Douglas Kennedy - Tentación

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Como cualquier guionista de Hollywood, David Armitage aspira convertirse en rico y famoso para huir de la mediocridad de su vida. Cuando está a punto de dar por muerta su carrera, se produce el milagro: la televisión compra uno de sus guiones y se convierte en un rotundo éxito. Pasado un tiempo, el millonario Philip Fleck le propone ir a su isla privada para trabajar en un nuevo guión cinematográfico. David se lleva una desagradable sorpresa cuando descubre que se trata de uno de sus propios guiones, escrito unos años antes, copiado palabra por palabra. Furioso, David se niega a colaborar con el millonario. Pero su decisión le costará cara…
***
«¡Esto es una novela!: flechazos, dilemas, pesares, y la certeza de que el éxito se conjuga siempre con el condicional o el imperfecto.» Le Figaro.

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– Cualquier cosa.

– Más o menos.

– Sugiérame algo.

– Bien, mi especialidad es la cocina del Pacífico. Y como evidentemente tenemos acceso a toda clase de pescado fresco…

– Lo dejo en sus manos.

Minutos después, llamó Joan, de secretaría. Ya había pasado la mitad del manuscrito, y tenía unas diez dudas respecto a mi espeluznante caligrafía. Las repasamos todas. Entonces me dijo que tenía que tener el manuscrito listo al día siguiente a mediodía, porque esperaban la llegada del señor Fleck a última hora de la tarde, y seguro que querría leer el guión inmediatamente en cuanto supiera que yo lo había revisado.

– Pero ¿no pasará la noche tecleando? -pregunté.

– Forma parte del servicio -dijo, y añadió que, con mi permiso, haría que me trajeran una copia del guión revisado con el desayuno.

Si podía echarle un vistazo, ella tendría tiempo de introducir las correcciones durante la mañana.

Me estiré en la cama. Alargué un brazo y toqué la pantalla del audio-vídeo. Elegí una grabación histórica de Emil Giles tocando Bagatelas de Beethoven de la biblioteca musical. Me adormecí con el sonido de aquella música compleja pero apaciguadora. Cuando me desperté, había pasado una hora… y alguien había pasado una nota por debajo de mi puerta. Me levanté para recogerla.

Apreciado señor Armitage:

No queríamos molestarle, pero delante de la puerta encontrará el ejemplar de The New Yorker que pidió, así como el catálogo de la filmoteca de la isla. Pensamos que tal vez le apetezca que le proyecten una película esta noche. En ese caso, llámeme a la extensión 16. Y, cuando le parezca, llame a Jacques, el sommelier. Quiere hablar con usted del vino que desea para esta noche. Puede informarle a él de a qué hora desea cenar. La cocina tiene un horario totalmente flexible. Basta que se lo haga saber.

De nuevo, es un placer tenerle con nosotros. Y, como le dije anoche, me encantaría verle en el cine…

Con mis mejores deseos

Chuck

Abrí la puerta, recogí el catálogo de películas y el The New Yorker que habían ido a comprar en avión para mí. Volví a echarme en la cama, preguntándome cómo sabrían que estaba echando una siesta y no debían molestarme. ¿Había micrófonos en la habitación? ¿Había una cámara oculta? ¿O me estaba volviendo paranoico? Al fin y al cabo, puede que simplemente dedujeran que, tras un día agotador de trabajo al sol, necesitaba una siestecilla. Tal vez estaba reaccionando exageradamente a toda la atención que me estaban dedicando, por no hablar de que me sentía en una extraña tierra fantástica donde todo lo que pedía se me servía con prontitud.

De repente me acordé de una vieja anécdota literaria: Hemingway y Fitzgerald en un café de París, observando a un puñado de ostentosos a su alrededor. «Sabes, Ernest -dijo Fitzgerald en tono solemne-, los ricos son realmente diferentes de ti y de mí». A lo que Hemingway replicó bruscamente: «Sí, tienen más dinero».

Pero en ese momento me daba cuenta de que lo que el dinero compraba para ellos era en realidad poder liberarse de los prosaicos asuntos de la vida cotidiana. Cuando eras tan «asquerosamente» rico como Philip Fleck, todas tus necesidades domésticas estaban resueltas. No tenías que preocuparte por hacerte la cama, recoger las toallas húmedas del suelo, cambiar las sábanas, hacer la colada. No tenías que hacer la compra, o acercarte al quiosco a comprar el periódico, o conducir cinco manzanas para recoger la ropa de la tintorería. Ni siquiera tenías que pensar en pagar las facturas, porque, evidentemente, tenías un departamento entero de servicios financieros para gestionar tu dinero y extender tus cheques. Si querías viajar… el problema era decidir si cogías uno de los Gulfstreams o el 767. Había limusinas para recogerte cuando aterrizabas…, por no hablar de helicópteros, lanchas y (sin duda) un todoterreno HumVee propio, por si te encontrabas en zona de guerra. Había cines privados en cada una de tus residencias. No tenías que acercarte a ningún horrible multicine o a algún hotel de mala muerte, a menos, claro, que te apeteciera vivir una noche a lo pobre.

Aquél era el significado último de tener tanto dinero: te comprabas un cordón sanitario, dentro del cual estabas a salvo de todas las tediosas banalidades con las que tenía que lidiar el resto del mundo. Por supuesto, también te daba poder; pero en última instancia, el privilegio residía en la distancia a la que te colocaba de la forma de vivir de los demás. Veinte mil millones de dólares. No lograba asimilar aquella cifra, además de la estadística (citada naturalmente por Bobby) de que el interés semanal de Fleck por su fortuna ascendía a alrededor de dos millones de dólares… netos. Sin tocar un solo penique de su fortuna, tenía unos ingresos netos de unos cien millones de dólares al año para gastos. ¡Qué absurdo! Dos millones de dólares a la semana para gastos. ¿Se acordaba Fleck de lo que era (como yo me acordaba, sin duda, de aquellos años en tierra de nadie) sufrir para pagar el alquiler? ¿O tener que hacer malabarismos para pagar la factura del teléfono? ¿O tirar con un coche de diez años al que no le entraba la cuarta, porque no podías permitirte un cambio de transmisión?

O, simplemente, ¿tener toda clase de ilusiones, a pesar de que todos tus deseos terrenales estuvieran satisfechos? Y no podía evitar preguntarme cómo alteraba esa clase de ambición material la propia visión personal del mundo. ¿Te concentrabas en las cosas más cerebrales de la vida, y aspirabas a pensamientos y gestas más altos? Quizá te convertías en un rey filósofo moderno o en un príncipe Medici. O, exagerando un poco, ¿te convertías en un papa Borgia?

Sabía en lo que me había convertido yo en apenas un día chez Fleck: en un mimado. Pero debo admitir que me gustaba. Mi complejo latente de superioridad empezaba a sacar la cabeza, y gradualmente iba aceptando la idea de que tenía a todo el personal de la isla dispuesto a complacer cualquier petición por mi parte. En el barco, Gary me había dicho que, si me apetecía pasar el día en Antigua, podían llevarme en helicóptero. O, del mismo modo, si me apetecía ir más lejos, el Gulf stream se estaba llenando de polvo en el aeropuerto de Antigua, y estaba a mi disposición si lo necesitaba.

– Es muy amable -dije-. Pero creo que me quedaré por aquí ganduleando.

Y gandulear es precisamente lo que hice. Aquella noche, después de la sorpresa del chef (una bullabesa exquisita al estilo Pacífico, acompañada por un Au Bon Climat Chardonnay, igual de asombroso), me senté solo en el cine y vi un programa doble de dos películas clásicas de Fritz Lang: Más allá de la duda y Los sobornados. En lugar de palomitas, Meg se presentó con una bandeja de chocolates belgas y un Bas Armagnac de 1985. Chuck entró en la sala de proyección y mantuvimos una larga e interesante conversación sobre las aventuras de Fritz Lang en Hollywood. Estaba tan enterado de todo lo relacionado con el celuloide que le pedí que me acompañara con una copa de Armagnac y me hablara un poco de sí mismo. Me dijo que había conocido a Philip Fleck cuando los dos estudiaban en la Universidad de Nueva York a principios de los setenta.

– Fue mucho, mucho antes de que Phil fuera ni de lejos rico. Yo sabía que su padre era propietario de una empresa de embalaje en Wisconsin, pero básicamente era un estudiante más que quería dirigir, que vivía en un apartamento destartalado de la calle 11 con la Primera y que, como yo, pasaba casi todo el tiempo libre en el Bleecker Street Cinema o en el Thalia o el New Yorker, o cualquiera de los locales de reposición de Manhattan que desaparecieron hace tiempo. Fue así como nos hicimos amigos, nos encontrábamos siempre en esos pequeños cines, y nos dimos cuenta de que a ninguno de los dos le importaba ver cuatro películas al día.

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