Diane Liang - El Ojo De Jade

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La moderna y emprendedora Mei acaba de abrir una agencia privada de detectives en pleno corazón de Pekín. Esta mujer joven es un símbolo evidente del gran cambio cultural y ecónomico que está viviendo China. Al volante de su Mitsubishi rojo, y con un hombre como secretario, Mei está preparada para su nuevo trabajo. Cuando un cliente le pide que encuentre un valioso jade de la dinastía Han sustraído de un museo en plena Revolución Cultural, Mei se verá obligada a profundizar en ese oscuro periodo de la historia de China.
La investigación de Mei revela una trama que tiene mucha más relación con el pasado y la historia de su propia familia de lo que podría haber esperado. Esto la llevará a la trastienda de Pekín y a un secreto tan bien guardado que, desenterrarlo, amenazará con destruir lo que Mei consideraba sagrado…

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– Ah, otro de ésos. Los hombres… ¿cómo puede una confiar en ellos? -la señora Xia repasó la muralla de fichas que tenía delante con ojos inquisitivos. Al otro lado de la mesa, el tío Ma hundía la cabeza entre sus fichas como un niño en una tienda de caramelos.

– ¿Qué aspecto tiene ese Zhang Hong? -preguntó la señora Xia, cogiendo una nueva ficha.

– Tiene una cicatriz sobre la ceja izquierda, es de estatura media y de complexión fuerte -dijo Mei, ateniéndose a los hechos.

La señora Xia movió la cabeza.

– No me suena haberle visto por aquí, pero claro, tampoco vengo todos los días. Y mi marido por supuesto nunca me cuenta nada: es muy discreto. Pero yo me entero de las cosas de todas formas -miró a Mei-. Mira, las chicas de por aquí saben un montón. Deja que pregunte a la chica que suele atenderme, Liu Lili: es una de las camareras del salón de juego. Aunque esta noche no la he visto.

No se dijo nada más. Jugaron al mah-jong, turnándose para cambiar sus fichas.

– ¿De cuánto dinero estamos hablando? ¿Diez mil, veinte mil yuanes? -al fin la señora Xia hizo la pregunta que le estaba traspasando el corazón.

– Mucho más -dijo Mei.

– ¡Cielo santo! -exclamó la señora Xia, golpeando la mesa con una ficha.

– Lo bastante como para comprarse a una de esas chicas -subrayó el viejo Huang con una sonrisa socarrona.

La señora Xia le lanzó una mirada afilada, que no le hizo mella. El viejo Huang se limitó a torcer el gesto, mientras con las manos acariciaba una ficha como si quisiera asfixiarla. El tío Ma soltó una risita desagradable.

– Vamos a tomar un té -la señora Xia hizo señas con la mano a su marido; él se acercó a la mesa y luego salió de la sala de juego.

La señora Xia miró sonriente a Mei y con ensayada voz de algarroba le preguntó:

– ¿Y qué reliquia es esa que puede costar tanto dinero?

– Algo muy antiguo. Me han dicho que era de la época de la dinastía Han.

– Tiene que ser anterior a los Ming -dijo el viejo Huang con aire de entendido, hablando como si fuera un auténticoexperto-. Ya no nos queda nada como eso en Pekín. Lo destrozaron todo en la Revolución Cultural. Hoy en día sólo se encuentra ese tipo de cosas en el campo.

– Me lo imagino -la señora Xia dejó de mover las fichas-. La Gran Esposa Li del segundo piso se trajo antigüedades cuando fue a visitar a la gente que había conocido en la época del campo de trabajo. No sé si las vendió. Ah, ¿más de veinte mil yuanes, dices? Yo tengo parientes en mi tierra, un pueblecito del sur. Me pregunto si ellos tendrán algo como eso.

Inclinó la cabeza hacia un lado como si se la estuviera sobrecargando la súbita magnitud de sus pensamientos.

– ¿Cómo se puede saber si son auténticas? ¿Adónde se puede ir a venderlas?

– Las tiendas de Liulichang las compran -dijo Mei. Pudo sentir cómo la emprendedora mente de la señora Xia alzaba el vuelo. En aquellos tiempos todo el mundo era emprendedor. Unas pocas apuestas, un poco de compraventa en la avanzadilla del mercado de existencias locales y una visita a los parientes pobres con la esperanza de hallar antigüedades de valor, eran cosa de todos los días.

Una de las chicas encargadas del té entró con una tetera de porcelana marrón y una pila de vasos de plástico. Les sirvió el té a todos.

– ¿Dónde está Lili? -le preguntó la señora Xia.

– Lleva algunos días sin venir a trabajar -respondió la chica del té. Tenía la barbilla larga y el rostro inexpresivo, la mirada torcida, el pelo corto peinado con raya en medio. Era muy joven, de unos dieciséis o diecisiete años.

En una de las mesas de poker había explotado algún tipo de refriega. Alguien rompió una botella de cerveza, y alguien gritó «¡Vete a joder a tu madre!».

De pronto, todos se quedaron quietos. Los dos policías se levantaron. El viejo Xia, con cara de palo, se fue hacia ellos con los puños cerrados. Daba la impresión de que podía llegar a ser cruel cuando se enfadaba.

Mei cogió su bolso de debajo de la mesa y dijo que iba al cuarto de baño. Al parecer nadie la oyó, o a nadie le importó. Salió por la cocina. Las dos cocineras habían desaparecido.

Encontró a la chica de mirada torcida en el salón delantero. Las luces parecían haberse atenuado. Los mismos grupos de borrachos revoloteaban alrededor de las mismas mesas y las mismas chicas, sus canciones ya distorsionadas por el alcohol.

La chica del té estaba sentada en una silla mordiéndose las uñas y mirando al vacío.

– Hay una pelea ahí dentro -dijo Mei, apoyándose en el mostrador.

La chica del té la miró de soslayo y no dijo nada.

– ¿Llevas mucho tiempo trabajando aquí?

– Dos años -dijo de mala gana la chica.

– ¿No prefieres alternar con los clientes?

La chica le lanzó una mirada feroz.

– ¿Y a usted qué le importa?

– Nada. Sólo pensaba que se debe ganar más dinero.

– A mí no me permiten beber con los clientes. ¿No ve la cara de mala suerte que tengo? De todas formas ese dinero no me interesa: no es limpio.

– ¿Y qué pasa con Lili? ¿A ella sí le interesa el dinero? -Mei se sentó en una silla libre cerca de la chica.

– Ah, sí -respondió ésta. Una sombra oscura se deslizó casi imperceptiblemente por su rostro-. A ella le encanta.

– ¿Y por eso se fue con Zhang Hong?

La chica del té paró de trajinarse las uñas.

– ¿Es usted policía?

– No -dijo Mei.

La chica alzó la vista. Parecía estar preguntándose si debía creer a Mei. Estiró la barbilla hacia delante con aire ausente.

Lentamente, Mei sacó y contó tres billetes de cien yuanes y los plegó en un rollo. Observó cómo miraba la chica sus manos.

– ¿Dónde puedo encontrarla?

La chica del té cogió el dinero.

– Lili vive con sus padres. Hutong Wutan, número 6, al lado de la calle del Salón de Exposiciones. Ella lo odia, siempre está intentando ganar dinero suficiente para largarse de allí.

Mei anotó la dirección en su libreta. Le dio las gracias a la chica del té y se levantó para irse.

– Señorita -Mei se volvió y vio a la chica de pie, apoyada en el mostrador, sujetando el dinero con la mano dentro del bolsillo del pantalón-. Lili volverá, ya lo verá -dijo-. Siempre vuelve.

Mei esperó, pero la chica del té no dijo nada más. En lugar de eso se dio la vuelta y se puso a mirar otra vez al vacío.

Capítulo 19

Se había levantado viento. Mei se alzó el cuello de la chaqueta. Las farolas de la calle se habían apagado y por encima de su cabeza los cables se extendían hacia la oscuridad. Mei anduvo sin hacer ruido por las estrechas callejas, pasando edificios abandonados, casucas ruinosas y la imprecisa luz de alguna que otra ventana. La ciudad dormía. Llegó a la calle del Lago de los Lotos y vio ante ella las luces de la estación de tren.

Una vez dentro de su coche, sacó el plano de la ciudad y escudriñó los hutong cercanos a la calle del Salón de Exposiciones en busca del Hutong Wutan.

Cuando lo encontró, giró la llave para arrancar. El Mitsubishi temblequeó, su motor zumbó. Mei encendió los faros. Era la una menos diez de la madrugada. Sacó el coche del aparcamiento y se encaminó hacia la calle de Lago de los Lotos. Fue hacia el norte hasta la calle de la Nube Blanca y condujo un kilómetro y medio junto a talludos castaños y anónimos edificios de apartamentos grises. Cruzó el foso de la ciudad y continuó por la prolongación hacia el oeste del paseo de la Paz Eterna. Hizo una larga inspiración y repitió en silencio las palabras: «paz eterna». Qué bello deseo, y qué apropiado nombre para la calle que llevaba a la Ciudad Prohibida. Pensó en las dinastías doradas del pasado. En el silencio de la noche, estaba recorriendo a toda velocidad las solitarias calles de la capital septentrional de Kublai Jan en su pequeño Mitsubishi rojo, y en algún lugar a sus espaldas creyó oír al fantasma del tiempo.

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