Marc Levy - Los hijos de la libertad

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En la Francia ocupada por los nazis, dos hermanos adolescentes de origen judío, Raymon y Claude, se unen a la Resistencia en la 35ª brigada de Toulouse. La clandestinidad, el hambre, las ejecuciones y los actos de sabotaje pasarán a formar parte de sus vidas cotidianas, pero también conocerán la solidaridad, la amistad y el amor, además del valor supremo de la libertad. Mientras esperan la llegada de los aliados, Raymond y sus compañeros cruzarán Europa a bordo de un tren de deportados a los campos de concentración.

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Una mañana, mientras me desnudaba, sus ojos se cruzaron con los míos y noté que su mirada me llamaba en silencio. Me acerqué, y él hizo acopio de todas sus fuerzas para sonreírme; aunque con dificultad, consiguió mostrarme una sonrisa. Su mirada se volvió hacia sus piernas. La sarna había hecho estragos en ellas. Comprendí su súplica. La muerte no tardaría en llevárselo de allí, pero Chahine quería reunirse con ella dignamente y tan limpio como fuera posible. Acerqué mi jergón al suyo y, a partir de entonces, cuando llegaba la noche, le quitaba las pulgas y arrancaba de los pliegues de su camisa los piojos que se habían instalado allí.

A veces, Chahine me dedicaba una de sus débiles sonrisas que tanto esfuerzo le exigían, pero con las que, a su manera, me daba las gracias. En realidad, era yo quien tenía que dárselas.

Cuando repartían la comida de la noche, me hacía una señal para que le diera la suya a Claude.

– ¿Para qué alimentar un cuerpo que ya está muerto? -murmuraba él-. Salva a tu hermano, es joven y le queda mucho por vivir.

Chahine esperaba a que se extinguiera el día para intercambiar algunas palabras. Probablemente necesitaba verse rodeado por el silencio de la noche para encontrar un poco de fuerza. Juntos en ese silencio, compartíamos un poco de humanidad.

El padre Joseph, el capellán de la prisión, sacrificaba sus tiques de racionamiento ayudándolo. Todas las semanas, le traía un paquetito de galletas. Para alimentar a Chahine, las trituraba y le obligaba a comer. Tardaba más de una hora en comerse una galleta, a veces el doble. Agotado, me suplicaba que le diera el resto a los compañeros, para que el sacrificio del padre Joseph no fuera en vano.

Ya ves, ésta es la historia de un cura que deja de comer para salvar a un árabe, de un árabe que salva a un judío dándole una razón para vivir, y de un judío que sujeta a un árabe entre sus brazos en la hora de su muerte, mientras él espera su propio turno; la historia del mundo de los hombres tiene insospechados y maravillosos momentos.

La noche del 20 de enero hacía un frío glacial que te calaba hasta los huesos.

Chahine tiritaba, yo lo apretaba contra mí, pero los temblores lo agotaban. Aquella noche se negó a comer el alimento que le acercaba a los labios.

– Ayúdame, sólo quiero recuperar mi libertad -me dijo de repente.

Le pregunté cómo podía darle algo que no tenía. Chahine sonrió y respondió:

– Imaginándolo.

Ésas fueron sus últimas palabras. Mantuve mi promesa y estuve lavando su cuerpo hasta el alba; después lo envolví en sus ropas, justo hasta el amanecer. Aquellos de nosotros que tenían fe rezaron por él; y no importaban las palabras de sus oraciones, tan sólo que venían del corazón. Yo, que nunca había creído en Dios, también recé durante un instante para que se cumpliera el deseo de Chahine y pudiera ser libre en otra parte.

Capítulo 21

Los últimos días de enero, el ritmo de las ejecuciones en el patio disminuye, lo que da esperanzas a algunos de nosotros de que el país será liberado antes de que les llegue su turno. Cuando los guardias se los llevan, esperan que su juicio se retrase para ganar un poco de tiempo, pero eso nunca pasa y acaban fusilados.

Aunque estamos encerrados entre estos sombríos muros, sin poder actuar, sabemos que las acciones de nuestros compañeros se multiplican en el exterior. La Resistencia teje su tela, se despliega. La brigada tiene ahora destacamentos organizados por toda la región; además, el combate por la libertad está tomando forma en toda Francia. Charles dijo un día que habíamos inventado la guerra callejera; desde luego exageraba, porque no éramos los únicos, pero habíamos dado ejemplo en la región. Los demás nos seguían y todos los días la tarea del enemigo se veía contrariada y paralizada por nuestras numerosas acciones. Ningún convoy alemán circulaba sin riesgo de que un vagón o algún cargamento hubiera sido saboteado, ninguna fábrica francesa producía para el ejército enemigo sin que saltaran los transformadores que alimentaban la corriente, sin que sus instalaciones fueran destruidas. Asimismo, a medida que aumentaban las actuaciones de nuestros compañeros, la población conseguía recobrar su valor y las filas de la Resistencia aumentaban.

A la hora del paseo, los españoles nos informan de que la brigada dio ayer un golpe de efecto. Jacques intenta averiguar algo más de un preso político español. Se llama Boldados, y los guardias le tienen un poco de miedo. Es un castellano que, como todos los suyos, lleva dentro de sí el orgullo de su tierra, una tierra que ha defendido en los combates de la Guerra Civil española y que no dejó de amar en ningún momento de su éxodo, cuando tuvo que cruzar los Pirineos a pie. Tampoco en los campos del oeste, donde había estado encerrado, había dejado de cantarle. Boldados le hace una señal a Jacques para que se acerque a la reja que separa el patio de los españoles del de los franceses. Y, cuando Jacques se acerca, aquél le explica lo que le ha contado un guardia simpatizante:

– El golpe lo dio uno de los vuestros. La semana pasada, se subió por los pelos al último tranvía, sin darse cuenta siquiera de que estaba reservado a los alemanes. Debía de tener la cabeza en otra parte para hacer algo así. Un alemán lo hizo bajar enseguida de una patada en el culo. A tu compañero no le hizo ninguna gracia. Es comprensible, la patada en el culo fue una humillación. Entonces, estuvo investigando y comprendió enseguida que ese tranvía llevaba todas las noches a los oficiales que salían del Cinéma des Variétés; parecía que el último servicio estuviera reservado a esos hijos de puta. Volvieron algunos días después, es decir, ayer por la noche, con tres más de los vuestros al mismo sitio donde le habían pateado el culo a tu compañero, y esperaron.

Jacques no decía nada, y se bebía las palabras de Boldados. Si cerraba los ojos, podía imaginarse participando en la acción, oía la voz de Émile, e, incluso, adivinaba la sonrisa maliciosa que se dibuja en sus labios cuando se huele un buen golpe. Según como se cuente, la historia puede parecer simple: unas cuantas granadas lanzadas deprisa y corriendo sobre un tranvía, unos oficiales nazis que no oficiarán más, y unos chavales de la calle con aspecto de héroes.

Pero la historia no puede explicarse así en absoluto: están al acecho, ocultos apenas en la sombra de unos lúgubres porches, acongojados, tiritando por el frío glacial de la noche, que reina en la calle cubierta de escarcha y desierta bajo el claro de luna.

Las gotas de lluvia acumulada en días anteriores se escapan de un canalón destrozado y se pierden en el silencio. No hay ni un alma en el horizonte. Cuando respiran salen nubes de vaho de sus bocas. De vez en cuando, tienen que frotarse las manos para preservar la agilidad de los dedos. Pero ¿cómo pueden luchar contra los temblores cuando el miedo se mezcla con el frío? Todo puede estropearse si un detalle va mal. Émile se acuerda de su amigo Ernest, tumbado sobre la espalda, con el pecho agujereado, el torso enrojecido por la sangre que mana de su garganta y de su boca, con las piernas vueltas, los brazos colgando y la cabeza caída. Es increíble lo flexible que es uno cuando lo acaban de fusilar.

No, créeme, nada en esta historia pasa como uno lo imagina. Hay que tener agallas para aceptar que el miedo sea dueño de todos tus días, de todas tus noches y, aun así, seguir viviendo, seguir actuando y creer que la primavera volverá. Morir por la libertad de otros es difícil cuando sólo tienes dieciséis años.

A lo lejos, el alboroto del tranvía delata su llegada. Su faro dibuja un haz de luz en la noche. André participa junto con Émile y François. Su fuerza de acción reside en su unión. Si uno faltara, todo sería diferente. Sus manos se deslizan dentro de los bolsillos de los abrigos; les han quitado el seguro a las granadas, pero mantienen agarradas las espoletas. Una torpeza sería suficiente para que todo acabara ahí. La policía recogería los pedazos de Émile, que quedarían esparcidos por la calzada. Que la muerte es asquerosa no es ningún secreto para nadie.

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