. La señora Xia miró a Mei y a la silla desocupada que había junto a ella.
– ¿Tú juegas? -le preguntó.
– No -dijo despacio Mei. No era del todo cierto. Había jugado antes, en el ministerio. Pero siempre había odiado el juego-. No lo suficiente para apostar dinero -añadió.
– Está bien, en la primera ronda no apostamos -dijo la señora Xia, que ya había empezado a revolver las fichas-. Siéntate. A mi marido no le gusta que venga aquí a jugar. Le preocupa el dinero. A mí el dinero en realidad no me importa. Vengo a jugar al mah-jong y ya está.
Sus dedos de salchicha se movían con tanta calma como si estuviera haciendo tareas domésticas.
– ¿Y de qué conoces a este par de pájaros?
– Del Lai Chun -replicó el viejo Huang, fumando uno de sus pitillos baratos.
La señora Xia empezó a levantar su muralla de fichas. Mirando al perfil de Mei, preguntó:
– Tú eres pekinesa, ¿verdad? ¿Qué hacías en el Lai Chun? Mei se tomó su tiempo, mientras alineaba cuidadosamente sus fichas. Cuando terminó, alzó la mirada y vio que la señora Xia estaba esperando una respuesta.
– Iba buscando a una persona y me he hecho amiga de la Reina del Wentún -dijo.
– Está buscando a un tipo de Luoyang que se llama Zhang Hong -dijo el viejo Huang, irritado-: el muy cerdo vino a Pekín a vender cosas viejas…
– Antigüedades -le interrumpió el tío Ma en voz casi inaudible, y luego se apresuró a replegarse a su propia sombra.
– Lo que sea. Y escuche: el tipo se hace con el dinero, con un montón de dinero; pero no se vuelve a casa con su mujer. En lugar de eso, coge a una jovencita y se pega la gran vida en Pekín -el viejo Huang sopló algo de humo y dejó caer una ficha sobre la mesa. Mei la recogió.
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