Te quiero.
David
De acuerdo, me había pasado con las adulaciones. Pero sabía que, por muy profesional que fuera, Sally tenía un ego muy permeable, que necesitaba ser animado constantemente. Más exactamente, una gran parte de mí sabía que, en aquel momento de nuestra relación, la estabilidad lo era todo. En consecuencia, en aquella circunstancia era mejor tragar un poco… aunque no creyera ni la mitad de lo que había escrito. También me había alarmado un poco su hipersensibilidad, y su necesidad de indignarse por una palabra mal aplicada. Sin embargo, repetí mi mantra de los últimos días: «Está pasando un mal momento. Probablemente me malinterpretaría si le preguntara la hora. Pero se tranquilizará cuando la situación se calme».
O al menos eso era lo que esperaba.
Una vez enviado el mensaje enjabonado, me enfrenté al siguiente problema: un correo de Lucy, que se inspiraba directamente en la escuela de comunicación «Que te den, sigue carta de humillación»:
David:
Te encantará saber que Caitlin lloró desconsoladamente ayer cuando le comuniqué que no vendrías esta semana. Felicidades. Has vuelto a romperle el corazón.
Para hablar de cosas prácticas (que es de lo único de lo que quiero volver a hablar contigo): he convencido a Marge para que venga de Portland en avión para cuidar de Caitlin las dos noches que estaré fuera. Sin embargo, en el último momento, sólo encontró billete en Business Class, y además tuvo que llevar a Dido y a Aeneas a la residencia para el fin de semana. El coste total, incluido el billete, es de 803,45 dólares. Espero recibir un cheque tuyo inmediatamente.
Creo que tu comportamiento en esta ocasión confirma todo lo que he advertido en ti desde que te liaste con esa divinidad inconstante llamada éxito: estas completamente motivado por el egoísmo. Y lo que te dije anoche por teléfono sigue en pie: te lo haré pagar.
Lucy
Descolgué inmediatamente el teléfono y marqué unos números. Miré el reloj: las once y catorce en el Caribe, las siete y catorce en California. Con un poco de suerte, Caitlin no se habría ido todavía a la escuela.
Tuve suerte. Mejor aún, respondió mi hija en persona. Y parecía encantada de hablar conmigo.
– ¡Papá! -exclamó feliz.
– Hola, pequeñina. ¿Va todo bien?
– Haré de ángel en la función de Semana Santa de la escuela.
– Tú ya eres un ángel.
– No soy un ángel. Soy Caitlin Armitage.
Me reí.
– Perdóname por no poder ir este fin de semana.
– Este fin de semana la tía Marge vendrá a quedarse conmigo. Pero sus gatos tendrán que ir a un hotel de gatos.
– ¿No estás enfadada conmigo?
– ¿Vendrás la semana que viene?
– Seguro, Caitlin. Te lo prometo.
– ¿Y podré quedarme en el hotel contigo?
– Pues claro. Haremos todo lo que tú quieras.
– ¿Me traerás un regalo?
– Te lo prometo. Ahora me gustaría hablar con mamá.
– De acuerdo… pero sólo si no os peleáis.
Respiré hondo.
– Intentaremos no discutir, cariño.
– Te echo de menos, papá.
– Yo también a ti.
Una pausa. Entonces oí que le pasaba el teléfono a alguien. Hubo otro largo silencio, hasta que Lucy lo rompió.
– A ver, ¿de qué quieres hablar? -preguntó.
– Ya he visto lo desconsolada que estaba, Lucy. En serio, está hecha polvo.
– No tengo nada que decirte…
– Por mí, estupendo. Yo tampoco tengo ganas de hablar contigo. Pero que sepas esto: no intentes volver a mentirme sobre el estado emocional de Caitlin. Te lo advierto, si intentas ponerla en mi contra…
La línea se cortó cuando Lucy colgó de golpe. Un intercambio de puntos de vista adulto y maduro. Pero, al menos, me sentía reivindicado, y enormemente aliviado de que Caitlin no pareciera afectada por mi incapacidad de organizarme para verla aquel fin de semana. El tema de la tía Marge y su tarifa de fin de semana de 803 dólares era otro asunto. Marge era una obesa colgada New Age, «facilitadora de canalización» (no me lo estoy inventando), que vivía sola con sus amados gatos, sus prismas y sus discos de cánticos nepalíes en su ashram de una habitación. En su favor hay que decir que tenía buen corazón. Y quería mucho a su única sobrina, lo que me hacía feliz. Pero ochocientos dólares para transportar su talla cincuenta a San Francisco…, por no hablar de pagar por el alojamiento de cinco estrellas de sus preciosos amigos felinos (¿a quién se le ocurre poner Dido y Aeneas a sus gatos?). En fin, sabía que, me gustara o no, tendría que soltar la pasta, como sabía también que Swami Marge probablemente se embolsaría la mitad de los ochocientos dólares. Pero no se los regatearía, sobre todo después de ganar la discusión con Lucy. Sólo oír a Caitlin decirme que me echaba de menos había borrado toda la angustia acumulada de la mañana, y me había puesto de nuevo de buen humor. Además, tenía toda una isla caribeña a mi disposición.
Descolgué el teléfono. Pregunté si tenían algún periódico. Me informaron de que The New York Times acababa de llegar en el helicóptero.
– Mándemelo, por favor.
Toqué la pantalla de audio-vídeo. Fui hasta la biblioteca musical. Elegí un disco del gran pianista de jazz francés enano, Michel Petrucianni. Llegó el periódico. Meg desplegó una tumbona para mí en la terraza. Se metió en el cuarto de baño y al rato salió con seis marcas diferentes de cremas para el sol, que abarcaban todos los factores de protección posibles. Me rellenó la copa de champán. Me pidió que llamara cuando quisiera almorzar.
Leí el periódico. Escuché las brillantes improvisaciones de Petrucianni en Hojas de otoño y De un humor sentimental. Me bronceé al sol. Una hora después, decidí que era hora de bañarse. Cogí el teléfono y me respondió Gary.
– Hola, señor Armitage. ¿Se divierte en el paraíso?
– No está mal. Quería saber si había algún lugar concreto para bañarse en esta isla. ¿Al lado de la piscina, o dónde?
– Tenemos una playita muy buena. Pero si le apetece bucear…
Veinte minutos después, estaba a bordo del Truffaut (sí, como el famoso director francés): un yate de doce metros con una tripulación de cinco hombres. Navegamos aproximadamente media hora hasta llegar a un arrecife de coral, cerca de un archipiélago de islas diminutas. Dos tripulantes me ayudaron a ponerme el traje de neopreno, después me equiparon con aletas, gafas y tubo. Otro miembro de la tripulación también iba vestido con el equipo de buceo.
– Dennis le acompañará por el arrecife -me dijo Gary.
– Gracias, pero no es necesario -dije.
– Es que el señor Fleck insiste mucho en que los invitados no se bañen solos. Ya sabe, forma parte del servicio.
No paraba de oír aquella expresión en Saffron Island. «Forma parte del servicio.» Tener un guía para bañarme en los arrecifes de coral formaba parte del servicio. Tener a una tripulación entera cuidándome en un yate también formaba parte del servicio. Como la langosta que me sirvieron (sólo para mí) a bordo del yate, acompañada de un Chablis premier cru a la temperatura perfecta. Cuando volvimos a tierra por la tarde y pregunté si tenían un ejemplar de The New Yorker de aquella semana, mandaron un helicóptero a Antigua para comprármelo (a pesar de que intenté por todos los medios convencerles de que no valía la pena tomarse tantas molestias «¡y gastos!» por una miserable revista). Pero entonces también me dijeron que «formaba parte del servicio».
Volví a mi habitación. Laurence, el chef de la isla, me llamó y me preguntó qué me apetecía cenar. Cuando le pedí que me sugiriera algo, simplemente dijo:
– Cualquier cosa que le apetezca.
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