Atravesó la habitación con paso lánguido y puso una cinta en el casete. Era música turca, una de sus cantantes favoritas, un transexual con una voz divina. Había comenzado su carrera como hombre, haciendo de héroe en películas melodramáticas, hasta que finalmente se operó para transformarse en mujer. Siempre llevaba vestidos extravagantes con relucientes accesorios y muchas joyas, y Zeliha haría lo mismo si tuviera tanto dinero. Le encantaban todos sus discos. Ya le tocaba sacar disco nuevo, pero recientemente los militares, que todavía controlaban el país aunque habían pasado ya tres años desde el golpe de Estado, habían prohibido su música. Zeliha tenía una teoría para explicar por qué a los generales no les gustaba la idea de que una cantante transexual anduviera por los escenarios.
– Es porque se sienten amenazados por su presencia. -Le guiñó un ojo a Pachá Tercero, que estaba acurrucado en la cama como un pesado colchón de níveo pelo blanco, observándola a través de las rendijas que eran sus brillantes ojos verdes-. Tiene una voz tan divina y sus vestidos son tan ostentosos, que a los generales les da miedo que cuando salga en la televisión nadie los escuche a ellos, con sus voces roncas y sus uniformes color verde rana. ¿Te imaginas? ¿Qué hay peor que un golpe de Estado? ¡Un golpe de Estado que pase inadvertido!
En ese momento llamaron a la puerta.
– ¿Estás hablando sola, tonta? -exclamó Mustafa, asomando la cabeza-. ¡Baja esa música espantosa!
Con sus ojos avellana relumbrando con el fulgor de la juventud y el pelo negro cargado de brillantina y peinado hacia atrás, podía haber sido guapo de no ser por el tic que había desarrollado Alá sabía cuándo. Tenía la costumbre de ladear la cabeza a la derecha al hablar, un movimiento brusco y mecánico que se intensificaba cuando estaba nervioso o se encontraba entre desconocidos. A veces esto se malinterpretaba como timidez, pero Zeliha pensaba que no era más que una señal de pura inseguridad.
Se incorporó sobre un codo y se alzó de hombros.
– Yo puedo oír lo que quiera y como quiera.
En lugar de discutir con ella o marcharse con un portazo, como había hecho muchas otras veces, Mustafa se detuvo, como distraído por una idea.
– ¿Por qué llevas esas minifaldas?
La pregunta fue tan inesperada que Zeliha se quedó perpleja, advirtiendo por primera vez el velo nublado de sus ojos. «Este año más que nunca -pensó- se ha empeñado en ser un gilipollas.» Y dijo esta última palabra en voz alta:
– ¡Gilipollas!
Fingiendo no haberla oído, Mustafa escudriñó la habitación.
– ¿Es esa mi cuchilla?
– Sí -admitió Zeliha-. La iba a devolver.
– ¿Y qué haces con mi cuchilla?
– Eso no es asunto tuyo -contestó ella, aunque algo vacilante.
– ¿Que no es asunto mío? -Mustafa arrugó más la frente-. Te metes sin permiso en mi cuarto, me robas la cuchilla, te afeitas las piernas para poder enseñárselas a todos los hombres del barrio y luego me dices que no es asunto mío. Pues te voy a decir una cosa. ¡Estás totalmente equivocada! Sí es asunto mío cuidar de tu comportamiento.
A Zeliha le chispearon los ojos.
– ¿Por qué no vas a entretenerte con algo? ¡Ve a hacerte una paja! -saltó.
Mustafa se sonrojó y miró a su hermana con expresión envenenada.
Recientemente había quedado claro que tenía problemas con las mujeres. Aunque se había criado entre mujeres de todas las edades y estaba acostumbrado a ser el centro de su atención, su experiencia con el sexo opuesto era mucho menor que la de sus compañeros. A pesar de haber cumplido ya veinte años, Mustafa se sentía aún atrapado en ese peligroso umbral entre la infancia y la edad adulta. Ni podía volver a ser un niño ni empezar a ser un hombre. Lo único que sabía sobre el paso que debía dar era que le desconcertaba y lo único que sabía sobre el desconcierto era que no le gustaba. Aborrecía las ansias carnales de su cuerpo y al mismo tiempo le atraían. Antes lograba controlar sus impulsos, a diferencia de los niños de su clase, que se masturbaban constantemente. Entre los trece y los diecinueve años consiguió suprimir lo que él llamaba «eso»: consiguió no masturbarse. Pero el año anterior, tras suspender los exámenes de ingreso en la universidad, la culpa y el odio a sí mismo explotaron, y su ansia volvió con más fuerza que nunca, de nuevo en forma de ESO.
ESO le asaltaba en cualquier parte y cualquier momento del día. En el baño, en el sótano, en el retrete, bajo las sábanas, en el salón, y de vez en cuando, cuando se metía a hurtadillas en la habitación de su hermana pequeña sin que lo vieran, en su cama, en su silla, junto a su mesa… Como un patriarca caprichoso, ESO exigía obediencia absoluta. Pero por mucho que obedeciera, Mustafa no podía usar la mano derecha. La mano derecha estaba reservada para las cosas limpias, limpias y consagradas. Con la mano derecha tocaba el Corán, sostenía el rosario y abría las puertas. Con la mano derecha tomaba la mano de los ancianos para besarla. Pero igual que la mano derecha era una mano bendita, la izquierda estaba reservada a lo abominable. Solo se podía masturbar con la mano izquierda.
Una vez soñó que se masturbaba delante de su padre. Su padre, con rostro inexpresivo, se limitaba a observarle desde su lugar en la mesa del comedor.
La última vez que Mustafa vio a su padre mirarle de aquella manera tenía ocho años y le estaban circuncidando. Recordaba a aquel pobre niño tumbado en una enorme y llamativa cama de satén, con regalos por todas partes, esperando a que «se la cortaran», rodeado de parientes y vecinos, algunos charlando, otros comiendo o bailando, mientras que unos pocos se dedicaban a burlarse de él. Acudieron setenta personas para celebrar su iniciación a la madurez. Fue aquel día, justo después de la circuncisión, justo después de soltar un espantoso grito, cuando su padre se acercó a él, le dio un beso en la mejilla y le susurró al oído:
– ¿Tú me has visto llorar alguna vez, hijo? -Mustafa negó con la cabeza. No, nadie había visto llorar a padre-. ¿Tú has visto alguna vez llorar a tu madre, hijo? -Mustafa asintió con vehemencia. Su madre lloraba todo el tiempo-. Bien. -Levent Kazancı esbozó una cariñosa sonrisa-. Pues ahora que eres un hombre, compórtate como un hombre.
Cuando se masturbaba no se atrevía a bajarse los pantalones del todo, no solo por miedo a que le sorprendiera alguien de la casa, sino porque le irritaba el fantasma de su padre todavía susurrándole al oído aquella frase una y otra vez. De pronto, en el pasado año, su cuerpo se había impuesto no solo a su voluntad, sino también a la mirada escrutadora de su padre. Como una enfermedad contagiosa, porque estaba seguro de que aquello tenía que ser una enfermedad, empezó a masturbarse a todas horas del día y de la noche. En sueños se veía sorprendido en el acto por sus padres. Se lanzaban contra la puerta, la abrían y le pillaban con las manos en la masa. Entre gritos y gemidos su madre le besaba y le daba palmaditas en la espalda mientras su padre le escupía y le daba una paliza. Donde su padre le hubiera dejado magulladuras, su madre le frotaba un poco de ashura , como si el postre fuera un tipo de ungüento. Despertaba siempre asqueado y temblando, con la frente perlada de sudor, y para calmarse se masturbaba.
Zeliha no sabía nada de esto cuando se burló de él.
– No tienes vergüenza -dijo Mustafa-. No sabes cómo hablar a tus mayores. No te importa que los hombres te silben por la calle. Te vistes como una puta, ¿y esperas respeto?
Zeliha esbozó una sonrisa desdeñosa.
– ¿Qué te pasa, te dan miedo las putas?
Mustafa se quedó mirándola.
Un mes antes había descubierto la calle más infame de Estambul. Podía haber ido a otros sitios donde habría encontrado sexo menos barato, menos mezquino y menos abyecto, pero iba allí deliberadamente: cuanto más crudo y más feo, mejor. Lúgubres casas alineadas unas contra otras; los olores y las manchas y los chistes lascivos que soltaban los hombres, más por la necesidad de reírse que por estar de buen humor; prostitutas en todas las habitaciones de todos los pisos, prostitutas que jamás rechazaban tu dinero pero de todas formas te menospreciaban. Cuando volvía de allí se sentía sucio y débil.
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