– Todavía no me fío del todo -dijo ella en un susurro-. Pero, de todos modos, es mejor tenerle de mi lado que apuntándome con sus dardos. Bueno, no quiero aburrirte con la política de oficina…
– Tú nunca me aburres, cariño.
– Y tú eres el hombre más dulce y más listo del mundo.
– Me voy a volver un engreído.
– Te lo mereces. Y, si no te importa, esta tarde haré algunas llamadas, a ver si Prada se ocupa de vestirnos esa noche.
Claro, ¿por qué no? Si a Sally la hacía feliz, que convenciera a los italianos para que le prestaran un trapo para la noche, aunque yo sabía que ella ya tenía tres vestidos de noche espectaculares en su armario. Pero ésa no era la cuestión. Lo importante era que cuando todos la vieran en los premios fabulosamente vestida, pudiera dejar caer el revelador detalle de que Prada nos había pedido que vistiéramos su firma para la ocasión. El hecho de que hubiera sido Sally la que se lo hubiera pedido nunca se sabría.
– Oye -dije-, Mein Host sigue pescando a lo grande en las islas adyacentes, y no piensa volver hasta el lunes. Pero como me han dado carta blanca en la isla, podría mandarte el Gulfstream a Nueva York para recogerte y traerte aquí.
– Oh, Dios, me encantaría, mi amor, pero debo volver a Los Ángeles con Stu. Es esencial que mantenga el vínculo con él. Y quiere que nos pongamos a hacer planes en serio en la oficina, el domingo.
– Claro -dije, intentando no parecer desilusionado.
– Por favor, que no te parezca mal. De no haber sido por esta crisis en el trabajo, sabes que estaría allí contigo.
– Lo comprendo.
– Bien -dijo, dando por cerrado aquel posible foco de discusión-. En fin, sólo quería decirte que es una noticia fantástica, y que te quiero, y que no tengo más remedio que volver a la reunión. Te llamaré mañana cuando llegue a casa.
Y antes de que pudiera despedirme, me colgó. Mis cinco minutos con Sally se habían acabado.
Por supuesto, inmediatamente pensé que aquél era un pensamiento poco caritativo. Por supuesto recordé que Sally había encontrado el momento para llamarme. Así que…
Basta de buscar problemas. Sally estaba forjando una alianza con su nuevo Uber-Fübrer, el señor Barker. Estaba contentísima con mi premio. Y me había dicho que me quería.
¿De acuerdo? ¿Convencido?
Sí. Más o menos. Pero, claro, deseaba que lo dejara todo y viniera corriendo a verme y me dijera una y otra vez que yo era lo mejor que le había sucedido jamás. Aunque no era que yo albergara ninguna duda al respecto.
Mi inseguridad se esfumó inmediatamente tras una velada perfecta, atendida por el personal de la isla, regada con un Morgón del 75 absurdamente bueno, en la que vi otro programa doble: El gran carnaval, de Billy Wilder, y Atraco perfecto, de Kubrick, y que coronó con un pastel (diseñado personalmente por el chef pastelero de la isla) en forma de premio Emmy.
– ¿Cómo demonios se ha enterado de lo de mi nominación? -pregunté a Gary, cuando me trajo el pastel a la sala de proyecciones, acompañado de otros seis empleados.
– Las noticias vuelan.
Aquél era un mundo en el que todos lo sabían todo de ti, donde todas las peticiones se concedían, donde ningún detalle se consideraba demasiado pequeño o insignificante. Todas las responsabilidades de las menudencias del día a día eran resueltas por otros. Te liberaban de las pesadas banalidades de la vida, recibías exactamente lo que querías, cuando lo querías. Mientras tanto, te convertías en el equivalente ambulante de una retina desprendida: ciega a las realidades exteriores.
No es que me importara ser un turista en un reino tan enrarecido. Au contraire, me regocijaba en su lujo absurdo, a sabiendas de que, un día o dos después de la vuelta de su dueño, se me expulsaría amablemente de sus aislados confines y se me mandaría de vuelta al mundo del vin ordinaire (aunque no hubiera nada especialmente ordinario en el tenso sector en el que yo me ganaba la vida).
A pesar de que me había jurado no trabajar mientras estuviera en la isla, cuando Joan, de secretaría, me trajo el manuscrito pasado a limpio, no pude evitar echarme en una tumbona de la terraza con un bolígrafo rojo en la mano. La nueva versión tenía ocho páginas menos. Un ritmo más vivo y estimulante. El diálogo era más mordaz y menos pretencioso. Los puntos de la trama se sucedían con facilidad. Pero, después de una segunda lectura, noté que gran parte del tercer acto me parecía poco logrado: la escena posterior al atraco y la forma en que todos los implicados se volvían unos contra otros me parecía un poco forzada. Así que, durante el fin de semana, redacté de nuevo las últimas treinta y una páginas, pensando en una serie de giros inesperados e inventando un final que (en mi menos que humilde opinión) era diabólicamente inteligente, en tanto que le daba la vuelta a todas las expectativas del público. Los buenos acababan siendo los malos. Y los que antes eran malos tenían calados a los buenos desde el principio. Seguía siendo una película de género… pero respetaba la inteligencia del público. Y, más concretamente, era muy ingeniosa.
De nuevo, me dejé absorber por la vorágine del trabajo. A pesar de que el tiempo siguió siendo condenadamente espléndido, me encerré en mi habitación veintiuna horas al día, y terminé la revisión a las seis de la tarde del domingo. Joan, de secretaría, se presentó poco después y recogió las cuarenta páginas del manuscrito sobre las que había redactado de nuevo el tercer acto. A continuación lo celebré con una copa de Cristal. También en este caso abrieron una botella para mí, aunque yo sólo quería una copa, y había dejado claro que me conformaba con una marca normal de champán francés.
– Pero es que en la isla sólo tenemos Cristal -dijo Meg.
Después me pasé una hora en la bañera, cené un cangrejo exquisito y me tomé media botella de Chablis de 1974 premier cru. Entonces, hacia las diez, se presentó Joan con las páginas pasadas a ordenador.
– Las tendré corregidas antes de medianoche.
– Gracias, señor.
Entregué las páginas a la hora prometida. Y me metí en la cama. Dormí hasta tarde, hasta muy tarde, de hecho, porque me desperté a las once. El nuevo manuscrito llegó con el desayuno, junto con una nota:
Hemos tenido noticias del señor Fleck. Ha recibido su guión y piensa leerlo en cuanto le sea posible. Desgraciadamente, le han vuelto a retrasar, pero estará de vuelta el miércoles por la mañana, y esta deseando encontrarse con usted
Mi primera reacción a la nota fue muy simple: «Que te den. No pienso quedarme esperando a que te dignes honrarme con tu presencia». Pero cuando llamé a Sally a su móvil en Los Ángeles (acababa de desayunar con Stu Barker) y le dije que Fleck estaba jugando conmigo y retrasando su vuelta, dijo:
– ¿Qué esperabas? El tipo puede hacer lo que le dé la gana. De modo que va a hacer lo que le dé la gana. Qué se le va a hacer, chico, tú sólo eres el escritor.
– Ah, muchas gracias.
– Vamos, ya sabes cómo funciona la cadena alimentaría. El tipo puede ser un aficionado, pero sigue teniendo el dinero. Y eso le convierte en el rey del mambo.
– Mientras que yo soy un siervo en este escenario.
– No conozco a muchos peones que reciban tratamiento de seis estrellas. Pero, vaya, si estás harto de él, monta una escena, exige que el Gulfstream te lleve a Los Ángeles, pero no esperes verme en las próximas tres noches, porque tengo que hacer una visita a nuestras filiales de San Francisco, Portland y Seattle.
– ¿Desde cuándo?
– Desde ayer. Stu decidió que debíamos hacer una gira de inspección por nuestro mercado del Pacífico.
– Parece que tú y Stu os lleváis de maravilla.
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