Douglas Kennedy - Tentación

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Como cualquier guionista de Hollywood, David Armitage aspira convertirse en rico y famoso para huir de la mediocridad de su vida. Cuando está a punto de dar por muerta su carrera, se produce el milagro: la televisión compra uno de sus guiones y se convierte en un rotundo éxito. Pasado un tiempo, el millonario Philip Fleck le propone ir a su isla privada para trabajar en un nuevo guión cinematográfico. David se lleva una desagradable sorpresa cuando descubre que se trata de uno de sus propios guiones, escrito unos años antes, copiado palabra por palabra. Furioso, David se niega a colaborar con el millonario. Pero su decisión le costará cara…
***
«¡Esto es una novela!: flechazos, dilemas, pesares, y la certeza de que el éxito se conjuga siempre con el condicional o el imperfecto.» Le Figaro.

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Evidentemente, había paneles de control por todas partes: para ajustar la luz electrónicamente, para bajar las persianas que oscurecían los ventanales y para controlar el sistema de aire acondicionado por zonas, que permitía no sé cómo que la oficina estuviera cinco grados más fresca que el dormitorio.

Pero, sin duda, el golpe maestro de los artilugios eran los tres ordenadores de pantalla plana, convenientemente situados sobre la mesa, en una mesita de la sala y junto a la cama. Todas las pantallas eran completamente interactivas. Las tocabas con un dedo y se encendían, informándote de que eran tu centro privado de audio y vídeo. Toqué la pantalla y después el icono titulado «Videobiblioteca». Delante de mí se desplegaron las letras del alfabeto. Toqué la A, y apareció una lista de treinta películas en pantalla: todo, de Alphaville de Godard hasta El amor a los veinte años de Truffaut. Toqué Alphaville. De repente, se encendió la pantalla plana de televisión Panasonic último modelo, colgada en una pared. En un segundo, el extraño clásico futurista de Godard llenó la pantalla. Toqué el icono «Atrás» en la pantalla. Reapareció el alfabeto. Toqué la C. De una larga lista seleccioné Ciudadano Kane. A los pocos segundos, Alphaville se había esfumado y me encontré mirando la escena inicial del clásico de Welles: los altos y aislados muros y verjas, tras los cuales se oculta la inmensa mansión de un Kubla Khan de los tiempos modernos.

Pero Charles Foster Kane nunca tuvo un juguete como ese sistema de películas a la carta.

Llamaron a la puerta. Cuando respondí «Adelante», entró Meg.

– ¿Le parece bien que deshaga su maleta ahora? -preguntó.

– Gracias, pero puedo hacerlo yo mismo.

– Forma parte del servicio -dijo ella, levantando mi maleta-. Soy su mayordoma.

Me dedicó una ligerísima sonrisa, con apenas un rastro de ironía, tras una fachada de indiferencia totalmente profesional.

– Veo que ha entendido cómo funciona el sistema de vídeo. Es ingenioso, ¿eh?

– No está mal.

– Debería ver el audio. Hay unos diez mil discos almacenados en el sistema.

– ¿Bromea?

– Véalo usted mismo.

Toqué de nuevo la pantalla, seleccioné «Música», y me apareció inmediatamente una lista de géneros. Por probar, elegí «Clásica», y para ponerlo un poco difícil, elegí la S y después (con no poca sorpresa) encontré veinte entradas con Schöenberg. Toqué A survivor from Warsaw. La pantalla de televisión se apagó y, de todos los rincones de la habitación, la severa obra maestra atonai de Schoenberg (un grito de dolor de alguien que había escapado de la matanza nazi en el gueto de Varsovia) sonó en fragorosa erupción de pequeños pero potentes grupos de altavoces Bose, colgados por toda la habitación.

Meg parpadeó cuando el golpe auditivo la alcanzó de lleno. Sin embargo, enseguida me dedicó otra de sus ínfimas sonrisas y gritó para hacerse oír sobre el estrépito de doce tonos:

– Te dan ganas de bailar.

Apreté el botón de «off».

– Tampoco es mi favorita -dije-. Es que no podía creer que tuviera a Schöenberg en el repertorio.

– El señor Fleck lo tiene todo -dijo ella, desapareciendo en el vestidor contiguo con mi maleta.

Subí a la oficina. Abrí la cartera donde guardaba el portátil, y lo enchufé directamente a la conexión de Internet con el cable provisto. Tal como había prometido Meg, el sistema de fibra óptica era un poco más rápido que un suspiro. En una fracción de segundo, estaba conectado y leyendo mi correo. Entre los mensajes de Brad Bruce y de Alison estaba el que esperaba: «Cariño: esto es una locura. Es como el Reichstag en 1929. Pero aguanto el tipo. Te echo de menos. S».

El mensaje de Sally me sugirió varios pensamientos inmediatos. El primero fue: en fin, al menos ha dado señales de vida. El segundo fue: al menos ha dicho que me echaba de menos. Y el tercero fue: ¿por qué no ha dicho «te quiero» o «muchos besos» o algo incluso más pretencioso, como «bisous» ? [7]

Después, mi parte racional se impuso, e intenté recordarme a mí mismo que ella estaba inmersa en un Sturm and Drang versión Los Ángeles. Y que en Hollywood, una crisis profesional de aquella envergadura se convertía para todos los afectados en algo parecido al sitio de Stalingrado.

En otras palabras, me obligué a no angustiarme injustificadamente por sus sentimientos hacia, mí. Estaba preocupada.

Volvieron a llamar a la puerta. Entró una mujer de treinta y tantos años, con el pelo negro corto y muy bronceada. También iba vestida con el uniforme Saffron Island de camiseta y pantalones cortos. Como Meg, también parecía una de esas mujeres de piernas largas y expresión fresca que con seguridad habían pertenecido a una hermandad de alguna buena universidad, y sin duda habían salido con un defensa llamado Bud.

– Hola, señor Armitage -dijo-. Soy Joan, la secretaría. ¿Está bien instalado?

– Muy bien.

– Me han dicho que tenía un manuscrito para pasar a limpio.

– Exacto -dije; saqué el guión de la funda del ordenador y bajé al salón-. Lo siento pero no tengo el disco original.

– No se preocupe. Podemos volver a picarlo.

– ¿No será mucho trabajo?

Ella se encogió de hombros.

– No he tenido mucho que hacer últimamente. Me irá bien trabajar un poco.

– También tendrás que descifrar mis jeroglíficos -dije, yendo a la tercera página y señalando mis múltiples correcciones y añadidos.

– Los he visto peores. En fin, se quedará unos días, ¿verdad?

– Eso me han dicho.

– Pues, si no le importa, le llamaré si no entiendo algo.

Mientras ella se iba, Meg salió del vestidor con unos pantalones en la mano.

– Han salido un poco arrugados de la maleta, así que los mandaré a la lavandería para que les den un planchazo. ¿Le apetece una buena cena o prefiere algo ligero?

Miré el reloj. Eran casi las nueve, aunque mi cerebro seguía cuatro horas retrasado según el horario de Los Ángeles.

– Algo muy ligero, si no es molestia.

– Señor Armitage…

– David, por favor.

– Al señor Fleck le gusta que llamemos por el apellido a los invitados. Señor Armitage, debe saber que en Saffron Island, estamos a su disposición para todo lo que desee. Si lo que quiere son una docena de ostras y una botella de…

– Gewurtztraminer, pero sólo una copa.

– Le diré al sommelier que traiga una botella. Si no se la termina, no pasa nada.

– ¿Tienen un sommelier?

– Todas las islas deberían tener uno. -Otra de sus sonrisitas-. Vuelvo en seguida con las ostras.

Y se marchó.

Unos minutos después, telefoneó el sommelier. Se llamaba Claude. Tal como esperaba, tenía un fuerte acento francés. Dijo que estaba encantado con mi elección de vino de Gewurtztraminer, y que tenía unas dos docenas de botellas en la bodega. Le pedí que me propusiera una. Empezó un elaborado repaso de sus preferencias y me informó de que su favorito era un Gisselbrecht de 1986:

– Un vino de Alsacia excepcional. Con un equilibrio perfecto de fruta y acidez.

– Sólo me apetece una copa -dije.

– Le mandaré la botella de todas formas.

En cuanto colgué, entré en la red y encontré una página de vinos añejos. En la casilla de búsqueda tecleé: Gisselbrecht Gewurtztraminer 1986, y apreté la tecla de enviar. Poco después, apareció una fotografía del vino en cuestión en la pantalla de mi portátil, junto con una descripción detallada, que me informaba de que entre los premier cru Gewurtztraminer, ése era el no va más.

Y podía pedir una botella por sólo 275 dólares, porque tenía un descuento especial.

Me recosté en el asiento, meneando la cabeza aturdido. Iban a mandarme una botella de vino de 275 dólares a la habitación, y yo lo único que quería era una copa de vino. Como empezaba a comprender, la vida en el refugio caribeño de Fleck se vivía de acuerdo con la norma del «dinero no es un problema».

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