Jean-Marie Le Clézio - El africano

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¿Por qué, llegada cierta edad, cierto momento, un escritor decide evocar esa mezcla fantástica, misteriosa, entre realidad y ficción, de su pasado, del pasado de su pasado? ¿Por qué, de súbito, le viene el recuerdo de lo que vivió y dejó de vivir, la memoria del padre, de la madre que ya no está, de lo que fue y ya no es, y no será? Sin duda, las memorias son una necesidad vital, tan importantes como saldar las cuentas; las memorias son la manera en la que los vivos, más que recuperar su pasado -lo que se fue y se dejó de ser-, buscan comprenderse, reconocerse, pero también una forma por la que se puede desentrañar los complejos mecanismos que se atan y desatan entre padres e hijos.
Habla este pequeño libro del mundo inmenso que un niño guarda, por años, en su memoria, en el fondo más íntimo de sí mismo. No se trata de ese tipo de libros de “recuerdos” uniformes y complacientes, de cientos de anécdotas más o menos patéticas, más o menos falseadas con el tufo de la añoranza por los libros, por las lecciones paternas que, llegado el caso, evocan tantos y tantos escritores en el ocaso de su éxito, sólo para asegurarse de que están vivos. No. En El africano, lo que hay es el recuerdo sensible, delicado, casi poético, de un mundo que, más que para el propio Le Clézio (Niza, 1940), dejó de existir para su padre, de un mundo que les fue arrebatado -de un mundo que les había sido dado, luego quitado-, de un mundo aparte: África.
Le Clézio lo cuenta así: “No es una memoria difusa, ideal: la imagen de las altas mesetas, de los pueblos, las caras de los viejos, los ojos agrandados de los chicos roídos por la disentería, el contacto con todos esos cuerpos, el olor de la piel humana y el murmullo de las plantas. A pesar de todo eso, a causa de todo eso, esas imágenes son las de la felicidad, de la plenitud que me hizo nacer.”
Más que de los primeros años de infancia en Francia -dominados por la pesadez colonial, esa “escuela de una conciencia racial que reemplaza […] el aprendizaje de la conciencia huma-na”-, caracterizada por la ausencia de un padre -que había nacido en Mauricio cuando ésta era aún colonia del Imperio Británico y había vivido varios años alejado de su familia, destinado como médico en África durante la guerra-, Le Clézio evoca el reencuentro con ese padre ausente, su segunda infancia, el paso de vivir con su abuela y su madre “en un departamento en el sexto piso de un edificio burgués” a la libertad de Ogoja, Nigeria, África ecuatorial, a la orilla del río, rodeado de selva, pretexto del que se sirve para hacer un retrato exquisito, se diría que fotográfico, de la llanura inmensa de aquel vasto continente, mezcla de leyenda y ensoñación, donde además de aprender a mirar, a descubrir, encontró las primeras diferencias con Occidente: la primacía del cuerpo sobre el rostro; la libertad total del espíritu.
Le Clézio, que con tan sólo 23 años ganó en 1963 el prestigioso Premio Renaudot, autor de una treintena de libros, entre ellos Diego y Frida, una gran historia de amor en tiempos de la Revolución, resultado de su temprana fascinación por México, navega por esas sinuosas aguas del recuerdo con una claridad pasmosa, y se aleja de la tópica visión de niños criados en las “colonias”, más cercanos al exilio involuntario de sus padres con funciones administrativas: militares, jueces, oficiales de distrito. Por el contrario, su padre, que años atrás ya había estado destinado en Guyana -esto es, que conocía la vida dominada por las carencias-, tenía que atender desde partos hasta autopsias en un radio de setenta kilómetros. Así que, lejos de una vida acomodada, como podría suponerse, el niño blanco que llegó con ocho años a África vivió en una cabaña y compartió su vida con los niños del pueblo, y convirtió aquellos en sus verdaderos años felices, en su verdadera infancia, lejos de aquel otro mundo, del entorno que detestaba su padre, el “mundo colonial y su injusticia presuntuosa, sus cocteles parties y sus golfistas de traje, su domesticidad, sus amantes de ébano, prostitutas de quince años que entraban por la puerta de servicio y sus esposas oficiales muertas de calor que por unos guantes, el polvo o la vajilla rota descargaban su rencor en la servidumbre”.

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El mismo año de la destrucción del país donde había nacido, le retiraron a mi padre la nacionalidad británica debido a la independencia de la isla Mauricio. A partir de ese momento dejó de pensar en irse. Había armado el proyecto de volver a África, no a Camerún, sino a Durban, en Sudáfrica, para estar más cerca de sus hermanos y hermanas que se habían quedado en la isla Mauricio natal. Después pensó en instalarse en las Bahamas, comprar un terreno en Eleuthera y construir una especie de campamento. Había soñado con los mapas. Buscaba otro lugar, no los que había conocido y donde había sufrido, sino un mundo nuevo, donde pudiera volver a empezar, como en una isla. Después de la masacre de Biafra ya no soñó. Entró en una especie de mutismo empecinado que lo acompañaría hasta su muerte. Hasta olvidó que había sido médico, que había llevado una vida aventurera y heroica. Cuando, como consecuencia de una mala gripe, lo hospitalizaron brevemente para una transfusión sanguínea, logré con dificultad que le dieran el resultado de sus análisis. "¿Por qué los quiere? -preguntó la enfermera- ¿Es médico?" Le dije: "Yo no, pero él sí". La enfermera le llevó los documentos. "¿Por qué no dijo que era médico?" Mi padre contestó: "Porque no me lo preguntó". De cierta manera me pareció que no era por resignación sino por su deseo de identificación con todos los que había curado, a los que, al final de su vida, empezaba a parecerse.

A esa África quiero volver sin cesar, a mi memoria de niño. A la fuente de mis sentimientos y de mis determinaciones. El mundo cambia, es verdad, y el que está de pie allá en medio de la llanura de hierbas altas, en el soplo cálido que trae los olores de la sabana, el ruido agudo de la selva, que siente en sus labios la humedad del cielo y de las nubes, está tan lejos de mí que ninguna historia, ningún viaje me permitirá llegar a él.

Sin embargo, a veces, camino por las calles de una ciudad, al azar, y de golpe, al pasar ante la puerta de un edificio en construcción, respiro el olor frío del cemento que acaba de ser colado, y estoy en la cabaña de paso de Abakaliki, entro en el cubo umbrío de mi cuarto y veo detrás de la puerta el gran lagarto azul que nuestra gata ha estrangulado y que me trae en signo de bienvenida. O bien, en el momento que menos lo espero, me invade el perfume de la tierra mojada de nuestro jardín en Ogoja, cuando el monzón se arrastraba por el techo de la casa y dibujaba los arroyos color sangre en la tierra resquebrajada. Hasta escucho, por encima de la vibración de los autos embotellados en una avenida, la música suave e hiriente del río Aiya.

Escucho la voz de los chicos que gritan, me llaman, están delante del cerco, a la entrada del jardín, han traídos sus piedritas y sus vértebras de cordero para jugar, para llevarme a cazar culebras. A la tarde, después de la lección de cálculo con mi madre, me sentaba en el cemento de la veranda, frente al horno del cielo blanco, para hacer dioses de arcilla y cocerlos al sol. Me acuerdo de cada uno de ellos, de sus nombres, de sus brazos levantados y de sus máscaras. Alasi, el dios del trueno, Ngu, Eke-Ifite la diosa madre, Agwu el malicioso. Pero eran aun más numerosos porque cada día inventaba un nombre nuevo, eran mis chis, mis espíritus que me protegían e iban a interceder por mí ante Dios.

Bamenda Miraba la fiebre que subía en el cielo del crepúsculo los relámpagos - фото 16

Bamenda

Miraba la fiebre que subía en el cielo del crepúsculo, los relámpagos que corrían en silencio entre los jirones grises de las nubes aureoladas de fuego. Cuando la noche sea profunda, escucharé el paso del trueno, cada vez más cerca, la onda que hace vacilar mi hamaca y sopla la llama de mi lámpara. Escucharé la voz de mi madre que cuenta los segundos que nos separan del impacto del rayo y que calcula la distancia a razón de trescientos treinta y tres metros por segundo. Y finalmente el viento de la lluvia, muy frío, que avanza con toda su potencia por la cima de los árboles, escucho cada rama que gime y se quiebra, el aire de la habitación se llena del polvo que levanta el agua al golpear contra la tierra.

Todo está tan lejos y tan cerca. Una simple pared fina como un espejo separa el mundo de hoy del mundo de ayer. No hablo de la nostalgia. Esa pena desamparada nunca me causó placer. Hablo de sustancia, de sensaciones, de la parte más lógica de mi vida.

Algo me fue dado, algo me fue quitado. Lo que está definitivamente ausente de mi infancia: haber tenido un padre, haber crecido al lado de él en la dulzura del hogar familiar. Sin nostalgia y sin extraordinaria ilusión sé que esto me faltó. Cuando un hombre, día tras día, mira cambiar la luz en el rostro de la mujer que ama, cuando espía cada resplandor furtivo de su hijo. Todo esto, que jamás ningún retrato ni ninguna foto podrá captar.

Pero me acuerdo de todo lo que recibí cuando llegué por primera vez a África: una libertad tan intensa que me quemaba, me embriagaba y la gozaba hasta el dolor.

No quiero hablar de exotismo; los niños son absolutamente ajenos a este vicio. No porque vean a través de los seres y de las cosas, sino porque, justamente, sólo ven eso: un árbol, un hueco en la tierra, una colonia de hormigas constructoras, una banda de chicos turbulentos en busca de un juego, un viejo de ojos nublados que tiende una mano descarnada, una calle en un pueblo africano un día de mercado, eran todas las calles de todos los pueblos, todos los chicos, todos los árboles y todas las hormigas. Ese tesoro está siempre vivo en el fondo de mí y no puede ser extirpado. Mucho más que de simples recuerdos, está hecho de certezas.

Si no hubiera tenido este conocimiento carnal de África, si no hubiera recibido esa herencia de mi vida antes de mi nacimiento, ¿en qué me hubiera convertido?

Hoy existo, viajo, a mi vez he formado una familia y me he arraigado en otros lugares. Sin embargo, a cada instante, como una sustancia etérea que circula entre las paredes de lo real, me siento traspasado por el tiempo de otra época, en Ogoja. Por bocanadas me sumerge y me aturde. No sólo esta memoria de niño, extraordinariamente precisa para todas las sensaciones, los olores, los gustos, las impresiones del relieve o del vacío y el sentimiento de la duración.

Ahora, al escribirlo, lo comprendo. Esa memoria no es sólo la mía. Es también la memoria del tiempo que precedió a mi nacimiento, cuando mi padre y mi madre caminaban juntos por las rutas del país alto, en los reinos del oeste de Camerún. La memoria de las esperanzas y de las angustias de mi padre, su soledad, su desamparo en Ogoja. La memoria de los instantes de felicidad, cuando mi padre y mi madre estaban unidos por el amor que creían eterno. Cuando se movían por la libertad de los caminos y los nombres entraron en mí como nombres de familia, Bali, Nkom, Bamenda, Banso, Nkongsamba, Revi y Kwaja. Y los nombres de los países, Mbembé, Kaka, Nsungli, Bum, Fungom. Las altas mesetas por donde avanzaban lentamente las manadas de animales con cuernos en medialuna como para colgarse de las nubes, entre Lassim y Ngonzin.

Tal vez, al final de cuentas, mi antiguo sueño no me engañaba. Si mi padre se había convertido en el africano, por la fuerza de su destino, yo puedo pensar en mi madre africana, la que me abrazó y me alimentó en el instante en que fui concebido, en el instante en que nací.

Diciembre de 2003-enero de 2004

Río Nsob país nsungli JMG Le Clézio 1En la actualidad Kumbo - фото 17

Río Nsob, país nsungli

J.M.G. Le Clézio

1En la actualidad Kumbo 2La reputación de dulzura de la gente de - фото 18
***
1En la actualidad Kumbo 2La reputación de dulzura de la gente de Banso - фото 19

[1]En la actualidad, Kumbo.

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