La tía cogió su bolsa negra y se puso de pie. Las tres mujeres avanzaron hacia el armario de los pacientes, junto a la puerta.
– Gracias por venir -le dijo Mei-. ¿No hay problema con tu unidad de trabajo?
– No hay mucho que hacer en el laboratorio en este momento. Por una semana no tiene que haber problema -la tía era analista de laboratorio en el Instituto de Investigación Biológica de Shanghai.
En ese momento, el ayudante de Lu entró a decirle que había reservado una habitación en el hotel del hospital por una semana para la tía.
– Es básica pero decente -dijo de forma prosaica, tendiéndole a Lu una llave con una etiqueta-. Ésta es la llave, y el equipaje está ya en la habitación.
Lu, cuando hubo hablado con su madre (primero de Lining, que estaba a punto de emprender su viaje anual a Canadá y Estados Unidos, y luego de su nuevo programa de televisión), se fue con su ayudante a buscar al médico. Mei le presentó a la asistente a la tía Pequeña y le enseñó cómo tenía que darle el agua a Mamá. También le contó a la tía que su madre se había estado quejando de dolores en la pierna y le mostró cómo darle un masaje.
Lu volvió al poco y dijo que el médico no tenía grandes novedades:
– Lo único que pueden hacer es mantener a Mamá en observación -dijo.
– Marchaos a descansar. Las dos tenéis que ir mañana a trabajar -dijo la tía Pequeña-. Ahora estoy yo aquí.
– Si pasa algo, llámanos con el móvil que te he dado -le dijo Lu.
La tía Pequeña asintió:
– No os preocupéis.
– Qué bueno que la tía Pequeña haya podido venir tan rápido -le dijo Mei a su hermana mientras salían del edificio.
Lu asintió:
– Le dije a la tía que el dinero no era problema para mí; puedo pagarle todos los gastos, el avión, el hotel y la comida. Para mí el problema es el tiempo. Si ella no hubiera venido, tú o yo habríamos tenido que quedarnos hoy. Quizá tú puedas, porque eres tu propia jefa, pero yo tengo que ajustarme a mi horario. Tengo casos que estudiar y gente a quien entrevistar.
Mei acompañó a Lu hasta su coche. Su ayudante ya estaba allí esperándola.
– ¿Mamá y el tío Chen han trabajado juntos alguna vez? -preguntó Mei.
– No. ¿Por qué?
– El tío Chen pareció dar a entender que fueron compañeros de trabajo.
– Imposible -dijo Lu con firmeza-. Lo habrían mencionado si así fuera.
Mei asintió. Lu tenía razón. El tío Chen tenía que haberse equivocado. Pero durante todo el camino a casa estuvo inquieta. La imagen del elegante desconocido le volvía una y otra vez, proyectando una sombra oscura sobre sus pensamientos.
Mei durmió mal. La cara de su madre, contraída de dolor, se le aparecía en sueños. A la mañana siguiente, cuando despertó de su pesadilla, le dolía el cuerpo y le palpitaba la cabeza. Estaba agotada.
En cuanto se hubo levantado llamó a la tía Pequeña al hospital. Sólo hablaron un minuto. Su madre estaba despierta. La tía le aseguró que no había habido ningún cambio desde la tarde anterior.
Mei se hizo una taza de café y se la bebió mientras veía el telediario matutino. El café no le sirvió de mucho para el dolor de cabeza. A las nueve y media se fue al trabajo; estaba en condiciones de trabajar, y lo necesitaba. Tenía que mantenerse ocupada para dejar de pensar en su madre. Sentía que, de no hacerlo así, el peso de su ansiedad y su miedo sencillamente la aplastaría.
Mei aparcó su coche al pie del roble. Del otro lado del patio, la Paloma Voladora de Gupin estaba encadenada al joven álamo en su posición habitual. Hacía sol, igual que en los últimos dos días. Mei se quedó un rato sentada en su coche con el motor apagado. Creía haber oído cantos de pájaros, pero cuando se paró a escuchar sólo oyó el ruido de la ciudad, de los coches y la gente. La vida continuaba igual que siempre; le dieron ganas de llorar. ¿Volvería Mamá a ver un sol y un día como éstos?
El encargado estaba con los pies encima de la mesa del cuarto de calderas, con la radio encendida.
– Ya te han subido el agua caliente -le dijo a Mei al verla pasar. Ella asintió.
Gupin estaba sentado a su ordenador, tecleando. Al ver a Mei se puso de pie.
– ¿Qué ha pasado? ¿Está bien tu madre? -preguntó.
Mei negó con la cabeza.
– Le dio un ataque. Mi tía está ahora con ella en el hospital.
– Estaba preocupado de verdad. Ayer, cuando no viniste, pensé que debía de ser grave -Gupin se detuvo, se le encendió la mirada-. Pero no te preocupes. Se pondrá mejor, espera y verás. Pareces cansada. Deja que te traiga un poco de té.
Mei asintió. Intentó sonreír, pero le faltó ánimo.
Entró en su despacho. Desde la ventana se veía la copa del roble y, a cincuenta metros, otro edificio de cuatro plantas idéntico al suyo. Los dos edificios habían sido construidos por el Ejército de Liberación del Pueblo a principios de los setenta, cuando los intelectuales y sus hijos adolescentes eran enviados a campos de trabajo y Comunas Populares. Eran funcionales, nada más. Con el paso de los años, las pintadas y la contaminación los habían ido desfigurando.
Mei abrió la ventana. Una brisa suave entró flotando como un recuerdo largamente olvidado.
Gupin trajo el té, el correo y los recados.
– Mi madre tuvo una vez un tumor -le contó a Mei-. Fue hace años. Se quejaba de que le dolía mucho la cabeza. La llevamos al médico de la capital de la comarca, el doctor Yao, que dijo que tenía un tumor cerebral. Todos pensamos que no lo lograría, hasta el médico. Pero Madre vivió. Perdió el uso de las piernas y un brazo no lo tiene muy bien. Pero vivió. El médico dijo que era porque había trabajado durante toda su vida. Tu madre es como la mía: de mente fuerte y buena naturaleza. Se pondrá bien.
Mei sabía que Gupin estaba tratando de levantarle el ánimo. Pero para él, por lo visto, animarse era algo fácil. Las menores cosas le hacían feliz: un cielo azul, el timbre de las bicicletas por las mañanas, el cambio de estaciones y hasta la altura de los rascacielos.
– Por desgracia, mi madre no es de mente fuerte -dijo Mei, pensando en las lágrimas que su madre había vertido a lo largo de los años-. Ha tenido que soportar muchas cargas. Y no es optimista -«podría estar hablando de mí misma», pensó.
– No es optimismo lo que hace falta. Eso no sirve. Lo que hay que hacer es escuchar al destino. Eso fue lo que hizo Madre. Su destino era vivir y tener un hijo entregado como mi hermano. Ella piensa que era también su destino que mi hermano se casara con Loto, mi cuñada. Loto odia a Madre. No puede esperar a que Madre se muera para convertirse ella en la señora de la casa. Pero yo no la voy a dejar. Dice que yo soy un descastado y que no me ocupo de Madre. Pero mando dinero a casa. Si no, ¿con qué íbamos a pagar a los especialistas en hierbas de Madre, o a reconstruir la casa familiar?
– Estás ayudando, Gupin. Aunque no estés allí para cuidarla. Estoy segura de que tu madre piensa lo mismo -dijo Mei con suavidad.
Sus palabras flotaron aliviando sus propios pensamientos. Soy una buena hija, pensó, y Mamá lo sabe.
Pero su confianza se evaporó rápidamente, dejándole sólo dudas y un sentimiento de reproche. Sí, había querido a su madre y se había ocupado de ella. También la había desobedecido. La había herido con su fracaso y su individualismo. Le había traído tristeza y preocupación. Se habían peleado. Se habían herido la una a la otra con palabras y con actos.
Mei sintió que le empezaba a latir otra vez la cabeza.
– ¡A trabajar! -dijo abruptamente.
No había consuelo que Gupin ni nadie pudiera proporcionarle. Nadie podía apaciguar sus miedos. El tiempo huía. El tiempo que necesitaba para hacer que Mamá volviera a quererla se le estaba escapando entre los dedos como arena.
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