Diane Liang - El Ojo De Jade

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La moderna y emprendedora Mei acaba de abrir una agencia privada de detectives en pleno corazón de Pekín. Esta mujer joven es un símbolo evidente del gran cambio cultural y ecónomico que está viviendo China. Al volante de su Mitsubishi rojo, y con un hombre como secretario, Mei está preparada para su nuevo trabajo. Cuando un cliente le pide que encuentre un valioso jade de la dinastía Han sustraído de un museo en plena Revolución Cultural, Mei se verá obligada a profundizar en ese oscuro periodo de la historia de China.
La investigación de Mei revela una trama que tiene mucha más relación con el pasado y la historia de su propia familia de lo que podría haber esperado. Esto la llevará a la trastienda de Pekín y a un secreto tan bien guardado que, desenterrarlo, amenazará con destruir lo que Mei consideraba sagrado…

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– ¿Quién es? -preguntó.

Giró el cerrojo y abrió una rendija en la puerta. Era Hermana Mayor Hui, con ojos de enfado y la boca abierta.

– ¿Dónde has estado? Llevo dos días intentando hablar contigo. ¿No has oído mis mensajes?

– El contestador está roto.

– ¿Y se puede saber qué estás haciendo? -Hermana Mayor Hui se quedó mirando el pijama de Mei.

– Dormir.

– ¡Pero si es viernes por la noche!

Hermana Mayor Hui iba profusamente maquillada. Llevaba las cejas pintadas. Se había puesto colorete de color melocotón en las redondas mejillas y carmín en los labios; el carmín se le había corrido un poco en las comisuras de la boca. Le brillaba la frente. Llevaba unos pantalones de satén naranja y una camisa de cuello mandarín con bordados rojos en los puños. La fragancia de su perfume se derramó sobre Mei como una ola.

– Tienes que venir ahora mismo conmigo -Hermana Mayor Hui entró con decisión.

– ¿A dónde?

– Una fiesta.

Mei cerró la puerta y siguió a su amiga hasta el salón.

– Pero yo no quiero ir a ninguna fiesta. Estoy cansada. Llevo un par de días muy duros.

– Tonterías. Te vienes. Le he prometido a Yaping que te iba a llevar.

Hermana Mayor Hui depositó su maternal trasero en el sofá.

– ¿Qué me estás diciendo? -a Mei se le heló el pensamiento.

– Yaping está en Pekín en viaje de negocios. Todos nuestros compañeros de clase se han reunido en su hotel. Se ha divorciado.

A Mei se le oprimió la garganta. No podía hablar.

– No te quedes ahí. Ve a arreglarte -Hermana Mayor Hui sacó un estuche de maquillaje y lo abrió: la paleta se encendió como una pequeña bomba de colorete-. ¡Date prisa! -ladró.

Mei se fue al cuarto de baño. Sintió vértigo. En su interior los pensamientos se arremolinaban como en una tormenta. «Yaping está en Pekín.» Ni siquiera mientras se estaba repitiendo a sí misma esas palabras podía creer que fueran ciertas. Aquello sonaba a broma. A lo mejor alguien estaba jugando con su mente. Miró a su alrededor. No había nada fuera de lo corriente. Sus cosméticos yacían esparcidos en un cestillo junto al lavabo; había un jabón rosa en el platillo de porcelana blanca. En el espejo vislumbró su propio rostro, pecoso como siempre, aunque más pálido.

Se lavó la cara con agua fría. Hacía nueve años que él se había ido. Ella había quemado todas sus cartas, había intentado olvidarle. No había sido fácil. De cuando en cuando, todavía le volvía al pensamiento. Ella había imaginado que un día se encontrarían, algún día del futuro lejano en que ambos fueran viejos y canosos. Había imaginado que cuando volvieran a verse ella estaría tranquila y dispuesta a perdonar. Y ahora, sin previo aviso, él estaba de vuelta, soltero otra vez. ¿Qué había pasado? Las preguntas se agolpaban en su cabeza. ¿Estaría él triste? ¿Habría cambiado? ¿La reconocería? ¿Le reconocería ella a él? ¿Qué se dirían? ¿Había algo que decir?

Una abrumadora mezcla de emociones brotó en su interior, como el agua que brota de un pozo profundo, y sus pensamientos se enmarañaron. Por un instante no quiso ir. Se sentía herida, humillada. No quería que él viera que seguía soltera y pensara que todavía le amaba. Pero cuando el instante pasó deseó volver a verle, oír su voz, aunque sólo fuera por una noche.

Sacudió la cabeza. Se maquilló, se vistió y salió al salón.

– ¿Qué has estado haciendo tanto rato? -protestó Hermana Mayor Hui-. Vamonos. El coche está esperando.

Bajaron a la calle. Había un Mercedes Benz negro aparcado ante su edificio. El conductor saltó fuera y les abrió la puerta a las damas.

– ¡Por todos los santos!, ¿qué es esto? -preguntó Mei, sin creer lo que veían sus ojos. Hermana Mayor Hui era profesora en la Universidad de Pekín, y su marido, ingeniero, no era tampoco un magnate.

– Es de Yaping. Lo ha enviado por ti.

Capítulo 24

Desde el asiento trasero del coche, Mei miró pasar las calles de Pekín. Era como el desfile de los años: las farolas se acercaban, trayendo consigo hongos de luz amarilla, y luego desaparecían, dejando sólo oscuras sombras y secretos perdidos.

Como cualquier otra ciudad, Pekín parecía más romántico de noche. Torres de oficinas de reciente construcción iluminaban con portentosas expectativas el horizonte. Las ventanas de deteriorados cuchitriles se habían encendido ahora con la promesa de amor y cariño. Los últimos vendedores callejeros estaban cerrando, recogiendo barbacoas de barril y taburetes de madera en carretillas que luego empujaban con la espalda doblada hasta los dormitorios de chapa infestados de ratas que compartían con otros inmigrantes de provincias. Se les encendía la cara al pensar en el calor, las camas y los pueblos natales. Autobuses medio vacíos runruneaban nostálgicos por estrechas callejuelas. La noche era como un pincel mágico que cubría de negro toda la fealdad para que la hora del amor y los deseos pudiera desplegarse.

– Intenté hablar antes contigo con la esperanza de que vinieras a cenar -le dijo a Mei Hermana Mayor Hui-. Todo el mundo ha preguntado si ibas a venir. Bueno, todos menos Yaping.

Mei contempló las luces amarillas que venían y se iban. Estaban cogiendo velocidad.

– Después de la cena se han ido varias personas; porque les quedaba un largo camino en autobús hasta su casa, o porque tenían que recoger a los niños de donde los abuelos, o por lo que fuera. Al final sólo hemos ido cinco al salón reservado. Yo veía que Yaping se estaba poniendo nervioso como una hormiga sobre una estufa caliente, así que le he dicho que iba a venir yo misma a buscarte. Me ha dicho: «Que te lleve mi chófer». Te lo digo, a nosotros nos aguanta, pero la única persona a quien tiene interés en ver eres tú.

– Siempre estás exagerando -dijo Mei, sin conmoverse-. Se casó con otra, ¿recuerdas?

El coche salió de la carretera de circunvalación. Al final de la salida se les juntaron otros coches y algunas bicicletas.

– Sabía que vendrías -dijo Hermana Mayor Hui-. Sólo necesitabas que alguien como yo te diera un empujón.

Mei se volvió a mirar a su vieja amiga, por un momento una cara embadurnada con los labios corridos y al siguiente, con las farolas abandonadas a sus espaldas cual palillos usados, sólo un par de ojos brillantes.

Entrando en el hotel Sheraton Gran Muralla, desde el techo del vestíbulo, a siete pisos de altura, caían en cascada lámparas de cristal ambarinas y blancas. Entre dos columnas gigantescas, los ascensores de vidrio se elevaban como luminosos fanales hacia lo alto. Sobre el suelo de mármol, frío como un espejo, tocaba una banda de jazz. Ejecutivos con trajes oscuros y turistas con ropa informal sorbían cócteles en los sillones del bar.

Mei tuvo la impresión de estar siendo observada mientras Hermana Mayor Hui la conducía por el vestíbulo del hotel. Pese a haberse puesto su mejor conjunto de noche, se sintió fuera de lugar. Su túnica de cachemir morado con el cuello redondo no procedía del Centro Lufthansa, ni era importada de Hong Kong, Japón o Corea del Sur. Era de los grandes almacenes de Wangfujing, donde ella sabía que podía conseguir el mejor cachemir por un precio que podía permitirse. Por desgracia, ese establecimiento había dejado de renovar su estilo en 1982. Hasta entonces nunca le había importado, pero de pronto era dolorosamente consciente de ello.

Hermana Mayor Hui la guió al Club Noche de Pasión. Atravesaron una discoteca en plena agitación, un espacio repleto de buscadores de placer. Los focos de láser bombardeaban la pista de baile, congelando figuras y rostros en extrañas actitudes y expresiones.

Siguieron adelante; la música se iba debilitando a sus espaldas, hasta que sólo quedó la machacona percusión. Volvieron una esquina y entraron en un vestíbulo estrecho. Una larga alfombra se extendía hacia lo lejos.

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