– Pero ¿qué hacéis todavía con los calzoncillos puestos, cuando deberíais estar ya con los cojones al aire?
Por algo Touchin es el jefe, sus dos acólitos no se habían fijado en nada. Touchin se inclina hacia un lado para comprobar si, en la fila, había al menos uno que hubiera obedecido, pero no, todos, sin excepción, llevan todavía la ropa anterior.
Rubio se cuida mucho de reírse, aunque se muere de ganas al ver la cara contrariada de Touchin. Es una verdadera batalla en la que, por anodina que parezca, hay mucho en juego. Es la primera, y si la ganan, habrá más victorias.
Rubio, que es único para burlarse de Touchin, lo mira inocentemente como preguntándose a qué están esperando para entrar en las celdas.
Y como Touchin, estupefacto, no dice nada, Rubio da un paso adelante y la fila de prisioneros lo da también. Entonces Touchin, desamparado, se precipita hacia la puerta de la celda y, con los brazos en cruz, les barra el paso.
– Vamos, vamos, ya conocéis el reglamento -les advierte Touchin, que no quiere historias-. El prisionero y el calzoncillo no pueden entrar a la vez en la celda. El calzoncillo duerme sobre la barandilla, y el prisionero en la celda; siempre ha sido así, ¿por qué cambiar hoy? Vamos, vamos, Rubio, no hagas el imbécil.
Rubio no va a cambiar de opinión, mira a Touchin y le dice tranquilamente en su lengua que no se lo va a quitar.
Touchin amenaza, prueba empujando a Rubio, lo agarra por el brazo y lo sacude. Pero bajo los pies del jefe de los guardias, las baldosas desgastadas por los pasos de los prisioneros están resbaladizas por el frío húmedo. Touchin se agita y cae de espaldas. Los guardias se apresuran a levantarlo. Furioso, Touchin levanta la mano sobre Rubio, pero Boldados da un paso adelante y se interpone. Cierra los puños, pero les ha jurado a los otros que no los utilizará, y que no estropeará su estratagema con un ataque de cólera, aunque sea legítimo.
– ¡Yo tampoco me voy a quitar el calzoncillo, jefe!
Touchin, rojo de ira, agita su bastón y grita a quien le quiera escuchar:
– Una rebelión, ¿es eso? ¡Os vais a enterar! ¡Al calabozo, los dos, durante un mes, os voy a enseñar lo que es bueno!
Apenas ha acabado esta frase, los otros cincuenta y cinco españoles dan un paso adelante y, también ellos, se disponen a entrar en el calabozo. En él, caben con cierta estrechez dos personas. Touchin no es demasiado bueno en geometría, pero puede medir la envergadura del problema al que se enfrenta.
Mientras reflexiona, sigue moviendo el bastón; detener su movimiento sería como reconocer que ha perdido el control. Rubio mira a sus compañeros, sonríe, y, a su vez, empieza a agitar los brazos, con cuidado de no tocar a ningún guardia para no darles motivos para pedir refuerzos. Rubio gesticula, dibujando grandes círculos en el aire, sus compañeros hacen lo mismo que él. Cincuenta y siete pares de brazos giran y, desde los pisos inferiores, se elevan los gritos de los otros presos. Se escucha, por un lado, «La Marsellesa», por el otro, «La Internacional», y en la planta baja, el «Canto de los partisanos».
El jefe de los guardias ya no tiene otra opción: si permite que esa situación siga adelante, toda la prisión acabará amotinándose. El bastón de Touchin vuelve a caer, y se queda quieto; les hace una señal a los prisioneros para que vuelvan a entrar en la celda dormitorio.
Ya ves, esta noche, los españoles han ganado la guerra de los calzoncillos. Sólo era una primera batalla, pero cuando Rubio, al día siguiente, me contó todos los detalles en el patio, nos dimos un apretón de manos a través de la verja. Y cuando me preguntó qué pensaba de todo eso, le respondí:
– Quedan muchas bastillas por tomar.
El campesino que cantaba «La Marsellesa» murió un día en su celda; el viejo profesor que quería enseñar catalán no volvió nunca de Mauthausen; Rubio fue deportado, pero, pese a todo, volvió; a Boldados lo fusilaron en Madrid; el alcalde del pueblo de Asturias volvió a su casa, y el día en que derriben las estatuas de Franco, su nieto recuperará la alcaldía.
En cuanto a Touchin, con la Liberación fue nombrado vigilante jefe de la prisión de Agen.
A primera hora de la mañana del 17 de febrero, los guardias vienen a buscar a André. Cuando va a salir de la celda, se encoge de hombros y nos mira de reojo. La puerta se cierra, y, custodiado por dos matones, parte hacia el tribunal militar. No habrá alegatos, y no tiene abogado. Tardan un minuto en condenarlo a muerte. El pelotón de ejecución lo espera ya en el patio.
Los gendarmes han venido expresamente de Grenade-sur-Garonne, del mismo sitio donde arrestaron a André cuando estaba cumpliendo una misión. Hay que acabar el trabajo.
André querría despedirse, pero eso va contra el reglamento. Antes de morir, escribe una nota a su madre que entrega al vigilante Theil, quien sustituye a Touchin ese día.
Ahora están atando a André al poste, pide unos segundos, el tiempo justo para quitarse el anillo que lleva en el dedo. El jefe Theil refunfuña un poco, pero acaba aceptando el anillo que André le entrega con la súplica de que se lo devuelva a su madre. «Era su alianza», explica él, ella se la había regalado el día que se fue para unirse a la brigada. Theil se lo promete, y, ahora, le atan las manos juntas.
Agarrados a los barrotes de nuestras celdas, nos imaginamos a los doce hombres uniformados formar el pelotón. André se mantiene derecho. Los fusiles se levantan, apretamos los puños y doce balas despedazan el delgado cuerpo de nuestro amigo, que se dobla en dos y se queda allí, jadeando, en el poste, con la cabeza ladeada y la cara chorreando sangre.
La ejecución ha acabado, los gendarmes se van. El jefe Theil rompe la carta de André y se guarda el anillo en el bolsillo. Mañana se encargará de otro de nuestros compañeros.
Un zapatero detenido en Montauban fue fusilado en el mismo poste. A su espalda, la sangre de André apenas se había secado.
De noche, todavía veo a veces cómo vuelan los trocitos de papel. En mi pesadilla, revolotean hasta el muro que hay detrás del poste de los fusilados y se vuelven a unir los unos a los otros para recomponer las palabras que André había escrito justo antes de morir. Acababa de cumplir dieciocho años.
Cuando acabó la guerra, el jefe de los guardias Theil fue ascendido a vigilante general de la prisión de Lens.
***
Pocos días después llegaría el turno del juicio de Boris, y nos temíamos lo peor. Pero en Lyon teníamos hermanos.
Su grupo se llamaba Carmagnole-Liberté. Ayer arreglaron cuentas con un fiscal del estado que, como Lespinasse, había conseguido cortarle la cabeza a un miembro de la Resistencia. El compañero Simon Frid había muerto, pero al procurador Fauré-Pingelli le llenaron el cuerpo de plomo. Después de ese golpe, ningún magistrado se atrevería a pedir la vida de uno de los nuestros. Boris, condenado a veinte años de prisión, se burla de su pena porque su lucha continúa fuera. Como prueba, los españoles nos han contado que ayer por la noche la casa de un miliciano había saltado por los aires. Conseguí pasarle una nota a Boris para que lo supiera.
Boris ignora que el primer día de primavera de 1945 morirá en Gusen, en un campo de concentración.
***
– ¡No pongas esa cara, Jeannot!
La voz de Jacques me saca de mi aturdimiento. Levanto la cabeza, cojo el cigarrillo que me ofrece y, con un gesto, le indico a Claude que venga a mi lado para dar unas caladas. Pero mi hermano pequeño, exhausto, prefiere quedarse apoyado contra la pared de la celda.
Lo que deja a Claude sin fuerzas no es la falta de alimento, no es la sed, no son las pulgas que nos devoran de noche, ni tampoco los maltratos de los guardias; no, lo que pone a mi hermano tan triste es seguir allí, lejos de la acción, y lo entiendo porque siento lo mismo.
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