Diane Liang - El Ojo De Jade

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La moderna y emprendedora Mei acaba de abrir una agencia privada de detectives en pleno corazón de Pekín. Esta mujer joven es un símbolo evidente del gran cambio cultural y ecónomico que está viviendo China. Al volante de su Mitsubishi rojo, y con un hombre como secretario, Mei está preparada para su nuevo trabajo. Cuando un cliente le pide que encuentre un valioso jade de la dinastía Han sustraído de un museo en plena Revolución Cultural, Mei se verá obligada a profundizar en ese oscuro periodo de la historia de China.
La investigación de Mei revela una trama que tiene mucha más relación con el pasado y la historia de su propia familia de lo que podría haber esperado. Esto la llevará a la trastienda de Pekín y a un secreto tan bien guardado que, desenterrarlo, amenazará con destruir lo que Mei consideraba sagrado…

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Se levantó. Pensó en las dos sombras que se alejaban andando de los faros amarillos en el Hutong Wutan. También pensó, extrañamente, en la peonía de Luoyang, la flor nacional, con sus barrocos pétalos y sus suaves colores amarillos, rosas y blancos. Nunca había estado en Luoyang, no podía pensar en ninguna otra cosa que perteneciera a esa ciudad. Zhang Hong había sido la primera persona que la conectaba con ella, con ese oeste lejano. ¿Tendría él una familia allí? ¿Estarían aún esperando su vuelta? Mei sintió que el corazón se le anegaba.

Anduvo hacia el cuarto de baño. Quienquiera que hubiera registrado el lugar había hecho un trabajo concienzudo: todo estaba tirado por el suelo. Encontró un neceser de cuero, un cepillo de dientes, toallas, jabón, pasta de dientes, un peine de cuerno de toro, una tira de condones y una botella de Bálsamo de Cinco Flores para cortes y quemaduras. Mei se preguntó qué sería lo que estaban buscando.

Echó una última mirada al hombre muerto y retrocedió hacia fuera, cerrando la puerta tras ella. En el pasillo reinaba el silencio.

En el vestíbulo había bullicio. Un grupo de cinco hombres con los ojos rojos por el alcohol acababa de llegar con sus bolsas de compras. Habían comido ostensiblemente bien. Una joven de piernas de saltamontes y falda corta taconeaba junto a la puerta, posiblemente esperando a alguien. La pareja discutidora seguía discutiendo; esta vez los aspavientos los hacía el hombre.

Mei se acercó al joven recepcionista del mostrador y dijo:

– Lo mejor será que llames a la policía.

– ¿A la policía?

– Sí. Está muerto.

– ¿Quién?

– El hombre de la habitación 402, Zhang Hong.

A su sonrisa le costó otros diez segundos evaporarse, luego él saltó hacia el teléfono. Otros recepcionistas corrieron de aquí para allá. Las cabezas empezaron a volverse, las voces se elevaron. Mei le dio a uno de ellos su tarjeta de visita y le sugirió que se la hiciera llegar a la policía.

Llamaron al director. Los huéspedes se arracimaban en torno a la recepción queriendo enterarse de lo que había ocurrido.

Mei se fue sin hacer ruido. Tenía que encontrar a Lili… rápidamente.

Capítulo 21

En el paseo de la Puerta de la Gloria, Mei empezó a encontrarse mal. Se arrastró hasta una calle lateral y vomitó. Rebaños de colegiales en chándal blanco con cordoncillo rojo iban de camino a sus casas para comer. Miraron a Mei con el ceño fruncido. Había un kiosco de pipas en la esquina de la calle; Mei se dirigió hacia él. Al extremo del mostrador, un cartel de cartón decía: «Teléfono, tres yuanes por minuto». Dos niñas en chándal se pararon a comprar dulces. Continuaron con su conversación, dándose aires de importancia y mirando con superioridad, riéndose, enganchadas del brazo como si fueran a ser amigas para siempre. Mei compró una botella de coca cola y se la cepilló de un trago. La bebida la ayudó a calmar la náusea. Tras unos pocos minutos fue capaz de volver al coche y seguir conduciendo.

Anduvo por el estrecho pasaje del Hutong Wutan. A la luz del día estaba desbordante de vida. Las abuelas charlaban unas con otras mientras tendían la colada. Sus conversaciones se interrumpían cuando pasaba Mei con sus altos tacones. Una mujer que aparentaba unos cien años estaba sentada en una banqueta de madera junto al muro, sola y sonriente. Dos viejos se habían embebido en una batalla de go junto a la puerta de un patio de casas. Tres niños en edad de gatear, con pantalones abiertos por el trasero, jugaban con el lodo y con las hormigas que vivían bajo los árboles resecos, sin prestar atención a Mei. Flores silvestres rojas se abrían inadvertidas en lo alto de tejados de ruinosas tejas.

El número 6 se componía de tres casas bajas que rodeaban un patio, formando una U. En otros tiempos aquello habría sido una vivienda unifamiliar. Ahora, tres familias vivían allí. La casa central, de frente a la entrada, era la más grande, y tradicionalmente habría sido la antesala principal. Las casas de los lados este y oeste, más pequeñas, serían los dormitorios.

En mitad del patio se alzaba un viejo árbol marrón. Una familia de urracas había anidado entre sus ramas desnudas. Bajo el árbol, un hombre de mediana edad con gafas de montura negra estaba sentado en un minúsculo taburete de madera con una jofaina de agua. Junto a la jofaina había una traqueteada bicicleta apoyada del revés, ruedas arriba. El hombre sostenía una cámara rosa dentro del agua y trataba de encontrar el pinchazo.

– ¿A quién busca? -interrogó a Mei.

– A Liu Lili.

Durante casi un minuto el hombre observó a Mei desde detrás de sus gafas. Finalmente señaló a la casa del lado oeste y escupió.

Mei le dio las gracias y se acercó a la puerta. Llamó varias veces, haciendo rechinar el estrecho marco de madera. A los dos minutos, una voz suave se alzó desde el interior:

– ¿Quién es?

– Me llamo Wang Mei. Me gustaría hablar contigo.

No hubo respuesta. Lo intentó otra vez:

– Es muy importante; se trata de Zhang Hong.

En la ventana, las cortinas de flores se separaron apenas unos centímetros. Apareció un par de ojos. Mei sonrió. Veinte segundos después, la puerta se abrió. Lo primero que notó Mei fue el olor, inconfundiblemente amargo y lo bastante fuerte para incomodar al vecindario. Era un olor que a Mei le resultaba conocido, o quizás incluso familiar. Le recordó los oscuros días de invierno de su infancia. De niña,

Mei era bastante enfermiza y su madre la llevaba con frecuencia a ver a los especialistas en hierbas chinos.

– ¿Estás enferma? -preguntó.

Lili se sentó junto a una mesa de comedor cuadrada cubierta con un blanco mantel bordado. Llevaba un chaleco masculino de lana sobre un escaso vestidito negro. Tenía una media melena permanentada y un gran flequillo alrededor de los ojos redondos. Con sus mejillas redondas y el mohín de los labios parecía una niña, aunque Mei no habría sabido decir qué edad tenía exactamente.

Lili echó una mirada al puchero de barro que hervía sobre el hornillo.

– Nada grave -dijo.

Vaharadas de humo negro salían del hornillo, se deslizaban a lo largo de la pared y se iban por un agujero abierto en las tablas que cubrían la ventana.

– Conozco un médico muy bueno en el Instituto de Investigación de Medicina China, por si necesitas una segunda opinión -dijo Mei. Los especialistas en hierbas chinos tenían fama de no estar nunca de acuerdo unos con otros.

La luz de la mirada de Lili era suave, igual que su voz:

– Siéntate, por favor. ¿Te ha hablado Zhang Hong de mí? -no estaba nerviosa ni especialmente solícita. Se peinó la melena con los dedos.

– No, no me ha dicho nada. ¿Estás enamorada de él?

Lili se echó a reír:

– ¿Es que no sabes que tiene la edad de mi padre?

– Pero te gusta.

– No sé. Es un jugador, con todo lo que eso implica. Pero me trata bien… quiero decir, con respeto.

Cruzó una pierna por encima de la otra y columpió la zapatilla con los dedos del pie.

– ¿Cómo os conocisteis?

– ¿Y tú quién eres? -Lili ladeó la cabeza y volvió a deslizar los rosados dedos por su melena.

Mei le pasó una tarjeta, que Lili leyó dos o tres veces.

– ¿Qué es una consultoría de información?

– La gente me paga por buscar algo o a alguien. Por ejemplo, un coleccionista me contrató para buscar una antigüedad de la que puede que Zhang Hong supiera algo. No, no me refiero a la vasija ritual de los Han.

– ¿Qué ha dicho él?

– No he tenido ocasión de preguntarle.

Lili jugueteó con la tarjeta y sonrió.

– Ha perdido todo el dinero que ganó con la vasija de los Han, ¿te lo puedes creer?

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