Diane Liang - El Ojo De Jade

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La moderna y emprendedora Mei acaba de abrir una agencia privada de detectives en pleno corazón de Pekín. Esta mujer joven es un símbolo evidente del gran cambio cultural y ecónomico que está viviendo China. Al volante de su Mitsubishi rojo, y con un hombre como secretario, Mei está preparada para su nuevo trabajo. Cuando un cliente le pide que encuentre un valioso jade de la dinastía Han sustraído de un museo en plena Revolución Cultural, Mei se verá obligada a profundizar en ese oscuro periodo de la historia de China.
La investigación de Mei revela una trama que tiene mucha más relación con el pasado y la historia de su propia familia de lo que podría haber esperado. Esto la llevará a la trastienda de Pekín y a un secreto tan bien guardado que, desenterrarlo, amenazará con destruir lo que Mei consideraba sagrado…

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– Mi hijo está en el restaurante echando una mano. ¿Podrías darle un recado de mi parte? Se llama Lao Da. Dile que estoy un poco cansada. Debería volver y cerrar la recepción para la noche.

– ¿Es de su hijo este hotel?

– Cielos, no. Nosotros no tenemos tanto dinero. Pertenece a mi primo, un tío segundo suyo. Mi hijo sólo se ocupa de él, ayuda a llevarlo, por así decirlo. Es un buen arreglo. Hemos podido venir a Pekín, y aquí tenemos cuarto gratis. El Lai Chun sí es de ellos: un negocio pequeño y agradable. Mi nuera es muy buena cocinera. La llaman la Reina del Wentún. Antes solía ayudar a mi hijo aquí, haciendo la limpieza. Ahora lleva el restaurante. Una mujer muy capaz, esta nuera mía. Cuando no hay mucho que hacer aquí, mi hijo se acerca por allí a ayudarla. Están intentando pagar todas las deudas lo antes posible para comprarle por fin su parte al tío.

La mujer se detuvo bajo la solitaria luz amarilla y le indicó el camino. Mei le dio las gracias y volvió a adentrarse en la oscuridad.

Algo más allá calle abajo, Mei se encontró en la esquina de un sucio callejón, exactamente como había descrito la anciana. Era como otro mundo. El callejón olía tanto a orina como a comida. Por la derecha estaba oscuro, amurallado de casitas con tejado de alquitrán. Al pie del muro había montones de desechos, ladrillos sueltos, basura y chatarra de sartenes o bicicletas viejas. El lado izquierdo del callejón lo delimitaban casitas similares, pero éstas mostraban sus fachadas, brillantemente iluminadas y bulliciosas. Eran las cafeterías nocturnas en las que la mayoría de los huéspedes de hotel pasaban la velada.

Mei anduvo entre el resplandor amarillo que se filtraba fuera de las ventanas. Su sombra en el muro era larga y curvada. La mayor parte de las ventanas estaban empañadas, velando las figuras que se movían dentro.

Una de las puertas se abrió. Un hombre joven salió con una jofaina de agua sucia y la vació junto al muro. Le echó a Mei una mirada lo bastante larga para hacerla sentirse incómoda.

El Lai Chun estaba hacia el fondo del callejón. Era un sitio pequeño pero aireado, con mesas blancas de plástico y sillas también de plástico. Había como una docena de clientes comiendo ruidosamente de grandes cuencos de sopa. Un joven de pies ligeros iba y venía entre las mesas y la cocina, que estaba escondida tras una cortina de flores. Tenía la misma expresión alegre que la anciana de la pensión.

– ¡Jefe, salsa de soja! -llamó uno de los clientes.

Casi a la carrera, el joven le llevó la botella de salsa de soja, la dejó sobre la mesa y se volvió hacia Mei:

– Lo siento, no hay ninguna mesa libre; cinco minutos, espere por favor, en cinco minutos le tengo una mesa -también hablando era rápido.

– Estoy bien. Tu madre me ha pedido que te dé un recado -dijo Mei.

– ¿Mi madre? -él detuvo su ajetreo.

– Dice que está cansada y que puedes volver para cerrar la recepción. Sólo es eso.

«¿Mi madre?», dudaron sus ojos. Eran brillantes y animosos.

– Sí, tu madre. ¿No eres tú Lao Da? Vengo ahora mismo de la pensión.

Sonrió como si se le acabara de activar algún mecanismo.

– Sí -dijo-, mi madre quiere que cierre la recepción. Gracias.

Volvió a toda prisa a la cocina, recogiendo cuencos vacíos y palillos sucios a su paso.

Cuando se hubo marchado, la cortina de la cocina se dividió y salió una mujer en avanzado estado de embarazo secándose las manos en el delantal. Saludó a los habituales con un «Hola, viejo Huang» y un «¿Cómo está, tío Ma?».

– Reina del Wentún, date un respiro -le dijeron ellos. A ella se le iluminó la mirada.

– Estoy bien. Coman sin prisa -se iba inclinando ante sus clientes a medida que pasaba junto a ellos. Trajo una silla para Mei.

– Gracias por el mensaje, Hermana Mayor. Lao Da suele volver a ver cómo anda Madre, pero hoy hemos estado ocupados. De todas formas, la hora punta ya ha pasado. Ahora está la gente que acaba de llegar en el tren nocturno, nada más. ¿No le importa sentarse aquí? Déjeme que le prepare un plato de mis wentún especiales.

– Eso estaría bien: estoy muerta de hambre -sonrió Mei.

– Bien -ella dio una palmada al juntar las manos. Tenía las mejillas salpicadas de manchas del embarazo, y aun así a Mei le costaba imaginar una cara más agradable.

Los wentún estaban exquisitos. La envoltura estaba hecha de láminas de pasta al huevo finas como el papel y liada a mano con relleno de carne fresca y de marisco. Se le deshacían en la boca. El caldo era tan sabroso que tenía que proceder de huesos hervidos pacientemente a fuego lento durante días.

Lao Da regresó y se metió en la cocina. La Reina del Wentún vino a sentarse junto a Mei, preguntándole qué tal estaba la comida. Al fondo, los habituales bebían aguardiente de arroz y charlaban.

– Deliciosa: los mejores que he probado -dijo Mei. Aquello pareció complacer a la Reina del Wentún.

– Bien -dijo-. Vuelva más veces, ya le llenaré un poco más el cuenco -movió su silla hacia delante y se inclinó hacia Mei como una comadre conversando en un mercado-. Ya sé que no es asunto mío, pero no vienen por aquí muchas chicas, sobre todo solas. Bueno, a veces sí; pero usted no parece de ese tipo…

– Pues no, no me he escapado de casa, y no, tampoco estoy casada… -Mei negó con la cabeza-. Pero tiene razón: estoy aquí por un motivo. Estoy buscando a un hombre que se llama Zhang Hong, un tipo con pinta de duro, con mucho músculo y una cicatriz por encima del ojo izquierdo. Sabe, su mujer es pariente lejana mía. Viven en Luoyang. Ella está preocupada porque él no ha vuelto a casa. Había venido a Pekín a vender una antigüedad y se suponía que luego tenía que volverse con el dinero.

– ¿Cuánto hace que se fue?

– Más de dos semanas.

– ¿Y si todavía no ha resuelto el negocio?

– Está hecho. Él tiene el dinero.

– Ya veo. Bueno, yo estoy mucho en la cocina. Pero si ese Zhang Hong ha estado por aquí, mis habituales lo sabrán. Espere aquí -puso una mano en la mesa y la otra en la silla y se empujó hacia arriba. Se fue bamboleándose a ver a sus clientes habituales.

Enseguida llamó con la mano a Mei.

– Igual quiere mirar en el Venga la Suerte. Todos los que tienen dinero van allí, ¿no? -la persona que hablaba era el llamado tío Ma. Era un hombrecillo despierto de ojos como cabezas de alfiler y edad avanzada.

El viejo Huang, de rostro grasiento, interrumpió:

– El Venga la Suerte es caro, pero por las noches siempre está abarrotado, aunque, sinceramente, no sé por qué. Bueno, supongo que sí lo sé: es el único centro de entretenimiento nocturno que hay por aquí. Tiene máquina de karaoke y, por supuesto, esas chicas. Uno diría que los pobres idiotas de provincias no pueden permitirse ir allí; pues todas las noches llenan el sitio como si fuera la última noche de sus vidas.

– También van algunos de por aquí -añadió el tío Ma, echándole una mirada a su amigo por encima de la mesa-. Ya sabes de qué tipo, pervertidos y matones.

El viejo Huang se encogió de hombros.

– Las bebidas allí son caras, pero un viajero solitario puede conseguir algo de acción, acercarse a la piel de una mujer. Y, si tiene dinero, jugar una partida de poker; hasta puede que tenga suerte. Jugarse el dinero está mal y es ilegal: ésa es la política del Partido, y para mí es la correcta. Pero un poquito de vez en cuando no hace daño a nadie. El tío Ma y yo vamos alguna vez al Venga la Suerte a jugar una partida de mah-jong: treinta o cuarenta yuanes, sólo para divertirnos. Alguna vez ganamos una manita. Pero no somos adictos; si uno es adicto, entonces el juego es mortal. El mah-jong es otra cosa. Es un juego más elaborado, no depende tanto de la suerte.

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