Jean-Marie Le Clézio - El africano

Здесь есть возможность читать онлайн «Jean-Marie Le Clézio - El africano» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: Современная проза, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.

El africano: краткое содержание, описание и аннотация

Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «El africano»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.

¿Por qué, llegada cierta edad, cierto momento, un escritor decide evocar esa mezcla fantástica, misteriosa, entre realidad y ficción, de su pasado, del pasado de su pasado? ¿Por qué, de súbito, le viene el recuerdo de lo que vivió y dejó de vivir, la memoria del padre, de la madre que ya no está, de lo que fue y ya no es, y no será? Sin duda, las memorias son una necesidad vital, tan importantes como saldar las cuentas; las memorias son la manera en la que los vivos, más que recuperar su pasado -lo que se fue y se dejó de ser-, buscan comprenderse, reconocerse, pero también una forma por la que se puede desentrañar los complejos mecanismos que se atan y desatan entre padres e hijos.
Habla este pequeño libro del mundo inmenso que un niño guarda, por años, en su memoria, en el fondo más íntimo de sí mismo. No se trata de ese tipo de libros de “recuerdos” uniformes y complacientes, de cientos de anécdotas más o menos patéticas, más o menos falseadas con el tufo de la añoranza por los libros, por las lecciones paternas que, llegado el caso, evocan tantos y tantos escritores en el ocaso de su éxito, sólo para asegurarse de que están vivos. No. En El africano, lo que hay es el recuerdo sensible, delicado, casi poético, de un mundo que, más que para el propio Le Clézio (Niza, 1940), dejó de existir para su padre, de un mundo que les fue arrebatado -de un mundo que les había sido dado, luego quitado-, de un mundo aparte: África.
Le Clézio lo cuenta así: “No es una memoria difusa, ideal: la imagen de las altas mesetas, de los pueblos, las caras de los viejos, los ojos agrandados de los chicos roídos por la disentería, el contacto con todos esos cuerpos, el olor de la piel humana y el murmullo de las plantas. A pesar de todo eso, a causa de todo eso, esas imágenes son las de la felicidad, de la plenitud que me hizo nacer.”
Más que de los primeros años de infancia en Francia -dominados por la pesadez colonial, esa “escuela de una conciencia racial que reemplaza […] el aprendizaje de la conciencia huma-na”-, caracterizada por la ausencia de un padre -que había nacido en Mauricio cuando ésta era aún colonia del Imperio Británico y había vivido varios años alejado de su familia, destinado como médico en África durante la guerra-, Le Clézio evoca el reencuentro con ese padre ausente, su segunda infancia, el paso de vivir con su abuela y su madre “en un departamento en el sexto piso de un edificio burgués” a la libertad de Ogoja, Nigeria, África ecuatorial, a la orilla del río, rodeado de selva, pretexto del que se sirve para hacer un retrato exquisito, se diría que fotográfico, de la llanura inmensa de aquel vasto continente, mezcla de leyenda y ensoñación, donde además de aprender a mirar, a descubrir, encontró las primeras diferencias con Occidente: la primacía del cuerpo sobre el rostro; la libertad total del espíritu.
Le Clézio, que con tan sólo 23 años ganó en 1963 el prestigioso Premio Renaudot, autor de una treintena de libros, entre ellos Diego y Frida, una gran historia de amor en tiempos de la Revolución, resultado de su temprana fascinación por México, navega por esas sinuosas aguas del recuerdo con una claridad pasmosa, y se aleja de la tópica visión de niños criados en las “colonias”, más cercanos al exilio involuntario de sus padres con funciones administrativas: militares, jueces, oficiales de distrito. Por el contrario, su padre, que años atrás ya había estado destinado en Guyana -esto es, que conocía la vida dominada por las carencias-, tenía que atender desde partos hasta autopsias en un radio de setenta kilómetros. Así que, lejos de una vida acomodada, como podría suponerse, el niño blanco que llegó con ocho años a África vivió en una cabaña y compartió su vida con los niños del pueblo, y convirtió aquellos en sus verdaderos años felices, en su verdadera infancia, lejos de aquel otro mundo, del entorno que detestaba su padre, el “mundo colonial y su injusticia presuntuosa, sus cocteles parties y sus golfistas de traje, su domesticidad, sus amantes de ébano, prostitutas de quince años que entraban por la puerta de servicio y sus esposas oficiales muertas de calor que por unos guantes, el polvo o la vajilla rota descargaban su rencor en la servidumbre”.

El africano — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком

Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «El africano», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.

Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

El olvido

Ése era el hombre que encontré en 1948, al final de su vida africana. No lo reconocí, no lo comprendí. Era demasiado diferente de todos los que conocía, un extraño, y aun más que eso, casi un enemigo. Nada tenía en común con los hombres que veía en Francia en el círculo de mi abuela, esos "tíos", esos amigos de mi abuelo, señores de otra época, distinguidos, condecorados, patriotas, revanchistas, charlatanes, que traían regalos, tenían una familia, relaciones, estaban abonados al Journal des voyages, leían a Léon Daudet y a Barres. Siempre impecablemente vestidos con sus trajes grises, sus chalecos, con cuello duro y corbata, con sombreros de fieltro y manejando sus bastones con la contera de hierro. Después de comer, se instalaban en los sillones de cuero del comedor, recuerdo de épocas prósperas, fumaban y hablaban y yo me dormía con la nariz en mi plato vacío mientras escuchaba el runrún de sus voces.

El hombre que vi al pie del auto, en el muelle de Port Harcourt, era de otro mundo: vestía un pantalón demasiado ancho y demasiado corto, sin forma, una camisa blanca, zapatos de cuero negro polvorientos por el camino. Era duro, taciturno. Cuando hablaba en francés tenía el acento cantarino de Mauricio, o bien hablaba en pidgin, ese dialecto misterioso que sonaba como campanillas. Era inflexible, autoritario, al mismo tiempo dulce y generoso con los africanos que trabajaban en el hospital y en su casa oficial. Estaba lleno de manías y rituales que yo no conocía y de los que no tenía la menor idea: los chicos nunca debían hablar en la mesa sin haber pedido autorización, no debían correr, ni jugar ni quedarse en la cama. No podían comer fuera de las comidas y nunca golosinas. Tenían que comer sin apoyar las manos en la mesa, no podían dejar nada en el plato y debían tener cuidado de no comer nunca con la boca abierta. Su obsesión por la higiene lo llevaba a gestos sorprendentes, como lavarse las manos con alcohol y flamearlas con un fósforo. Verificaba a cada momento el carbón del filtro de agua, sólo tomaba té, o agua hirviendo (lo que los chinos llaman té blanco), fabricaba él mismo sus velas con cera y mechas mojadas en parafina, lavaba él mismo la vajilla con extractos de saponaria. Fuera de su aparato de radio, conectado con una antena colgada a través del jardín, no tenía ningún contacto con el resto del mundo y no leía libros ni periódicos. Su única lectura era un pequeño tomo encuadernado en negro que encontré mucho tiempo después y que no puedo abrir sin emoción: Imitación de Cristo. Era un libro de militar, como imagino que los soldados de otra época podían leer los Pensamientos de Marco Aurelio en el campo de batalla. Por supuesto, nunca nos habló de esto.

Desde el primer contacto, mi hermano y yo nos medimos con él vertiendo pimienta en su tetera. No le dio risa, nos sacó de la casa y nos golpeó con severidad. Puede ser que otro hombre, quiero decir uno de esos "tíos" que frecuentaban el departamento de mi abuela, se hubiera contentado con reírse. Aprendimos de golpe que un padre podía ser temible, que podía castigar e ir a cortar cañas al bosque y usarlas para golpearnos las piernas. Que podía instituir una justicia viril que excluía cualquier diálogo y cualquier excusa. Que basaba esta justicia en el ejemplo, negaba los acuerdos, las delaciones, todo el juego de lágrimas y promesas que nos habíamos acostumbrado a jugar con nuestra abuela. Que no toleraría la menor manifestación de falta de respeto y que no aceptaría ninguna veleidad de crisis de rabia: la cuestión para mí estaba bien clara, la casa de Ogoja era de una planta y no había ningún mueble para arrojar por la ventana.

Era el mismo hombre que exigía que se rezara cada noche a la hora de acostarse, y que el domingo estuviera consagrado a la lectura del libro de misa. La religión que descubríamos gracias a él no permitía acomodamientos.

Era una regla de vida, un código de conducta. Supongo que fue al llegar a Ogoja que supimos que Papá Noel no existía, que las ceremonias y las fiestas religiosas se reducían a plegarias y que no había ninguna necesidad de ofrecer regalos que, en el contexto en el que estábamos, sólo podían ser superfluos.

Sin duda, las cosas habrían pasado de otra manera si no hubiera existido la fractura de la guerra, si mi padre, en lugar de verse confrontado con chicos que se le habían convertido en extraños, hubiera aprendido a vivir en la misma casa con un bebé, si hubiera seguido ese lento recorrido que lleva de la primera infancia a la edad de la razón. Ese país de África donde había conocido la felicidad de compartir la aventura de su vida con una mujer, en Banso, en Bamenda, ese mismo país le había robado su vida de familia y el amor de los suyos.

Hoy me es posible lamentar haber faltado a esa cita. Trato de imaginar lo que podía haber sido, para un niño de ocho años, que había crecido en el encierro de la guerra, ir a la otra punta del mundo para encontrar a un desconocido al que le presentaban como padre. Y que fuera allí, en Ogoja, en una naturaleza donde todo era excesivo, el sol, las tormentas, la lluvia, la vegetación, los insectos, un país a la vez de libertad y limitación. Donde los hombres y las mujeres eran totalmente diferentes, no debido al color de su piel y de su pelo, sino por su manera de hablar, de caminar, de reír y de comer. Donde la enfermedad y la vejez eran visibles, donde la alegría y los juegos infantiles eran aun más evidentes. Donde el tiempo de la infancia terminaba muy pronto, casi sin transición, donde los chicos trabajaban con sus padres y las chicas se casaban y tenían hijos a los trece años.

Hubiera sido necesario crecer escuchando a un padre contar su vida, cantar sus canciones, acompañar a sus hijos a cazar lagartos o a pescar cangrejos en el río Aiya, hubiera sido necesario darle la mano para que les mostrara las mariposas raras, las flores venenosas, los secretos de la naturaleza que debía de conocer bien, escucharlo hablar de su infancia en Mauricio, caminar a su lado cuando iba a visitar a sus amigos, a sus colegas del hospital, mirarlo arreglar el auto o cambiar un postigo roto, ayudarlo a plantar los arbustos y las flores que le gustaban, las buganvillas, las strelitzias o aves del paraíso, todo lo que debía recordarle el maravilloso jardín de su casa natal en Moka. Pero, ¿para qué soñar? Nada de todo eso era posible.

En su lugar, librábamos contra él una guerra solapada, inspirada por el miedo a los castigos y los golpes. El más duro fue el período cuando volvió de África. A las dificultades de adaptación se agregaba la hostilidad que debía sentir en su propio hogar. Sus cóleras eran desproporcionadas, excesivas y agotadoras. Por nada, un bol roto, una palabra mal dicha, una mirada, golpeaba con la caña y con los puños. Recuerdo haber sentido algo que se parecía al odio. Todo lo que podía hacer era romper sus palos, pero iba a buscar otros a las colinas. Había un arcaísmo en esta manera, no se parecía a lo que conocían mis compañeros. Según el proverbio árabe, debí salir endurecido de esto: el golpeado primero es débil y luego se vuelve fuerte.

En la actualidad, con la distancia que da el tiempo, comprendo que mi padre nos transmitía la parte más difícil de la educación, la que ninguna escuela da. África no lo había transformado. Había revelado el rigor en él. Más tarde, cuando mi padre vino a vivir su jubilación al sur de Francia, aportó con él la herencia africana. La autoridad y la disciplina hasta la brutalidad.

Pero también la exactitud y el respeto, como una regla de las sociedades antiguas de Camerún y de Nigeria, en las que los niños no deben llorar ni deben quejarse. El gusto por una religión sin florituras, sin supersticiones que, supongo, había encontrado en el ejemplo del Islam. Por eso ahora comprendo lo que entonces me parecía absurdo, su obsesión por la higiene, esa manera que tenía de lavarse las manos. El asco que manifestaba por la carne de cerdo de la que, para convencernos, con la punta del cuchillo, extraía los huevos de tenia enquistados. Su manera de comer, de cocer el arroz según el método africano, agregando poco a poco agua caliente. Su gusto por las legumbres hervidas que condimentaba con una salsa de pimiento. Su preferencia por las frutas secas, los dátiles, los higos y hasta las bananas que ponía a cocer al sol en el borde de la ventana. La atención que ponía cada mañana en hacer las compras muy temprano, en compañía de los trabajadores magrebíes, a los que también volvía a encontrar en la comisaría de policía cada vez que tenía que renovar su permiso de residencia.

Читать дальше
Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

Похожие книги на «El africano»

Представляем Вашему вниманию похожие книги на «El africano» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.


Jean-Marie Le Clézio - Poisson d'or
Jean-Marie Le Clézio
Jean-Marie Le Clézio - Ourania
Jean-Marie Le Clézio
Jean-Marie Le Clézio - Le chercheur d'or
Jean-Marie Le Clézio
Jean-Marie Le Clézio - Étoile errante
Jean-Marie Le Clézio
Jean-Marie Le Clézio - Désert
Jean-Marie Le Clézio
Jean-Marie Le Clézio - L'Africain
Jean-Marie Le Clézio
Jean-Marie Le Clézio - Tempête. Deux novellas
Jean-Marie Le Clézio
Jean-Marie Le Clézio - La ronde et autres faits divers
Jean-Marie Le Clézio
Jean-Marie Le Clézio - The African
Jean-Marie Le Clézio
Jean-Marie Le Clézio - Coeur brûle et autres romances
Jean-Marie Le Clézio
Jean-Marie Le Clézio - Fièvre
Jean-Marie Le Clézio
Jean-Marie Le Clézio - La quarantaine
Jean-Marie Le Clézio
Отзывы о книге «El africano»

Обсуждение, отзывы о книге «El africano» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.

x