Mei se inclinó sobre el mostrador:
– Dígale por favor que soy una amiga del señor Rong Feilin, de la Dirección de Ferrocarriles.
La mujer se levantó y desapareció por la puerta que había detrás del mostrador. Enseguida, Mei oyó moverse una silla. La puerta volvió a abrirse, y un hombre corpulento con el uniforme ferroviario gris y rojo se acercó para saludarla. Su sonrisa solícita llegó antes que su mano.
– Entre, por favor -le dijo. Se dieron la mano.
– Soy Wang Mei -dijo ella.
– Yo me llamo Li Gou. Soy el subjefe de estación. El jefe de estación se ha ido a casa. ¿En qué puedo ayudarla? -tenía la boca llena de dientes marrones-. Xiao Yang -le dijo a la mujer del mostrador-: té.
Xiao Yang asintió y salió.
– Siéntese, por favor. Qué día tan malo, de pronto ha vuelto el frío -el señor Li arrastró una silla para sentarse cerca de Mei-. ¿Qué tal sigue el camarada Rong? Yo antes trabajaba para él; bueno, no directamente. Él era el jefe de la Estación de Pekín y yo era uno de los encargados de pasajeros. Luego el camarada Rong fue ascendido a la Dirección de Ferrocarriles. No sé si se acordará de mí; antes de venirme aquí, yo llevaba la línea Pekín-Cantón.
Mei sonrió y no dijo nada.
– Bueno, bueno -volvió él a enseñarle a Mei los dientes y se alisó el uniforme-. Hablemos de lo que la trae aquí.
– Estoy buscando a un hombre que llegó de Luoyang a Pekín hace dos semanas. Puede que dejara algún objeto de valor en la consigna. Me gustaría ver el libro de registro.
– Desde luego -dijo el señor Li. Se levantó y se metió detrás de su escritorio a consultar sus libros.
Llegó el té. Xiao Yang les sirvió una taza al señor Li y otra a Mei y se fue.
El señor Li abrió un gran cuaderno y fue recorriendo las páginas con el dedo. Cuando encontró la página que buscaba, dijo:
– Esta noche el encargado de servicio en la consigna de equipajes es… eh… Tang Yi. Le diré a Xiao Yang que la acompañe hasta allí.
Cogió su taza de té y volvió a sentarse junto a Mei.
– Me temo que la persona que hizo la anotación quizá no esté esta noche. Normalmente hay dos turnos, uno de mañana y otro de noche. No estoy seguro de cómo llevan allí los turnos exactamente. A veces los van rotando. Tang Yi le podrá dar más detalles.
– ¿Puedo ir ahora? -preguntó Mei, dejando su té sin tocar.
– Por supuesto, como usted quiera -dijo el señor Li, levantándose.
– Le diré al camarada Rong que ha sido usted de gran ayuda -dijo Mei.
– Gracias. Si puedo atenderla en algo más, hágamelo saber -los dientes marrones se desplegaron en una mueca.
Mei siguió a Xiao Yang hasta la consigna de equipajes. Ante el mostrador se había formado una pequeña aglomeración; era difícil decir dónde estaba el final de la cola o si había llegado a haberla. Dos mujeres de aspecto idéntico manejaban aquel cotarro con la menor cantidad posible de palabras y miradas. Llevaban los uniformes abotonados con desgaire. Gruñían a los clientes como gatos ansiosos. Estaban llegando al final de su turno.
– ¿No le he dicho que se aparte? Todavía no necesito su carné de identidad. ¡Rellene primero el impreso! -chillaba la mayor de las gemelas.
Xiao Yang se aproximó a ella y le preguntó por el encargado, y le respondieron que estaba en la parte trasera.
El señor Tang se levantó de un salto cuando entraron Mei y Xiao Yang. Intentó apagar el pitillo con una mano y ponerse la gorra con la otra.
– Xiao Yang, ¿qué viento te trae hasta mí? -su sonrisa era amplia.
– La señorita Wang es de la Dirección de Ferrocarriles -dijo Xiao Yang con voz de hielo-. Necesita ver vuestros registros. El jefe de estación Li dice que la ayudes en todo lo posible, y quiere saber los resultados.
Luego se despidió amistosamente de Mei.
El señor Tang siguió con los ojos a Xiao Yang hasta que hubo salido por la puerta. Luego volvió a echar la gorra encima de la mesa y se encendió otro pitillo. No le apetecía ayudar a Mei ni a nadie. Le contrariaba ostensiblemente que su jefe le hubiera cargado con tan pesada tarea. Estaba pálido y tenía aspecto de necesitar un trago.
Se apoyó hacia atrás en el borde de su mesa, soplando el humo por entre los dedos amarillos:
– ¿Qué es lo que busca?
– Me gustaría ver el registro de entradas en la consigna de hace dos semanas -dijo Mei-, y también hablar con las empleadas.
El señor Tang aspiró de su pitillo. Se dirigió a una vitrina y empezó a sacar carpetas.
– En esta oficina sólo se guardan las cuatro últimas semanas -murmuró, con el pitillo columpiándose de la comisura de su boca. Un humo fino merodeaba a su alrededorcomo una amante celosa-; el resto se manda a los archivos. Pensará usted que en estos tiempos hay poca gente que tenga cosas de tanto valor como para pagar por dejárnoslas aquí. Pues se sorprendería. Hay todo tipo de chatarra aquí metida.
El señor Tang soltó una pila de papeles sobre la mesa, delante de Mei. Luego volvió a su acodamiento, con un nuevo pitillo en la boca.
Mei empezó a repasar las anotaciones. La gente dejaba todo tipo de cosas en la consigna: una urna de cenizas, un sobre sellado, un bulto pequeño envuelto en tela ordinaria, un pájaro vivo en su jaula… Venían de cualquier parte del país para dejar allí un trozo de sus vidas: de los campos de arroz del sur, de los bosques cubiertos de carámbanos del noreste, de las praderas, los caballos y las montañas del oeste. Algunos eran de Luoyang, donde empezaba la Ruta de la Seda. Mei separó esos registros.
Uno de los halógenos titilaba. El señor Tang cogió de un rincón una escoba y golpeó el tubo sin resultado.
– ¿De qué departamento de la Dirección ha dicho que es? -preguntó.
– No lo he dicho -dijo Mei.
El señor Tang se quedó callado, y así permaneció durante los veinte minutos siguientes. Al fin, Mei levantó la vista y le dijo:
– ¿Puede decirle a alguna de sus camaradas que venga a verme?
El señor Tang estrujó el pitillo en un pequeño espacio del cenicero y lo convirtió en colilla. Se puso la gorra y, dando un ruidoso portazo, salió.
Mei esperó. Al cabo de un largo rato el señor Tang volvió con la más joven de las gemelas, de unos veintitantos años, no guapa pero sí de ojos vivaces. Tenía las mejillas enrojecidas de haber pasado horas detrás del mostrador, y resecas del aire rancio de la estación. Entró decidida.
– ¿Cómo está usted, camarada Wang? -tenía la voz aguda. Le tendió la mano-. Me ha dicho el viejo Tang que es usted de la Dirección. Yo me ocupo de la consigna. ¿Puedo sentarme? -se acercó una silla y esperó.
Mei se volvió al señor Tang:
– ¿Podría disculparnos?
Él miró hacia otro lado. Con el índice y el pulgar se quitó algo de tabaco de entre los dientes.
– ¡Por favor! -ordenó Mei.
Después de darle una última calada a otro pitillo, el señor Tang tiró la colilla al suelo y la aplastó con el pie. Luego cogió su gorra y salió del cuarto.
– ¿Recuerdas a este hombre: Zhang Hong? -Mei le pasó a la chica una hoja de papel-. Aquí dice que depositó una gran caja de madera el día uno de abril y que la recogió cinco días más tarde. La caja sería como mínimo así de grande -Mei dibujó un rectángulo con las manos-. Creo que era un tipo fuerte, de estatura mediana, y con una cicatriz justo encima del ojo izquierdo. Tenía acento de Henan.
La joven asentía y le sostenía la mirada a Mei. Mientras la escuchaba, adoptó la expresión de quien busca en un largo y tortuoso túnel de recuerdos.
– Llevaba algo de mucho valor en la caja. Puede que estuviera nervioso o alterado o que hiciera algo fuera de lo corriente -dijo Mei-. Pienso que habrá venido alrededor de las seis de la tarde a recoger la caja. Hay dos trenes diarios a Hong Kong y a Shenzhen más o menos a las ocho de la tarde, ¿verdad? -de acuerdo con los cálculos de Mei, eso le habría dado al tipo el tiempo suficiente para completar la transacción de la vasija ritual e irse en el siguiente tren a la región de Hong Kong.
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